Los vestigios de la controversia pelagiana empezaron a generar grietas durante el siglo V; las conclusiones del Sínodo de Cartago no fueron lo suficientemente vehementes para acabar con ella. En cambio, empezó a surgir un semipelagianismo o movimiento antiagustiniano, el cual cuestionó el inicio o la procedencia de la fe salvífica, la relación entre gracia y libre albedrío, y la predestinación.
Todas esas doctrinas soteriológicas fueron tratadas, ampliamente explicadas y defendidas por Agustín de Hipona. Para el 420, él ya estaba en una edad avanzada, pero se mantuvo actualizado con los debates gracias a Próspero de Aquitania e Hilario de Marsella, defensores de su ortodoxia. Por medio de cartas, ellos le comunicaron las doctrinas que varios monjes de Marsella estaban promoviendo. De aquello surgieron dos obras del doctor de la gracia: Sobre la predestinación de los santos y Sobre el don de la perseverancia.
Sin embargo, años después de su muerte, que sucedió en el año 430, siguieron apareciendo propuestas semipelagianas que, finalmente, fueron condenadas en el Concilio de Orange. Allí, 118 años después del celebrado en Cartago, se defendieron las tesis agustinianas y se abatió con más contundencia el pelagianismo. En este fragmento de Los Cánones de Dort para el siglo XXI, encontramos los inicios, el desarrollo y el final de la controversia semipelagiana en Cartago, Adrumeto y Marsella.
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La controversia semipelagiana
Los inicios de esta controversia antiagustiniana ocurrieron en el contexto monacal latino del siglo V. Son cuatro, en particular, los focos que para esta discusión nos interesan. A saber, Cartago, Adrumeto, Marsella y Provenza. La producción literaria de Agustín, aun mientras éste escribía nuevas obras, era leída y copiada rápidamente para una extensa circulación, de ahí que en muchas comunidades surgiera, según llegaban y se leían sus escritos, una que otra problemática doctrinal, a la cual enviaría nuevos textos buscando la concordia. La condena del Sínodo de Cartago y la epístola de Zósimo no pusieron fin a la controversia pelagiana. De hecho, ahora comenzaría a resurgir, aunque de forma un tanto diferente, ya no siendo Roma o Hipona el centro de atención, sino los centros monásticos italianos y del norte de África, direccionando los acontecimientos a la celebración de otro Concilio, en Orange. Como bien dice Arias, “El error no deja descansar sobre los laureles a este atleta gigante de Cristo [Agustín]. Vencidos los pelagianos en cien combates gloriosos surgen arrolladores semipelagianos”.
Cartago
Sucedió en el año 420. La primera semilla de lo que sería el semipelagianismo o movimiento antiagustiniano que crecería en el territorio de Agustín, y luego se esparciría, plantaría y brotaría lejos del norte de África. El obispo recibió la noticia de que un tal Vidal, de Cartago, aunque no era pelagiano, decía “que el creer rectamente en Dios y concordar con el evangelio no es un don de Dios, sino que es de nuestra cosecha, es decir, de la propia voluntad, y que Dios no nos lo ha obrado en el corazón” y que, en efecto, “tenemos de nuestra cosecha el empezar a creer”. Agustín, buscando la corrección del hermano Vidal, le enviaría una epístola donde abordaría las cuestiones de la fe (fide) y la gracia (gratie): la Epístola 217. El centro de esta carta contiene doce importantes sentencias que exponen la fe de aquellos que “por la clemencia de Cristo somos cristianos católicos”. Diría, entre otros puntos, que “los nacidos carnalmente según Adán contraen en su primer nacimiento el contagio de la muerte antigua; que no se liberan del suplicio de la muerte eterna, suplicio que por una justa condenación va pasando de uno a todos, si no renacen en Cristo por la gracia”; que “la gracia de Dios no se da ni a los niños ni a los adultos por méritos nuestros”; que “se da [la gracia] a los adultos para cada acción”; que “aquellos a quienes se les da [la gracia], se les da por misericordia gratuita de Dios” y “Sabemos que a aquellos a quienes se les niega, se les niega por justo juicio de Dios”. Aunque no tenemos noticias respecto a la reacción o efecto que provocó esta carta en Vidal, al parecer el problema cesó, ya que tampoco se volvió a hablar del mismo en aquel sector. Como se ha visto, en esta primera suerte de controversia el inicio de la disputa tendría relación con la fe, específicamente con su fuente, inicio o procedencia; de allí que sea llamada como la cuestión del initium fidei [inicio de la fe].
Adrumeto
Situándonos en el año 424, en el monasterio de Adrumeto, al norte de África, los monjes se alborotarían con un escrito del epistolario de Agustín: la Epístola 194. La historia preliminar que dio pie a esta nueva controversia puede ser reconstruida gracias al testimonio de la Epístola 216: al monasterio de Adrumeto llegaron tres monjes que estaban de viaje. Uno de ellos era Félix, quien traía consigo un escrito copiado, la Epístola 194 de Agustín dedicada a Sixto, de comienzos del 419. Esta carta se la dictó otro hermano, un tal Floro, conocido por Agustín. Al llegar el hermano Félix y su grupo al monasterio junto a la carta copiada, la leyó a los hermanos sin preparación, y esto sin el conocimiento de Valentín, el abad del monasterio. La lectura de la epístola causó que un grupo de hermanos se alarmara interpretando apresuradamente su contenido antipelagiano. Muchos se “sumergieron en la angustia y la desesperación, y otros se sintieron obligados a poner más énfasis… en la libertad y responsabilidad humana”. Toda esta revuelta ocurría a espaldas de Valentín. Cuando la agitación iba aumentando, llegó providencialmente al monasterio, desde Cartago, el hermano Floro, quien le había dictado antes la epístola a Félix. Al darse cuenta Floro de que Félix y sus compañeros se reunían para leer la epístola secretamente y causar perturbaciones, sin pensarlo, fue a comentarlo de inmediato a Valentín, pero ya era demasiado tarde. Valentín buscó ayuda en algunas venerables personalidades de entre los monjes. Sin embargo, las respuestas que estos ofrecieron, aunque eran correctas y conforme a la doctrina de la epístola, no lograron calmar nada. Valentín, ya colmado por las discusiones y las murmuraciones, resolvió darles recursos y enviarlos a Agustín para así buscar curar la herida que habían causado. De esa manera Valentín contó a Agustín el inicio de la controversia.
Volviendo a lo ocurrido en el monasterio de Adrumeto, al llegarles, como ya se ha contado, este texto, “una carta que resume el pensamiento de Agustín sobre los problemas antipelagianos de la gracia y de la libertad”, los monjes concluirían que las palabras del obispo de Hipona formarían una contradicción entre la gracia (gratie) y la libertad libre (liberum arbitrium). En el monasterio, los pensamientos se dividirían, no obstante, uniéndose en el error. Un grupo concluiría que Dios no considerará las obras humanas en el día del juicio: “predicaban la gracia de tal manera que negaban el libre albedrío y abolían toda obra y disciplina”; el resto, por otro lado, que de las obras depende la gracia. Agustín, al enterarse de la controversia que causaron sus palabras y buscando apaciguar a los monjes, les envió su De gratia et libero arbitrio, pero la controversia volvería a ocurrir. El abad Valentín informaría a Agustín, mediante una carta enviada por el hermano Floro de Cartago, que sus nuevas palabras harían que los monjes dijeran que, puesto que de Dios es quien proviene el querer y el hacer, luego el corregir a los hermanos no es necesario, y los superiores y corregidores deben de conformarse con la oración y el consejo. Estos monjes no verían relación ni coherencia entre la corrección y la gracia. En respuesta, Agustín recurriría a la pluma, y paradójicamente el nombre de su texto sería De Correptione et gratia. Se referirá al grupo de monjes como “enemigos de la corrección”; los que decían “Conténtense los superiores con enseñarnos solo lo que debemos hacer y oren por nosotros para que cumplamos lo que nos mandan; pero no nos corrijan ni renieguen si no lo hacemos”.
Marsella
Llegaron, entonces, los años 428 y 429. La cuestión de initium fidei aparentemente pareció acabar con la correspondencia de Agustín a Vital, ya que en la controversia del monasterio de Adrumeto, pareciera no haber sido un punto discutido. Empero, las apariencias no pueden engañarnos en esto. Aunque Adrumeto no sufrió la crisis del initium fidei, sin embargo, otro sector monacal sería el nuevo foco de discusión. Ahora África se desplazaría, dando paso hacia otros lugares de la Galia, las antiguas tierras de Ireneo de Lyon (130–208). Es en este contexto donde podemos hablar con razón de la nueva forma de pelagianismo mitigado, el semipelagianismo, como sería conocido en el siglo XVI. En los monasterios franceses sureños de San Víctor y Lérins comenzó, por parte de algunos monjes y sacerdotes bajo la dirección de un discípulo de Juan Crisóstomo (†407), el culto Juan Casiano (360–435), fundador de monasterios y escritor semiagustiniano, una serie de tenaces oposiciones a las doctrinas soteriológicas de Agustín: el initium fidei, la gracia y la predestinación. Las doctrinas de Agustín les parecerían duras a estos monjes, por lo tanto, preferirían hacer la suya propia: fe iniciada y alcanzada por el esfuerzo humano, merecimiento de la gracia, justificación mediante el mérito de las buenas obras y, finalmente, tras recibir la justicia, vida de bien sin necesidad de la gracia. El axioma de Marsella sería: “Facientibus Quod in se est Deus non denegat gratiam” [A los que hacen lo que les corresponde, Dios no les niega la gracia]. La obra que mayor influencia tendría en los monjes de Marsella serían las Collationes Patrum [Conferencias de los Padres] de Casiano. Las noticias de estas doctrinas llegarían al obispo de Hipona, ya entrado en años, principalmente por Próspero de Aquitania e Hilario de Marsella; quienes, junto a Cesáreo de Arles y Fulgencio de Ruspe, serían los herederos y defensores de la ortodoxia agustiniana después de la muerte de Agustín en el 430.
Próspero de Aquitania (390–455), laico de Marsella, quien refutó con su Dei gratia Dei et libero arbitrio [Sobre la gracia de Dios y el libre albedrío] (423) las ideas de Casiano contenidas en las Collationes, envió una carta a Agustín en el 429. En esta, que es la Epístola 225, comenta que “Muchos de los siervos de Cristo que residen en Marsella, al leer los escritos que tu Santidad [Agustín] publicó contra los herejes pelagianos, estiman que es contrario a la opinión de los Padres y al pensar de la iglesia todo lo que afirma acerca de la vocación [llamamiento salvífico] de los santos, según el propósito de Dios [determinación o predestinación]”. Los monjes de Marsella, para aquel entonces, tuvieron contacto con las obras de Agustín, y particularmente con su De correptione et gratia, que antes había enviado a los monjes africanos de Adrumeto. La recepción de este texto, como ocurrió años atrás, fue doble: por un lado, como dice Próspero, algunos “adquirieron mayor inteligencia e instrucción”, y, por el otro, los demás “que antes no veían claro por su persuasión se apartaron más aún”. Al parecer, en esta ocasión, el pasado volvió nuevamente a la presente realidad, pero esta vez tomó una forma un tanto diferente, aunque sin perder del todo su antigua esencia. La epístola enviada por Próspero está escrita de tal forma que deja entrever que no fue la primera, sino una de cierta mutua correspondencia anterior con el obispo de Hipona. Sin embargo, si así fuera, lo cual es lo más probable, estas cartas previas no han llegado hasta nosotros. En la epístola de Próspero encontramos el contenido de la doctrina de los monjes de Marsella. Estos dicen que Cristo murió de forma universal, “por todo el género humano, y [que] nadie se exceptúa de la redención de Su sangre, aunque pase la vida sin pensar lo más mínimo en Él”. Pero aunque tratan de exponer un alcance general, en términos cuantitativos, de la misericordia salvadora de Dios en el sacrificio de Cristo, creyendo que para todos está preparada la vida eterna, junto a eso afirman que son regenerados solo los que Dios ve que “creen espontáneamente”, es decir sin la gracia o el previo actuar de ella; y que solo a ellos, añaden, se les envía la gracia como efecto de la fe meritoria que antes han ejercido en virtud de sí mismos: gracia que, por su puesto, solo ayuda a la libertad humana luego que esta elige y realiza lo que se le manda. Respecto de la predestinación, afirman que esta es condicional a lo que Dios prevé en los hombres, y que el número de los predestinados no es fijo ni seguro, ya que, según ellos, no tendrían cabida el interés, esfuerzo y la exhortación. Próspero resumió de manera muy precisa la sustancia del pensamiento de estos monjes, al decir que ellos creían que “dos son los principios de la salvación humana, a saber: la gracia de Dios y la obediencia del hombre; …quieren que la obediencia sea anterior a la gracia, para que el inicio de la salud [salvación] venga del sujeto que recibe la salvación, no de Dios que la otorga; ha de ser la voluntad humana la que dé paso a la gracia divina, y no la gracia la que someta la voluntad humana”. En síntesis, Próspero calificó sin reparos esta doctrina como “reliquias de la impiedad pelagiana” (pelagianae pravitatis reliquiis). Al discernir la naturaleza de estas enseñanzas, se logró entender que en Marsella se tenía como fin, como lo que en realidad importa y está en juego, la vida práctica-ascética de los monjes: su corrección, exhortaciones, ejercicio, pero no su doctrina. Es decir, priorizaron y pusieron en primer lugar ante todo la ortopraxis, bajo su cegada comprensión, y no la ortodoxia. La doctrina, entendida técnicamente con sus definiciones y precisiones conceptuales, pasó a un segundo plano con tal de ver crecida la espiritualidad monástica con sus leyes, sobrevaloraciones de la naturaleza humana y rigurosos ejercicios que aparentaban piedad y sabiduría, pero que no servían contra el tratamiento del pecado; pecado que, de hecho, se estaba manifestando, en este caso, bajo el carácter de error teológico.
En el mismo año y contexto monacal, Hilario de Marsella escribiría a Agustín, bajo términos no muy diferentes a los de su compañero Próspero. Esta carta es la Epístola 226. Hilario contó que, en lugares de Marsella y las Galias, se firmó que “es nuevo y dañino para la predicación decir que la elección de algunos tiene lugar en conformidad con un decreto de Dios, de modo que no pueden conquistar o retener la elección si no les dan la voluntad de creer”. Entre otras cosas enseñaban que el hombre pereció en Adán, y que no puede liberarse por su libre albedrío. Pero, por otro lado, aun afirmando lo anterior, decían que el hombre caído puede “creer” naturalmente en que será salvo o sanado, y “querer” serlo también. Luego, esa determinación es contada como “mérito” (meritum) por el cual Dios les aumenta la fe y les entrega la salvación completa. La razón de esto sería que, aun habiendo pecado original y poseyendo los hombres por naturaleza una voluntad impotente o ineficaz, sin embargo, en ellos hay un vestigio no afectado por el cual queda la facultad “ya de rehusar, ya de obedecer”. En otras palabras, aparte del pecado en los hombres, estos también pueden inclinar libremente su voluntad hacia el bien. A este principio los antiguos teólogos denominaron como precedentis voluntatis, la voluntad que precede a la obra de la gracia. Los monjes dijeron que cuando se predica a los hombres que “crean para salvarse”, estos al creer le están dando a Dios lo que exige para que reciban lo que ofrece. Es decir, al ver Dios que los hombres le ofrecen voluntariamente su propia fe, Él no tiene otra alternativa que darles lo que les ofreció y que por tal fe luego merecen. Es como un juego, donde “das para recibir”; no es gracia en sí, donde das —si es que se puede usar esa palabra— lo que antes recibiste y recibes por el favor de Dios lo que no merecías. Una pregunta sería necesaria en este contexto: ¿Quién es auxiliado por la gracia divina? En Marsella se confesaría a una voz, con algunas excepciones, que “es auxiliado el que comienza a querer”, y este “querer”, desde luego, no proviene como dado de Dios, sino del hombre mismo.
Agustín, como de costumbre, respondería de buena voluntad en el 429, tanto a Próspero como a Hilario, con dos obras: De praedestinatione sanctorum [Sobre la predestinación de los santos] y De dono perseverantiae [Sobre el don de la perseverancia]. El doctor de la gracia arremetería tanto por la exégesis bíblica como por el vivo testimonio de su propia experiencia, que no fue más que el resultado de la gracia predestinante. En el primer tratado, sobre la predestinación, Agustín no comenzó abordando esta doctrina, sino más bien la fe, y principalmente su procedencia. Demostró, en primer lugar, “que la fe, por la que somos cristianos, es un don de Dios” para refutar la creencia de “que la gracia de Dios nos es dada según nuestros méritos”. La base de la argumentación de Agustín se hallaría en el epistolario paulino, en este caso en Romanos, Colosenses, Filipenses y 1 Corintios. Preguntaría, basado en Pablo, quien dice que a Dios jamás nadie le ha dado algo como para que el dador pretenda ser objeto de deuda o recompensa divina (Ro 11:35-36), y que todo proviene de Cristo, es de Cristo y existe por Cristo (Col 1:16), “¿de quién, sino de Él, puede proceder el mismo principio de la fe?”, y respondería: “Pues no se debe decir que de Él proceden todas las demás cosas exceptuando solamente esta [la fe]”. Diría también, basado en Pablo, cuando dice que por Cristo se da la gracia del creer en Él y sufrir por Él (Fil 1:29), que “ambas cosas son uno en Dios, pues tanto la una como la otra se aseguran que nos son dadas”, y que el apóstol “no dice de sí mismo que alcanzó la misericordia para ser más creyente, sino para ser creyente; porque sabía que él no había dado a Dios primero el principio de su fe y después le había retribuido Dios con el aumento de ella”. Por último, sobre la fe, dice que “a Dios se le pide [que] nos conceda lo que manda. Los que ya creen piden que se aumente en ellos la fe, y por los que aún no creen, piden que les sea concedida; y así, tanto en su aumento como en su principio, la fe es un don de Dios”.
Tocante a la predestinación por sí misma, teniendo establecido que la voluntad divina es eficaz e imposible por su dignidad de ser contrastable con la del hombre, entendió que esta obra es, según el decreto de Dios, de forma incondicional, sin consideración previa de los méritos y realmente causando la salvación. Dice: “hemos sido constituidos herederos por la predestinación, no según nuestro beneplácito, sino según el de aquel que obra todas las cosas hasta el punto de obrar en nosotros también el querer”. Esta predestinación eterna e incondicional —que tiene como ejemplo perfecto a Jesucristo— tiene como objetos a un número bien determinado de personas que, en el tiempo y transcurso de la historia, serán llamados de forma especial y eficaz. En contra de la idea de una predestinación condicional y, por lo tanto, insegura en sí misma, Agustín entendió que la preordenación a la gracia no admite cambios: nadie, del número definido por Dios, es sumado o sustraído. El número es tan seguro que no admite cambios o variaciones finales, pues los que “ya son hijos de Dios de ningún modo pueden perderse”. Pero ¿es esta predestinación un impedimento para la predicación? Los oponentes dirían que ciertamente lo es. Agustín, por el contrario, respondería con una serie de preguntas retóricas que admiten necesariamente una respuesta negativa, por ejemplo: “¿Acaso este Doctor de las Gentes en la fe y en la verdad, que tantas veces recuerda la doctrina de la predestinación, dejó de predicar la palabra de Dios?”, y “¿Por qué, pues, hemos de juzgar la doctrina de la predestinación, que la Sagrada Escritura tantas veces nos recuerda, como contraria y perjudicial a la predicación, a los mandatos, a las exhortaciones, a las correcciones, tan frecuentes también en la Sagrada Escritura?”. Agustín sabía que Dios no predestina por, sino para; no porque somos, sino para que seamos; entendiendo no que los hombres “son elegidos porque antes creyeron, sino que son elegidos para que lleguen a creer”. Un pelagiano podía decir “sabía Dios en Su presciencia… quiénes habían de ser santos e inmaculados por la elección de su libre albedrío; y por eso, a los que conoció en su presciencia, desde antes de la creación del mundo, que habían de ser santos e inmaculados, a esos eligió”. Pero Agustín podía decir antes de responder: “veamos si por ventura nos eligió antes de la creación del mundo, porque habíamos de ser santos e inmaculados, o más bien para que lo fuéramos” y acabar concluyendo de las palabras de Pablo en Efesios que “Nos eligió Dios, por tanto, antes de la creación del mundo, predestinándonos en adopción de hijos; no porque habríamos de ser santos e inmaculados por nuestros propios méritos, sino que nos eligió y predestinó para que lo fuéramos”. Y lo mismo respecto a la libertad: el hombre no alcanza la gracia por su libertad, como arguye el pelagiano, sino su libertad por el concurso de la gracia, sin la gracia obrando antes solo hay esclavitud. Es también por esta misma gracia que se da el don de permanecer en ella, pues “así como obra en nosotros el que nos volvamos y acerquemos a Él, lo mismo realiza el no apartarnos de Él”, ya que de “la potencia de Dios, y no de la nuestra, depende el que no nos apartemos de Dios, porque este adherirse al Señor solamente está en manos de quien dijo: Pondré mi temor en su corazón para que no se aparten de mí”. Con estas y otras muchas doctrinas de los caminos ocultos, soberanos e ininvestigables de Dios, Agustín se aseguró de exponer la verdad con respecto al pecado y la salvación.
Luego de la muerte de Casiano, ya respondidas las doctrinas de los centros monacales en discusión, se levantarían otros heraldos del semipelagianismo. El principal que pasaremos a considerar fue el abad de Lerins, y también anciano obispo, Fausto de Riez (†495). Compuso en el 475, comisionado por la junta del Concilio de Arles que se ocupó de la misma controversia, el tratado De gratia Dei et humanae mentis libero arbitrio [Sobre la gracia de Dios y el libre albedrío de la mente humana], que es indiscutiblemente la mejor defensa de la postura semipelagiana escrita en su tiempo, pero también, como escribe B. Llorca, la obra “donde expone, con una crudeza mayor a la de Casiano, los errores semipelagianos”. Fausto se ocupó tanto de refutar al pelagianismo como al agustinismo. La tesis principal de esta obra es que entre la gracia y el libre albedrío no hay oposición, sino relación, y una de cooperación. No se negó la necesidad de la gracia, como lo haría un pelagiano, pero aún se mantuvo la de la voluntad; incluso se afirmó la inclinación natural o inherente del hombre bajo pecado hacia el bien en virtud de poseer la imagen de Dios..Para el autor, la elección de la voluntad ha sido afectada por el pecado, pero no eliminada. Por lo tanto, en el hombre no hay impotencia o imposibilidad, sino solo debilidad. La opinión fundamental era que “el esfuerzo humano constante del hombre debe colaborar en toda ocasión con la gracia” de Dios. Fausto siguió los caminos de Casiano, pues expuso que la labor de la gracia es dar efectividad a los impulsos primeros del hombre. La gracia aparece cuando está presente la obra del hombre que la antecede. La voluntad “llama” y la gracia obra, Dios invita a quienes lo “desean”, atrae a los que antes lo “solicitan” y “levanta” al que primero se “esfuerza”: la gracia y la obra siempre se asocian. En ese aspecto se desarrolló una teología de la ayuda; donde, según el autor, y como expone R. Seeberg, “la misma palabra ‘ayuda’ involucra dos personas, una que opera y la otra que coopera, una que demanda y la otra que ofrece, una que llama y la otra que responde, una que solicita y la otra que recompensa”. Aquí, claro está, las dos personas son Dios y el hombre.106 Si preguntamos cómo cambia la condición del ser humano frente a Dios, Fausto respondería que tal cambio, es decir, pasar de vaso de honra a vaso de deshonra (Ro 9:21), no se basa “en la decisión de Dios, sino en la del libre albedrío”.
Agustín había muerto, pero su memoria y legado permanecía fresco y aún más vivo en la iglesia norafricana. Celestio I, obispo de Roma (422–431), tomaría la iniciativa para defender las tesis agustinianas contra los semipelagianos franceses. Pero los resultados no se verían sino un siglo después, gracias a la intervención de un discípulo del fallecido obispo de Hipona, Cesáreo de Arles (470–542), quien estaría detrás de la celebración del Concilio Arausicano II, o de Orange, del 529, donde ya finalmente las doctrinas de los monjes franceses serían del todo condenadas en 25 cánones. Esta condena en Orange fue igualmente aprobada y ratificada por el nuevo Pontífice romano, Bonifacio II. Así entonces, aunque en el Concilio de Cartago del 411 condenó el pelagianismo, la victoria final la tendría el Concilio de Orange (529). Este es el gran concilio en la historia de la gracia.
El anterior fue un fragmento del Apéndice 2 del libro Los Cánones de Dort para el siglo XXI. En él se puede encontrar un apartado con literatura recomendada concerniente al pelagianismo, semipelagianismo y agustinismo.
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