Los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, Estados Unidos, no solo conmocionaron al mundo en ese momento, sino que dieron inicio a años de guerra y terrorismo que han marcado a toda una generación.
La Iglesia no es ajena a los acontecimientos del mundo, y las tragedias de estos últimos años han alimentado un sentimiento de desazón generalizado. Hoy, conviene repasar aquellos hechos históricos como un intento de comprender el confuso escenario actual. ¿Qué deberíamos recordar en medio de la progresiva caída del mundo occidental?
Repaso histórico
El 11 de septiembre de 2001 el mundo se detuvo por completo para presenciar la caída de las torres gemelas en vivo y en directo. Cuatro aviones comerciales fueron secuestrados esa mañana por unos 19 hombres, cuyo objetivo era impactar diferentes símbolos del poder norteamericano. Los primeros dos aviones chocaron contra las torres gemelas del World Trade Center, entre las 8:46 y las 9:03 de la mañana. Casi media hora después, el tercer avión se estrelló en las oficinas del Pentágono. La última aeronave cayó en campo abierto, gracias a que los pasajeros lucharon contra sus secuestradores, impidiendo que alcanzara su objetivo final, que probablemente era el Capitolio o la Casa Blanca.

En apenas dos horas, la mayor superpotencia del mundo había recibido un ataque certero y directo al corazón, con un saldo de 2996 víctimas fatales. Estos trágicos hechos dieron inicio a una nueva dinámica en el escenario internacional, que desde entonces quedó fuertemente marcado por la lucha contra el terrorismo. Pero conviene trazar un poco la situación global hasta ese momento para comprender el peso del 11S.
Estados Unidos se erigía triunfante tras una larga Guerra Fría que había enfrentado dos modelos antagónicos de sociedad. El capitalismo había logrado imponerse, mientras que el comunismo se había desmoronado desde la caída del muro de Berlín en 1989 hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991. Norteamérica vivió la década de los 90 en un ambiente de victoria y despilfarro económico, impulsado por la apertura de los mercados mundiales y la expansión de su economía. El Tío Sam se convirtió en la superpotencia indiscutible y asumió un rol de liderazgo en el escenario mundial.

Pero esto no significó un mundo en paz, como muchos vaticinaban. La gran mayoría de los países en realidad atravesaban una gran pobreza, producto de viejos conflictos internos, guerras recientes y el desorden que siguió a la descolonización. El mundo era profundamente desigual, lo que dio lugar al crecimiento de un fuerte sentimiento antiestadounidense y anticapitalista en el llamado “tercer mundo” (América Latina, África, Medio Oriente y el Sudeste asiático). Esta fue la semilla del caos con el que inició el nuevo milenio.

El atentado a las torres gemelas comprobó que Estados Unidos seguía siendo vulnerable a pesar de todo su poderío y riqueza. Desde entonces, Washington comenzó una lucha contra el terrorismo, y una defensa de la democracia y el modo de vida occidental. Pero, paradójicamente, el tiempo demostró que los efectos de esta lucha fueron justamente contrarios a lo que la motivó. Durante las dos décadas siguientes al ataque, el prestigio de Estados Unidos se fue desmoronando debido a guerras inútiles y crisis económicas, sumadas al avance de una nueva forma de socialismo y de la ideología progresista.

Las invasiones que emprendió contra Afganistán (2001) e Irak (2003) fueron condenadas por la opinión pública y tuvieron un cierre amargo. Tras dos décadas de conflictos, las tropas estadounidenses terminaron retirándose de ambos países —2021 y 2011, respectivamente—, dejándolos en una situación peor a la inicial. Las promesas de reconstruir ambas naciones fallaron rotundamente, confirmando las sospechas de que las motivaciones de aquellas guerras respondían menos a la liberación de pueblos que a intereses estratégicos y económicos, especialmente relacionados con el petróleo.
La crisis económica de 2008 también significó un duro golpe para la nación. Su economía perdió el prestigio de ser la más estable del mundo y el efecto se sintió en muchos países, los cuales acusaban a Estados Unidos de ser el responsable del sacudón internacional. Sumada a esos factores, llegó la estocada final: la crisis sanitaria por el COVID-19. Si bien la pandemia afectó en mayor medida a países de Europa, dañó seriamente al mundo occidental al socavar la sensación de estabilidad y seguridad. El modelo de sociedad occidental ha sido puesto en duda por diversas corrientes; ha quedado en evidencia que también es vulnerable, a pesar de todo su poderío militar y económico.

Nuevas actitudes pesimistas hacia el mundo
Además de los cambios en la geopolítica o la macroeconomía, también son relevantes los efectos en las actitudes de las personas y su visión del mundo. Aquellos que pertenecen a la generación millennial han sido fuertemente marcados por los hechos del 11 de septiembre; al fin y al cabo, han desarrollado sus vidas adultas en medio de los acontecimientos desencadenantes de ese atentado. Han sido quienes más sintieron y sufrieron el desprestigio de occidente y sus instituciones.
Aunque no se deberían hacer generalizaciones, existen ciertas condiciones materiales e históricas que han moldeado los ideales y horizontes de los millennials. Según Pew Research Center, ellos son los nacidos entre 1981-1996, es decir, tenían entre 5 y 20 años cuando sucedieron los ataques del 11S. Por tanto, sus actitudes e inclinaciones han sido fuertemente moldeadas por las guerras y la recesión subsiguientes.

Adicionalmente, los millennials cargan con el peso del ejemplo de sus padres, quienes valoran el trabajo duro. En ese sentido, han visto sus altas expectativas frustradas y suelen enfrentar el mundo con altas cuotas de cinismo y desesperanza. Jason Dorsey, quien lleva años investigando el comportamiento de esta generación, asegura que “tienen un mayor nivel educativo, pero muchos se sienten frustrados porque no pudieron alcanzar sus altas expectativas laborales debido a la crisis económica y a otros eventos globales”.
Niel Howe y William Strauss, quienes acuñaron el término “millennials”, aseguran que aquellos jóvenes y adolescentes que tienen un recuerdo claro de los ataques terroristas de 2001, generalmente prefieren no tomar riesgos y son más cercanos a sus padres que las generaciones previas. Según varios sociólogos, también tienden a ser más cínicos que sus antecesores y sienten una fuerte indignación por las cosas malas que suceden en este mundo, pero a la vez lidian con un fuerte sentimiento de impotencia por no poder hacer algo al respecto.
Su cinismo se evidencia en la desconfianza hacia las instituciones civiles y políticas, los medios de comunicación y el futuro en general. Esto ha permitido que muchas teorías de conspiración surjan en medio de jóvenes que no confían en científicos, periodistas, ni autoridades en general. Los escándalos e intrigas políticas, la degradación moral, y la vulnerabilidad económica y sanitaria parecen darles la razón, avalando su actitud de desconfianza generalizada.

La caída de la civilización occidental y cristiana
El siglo XXI, inaugurado por el terrorismo del 11S, constituye un tiempo crítico para la historia, de cambio y transición, que es muy difícil de evaluar mientras aún nos hallamos en el ojo del huracán. Sería apresurado y pretencioso querer dar una interpretación definitiva al momento que vivimos y hacia dónde se dirige el mundo. Justamente, la incertidumbre y la desconfianza son signos de nuestro momento histórico.
Pensadores de diversos campos creen que vivimos en una época donde se cuestiona el modelo de vida occidental y cristiano. Los más conservadores ven sus valores amenazados y al mundo alejarse de sus raíces liberales clásicas. La fe cristiana también parece perder terreno ante el creciente secularismo, el avance del islam y los nuevos sincretismos con espiritualidades “orientales”.
Como en otras crisis de la historia humana, la caída de una potencia mundial da inicio a una época de desorden y caos. Igual que imperios pasados, Estados Unidos se encuentra en un punto crítico. Militarmente desprestigiado a pesar de su poderío, se ha visto envuelto en guerras amargas contra rivales inferiores que aun así lograron dañarle. En la esfera de lo moral, este país es cuestionado por diversos sectores. Por un lado, hay quienes le reclaman su oscuro pasado esclavista y “opresor”; por otro lado, crece el descontento ante el avance del progresismo y la ideología de izquierda. Dos grupos muy polarizados llevan las tensiones hasta un punto crítico que vaticina un quiebre inevitable.
El 11S dio inicio a lo que parece ser la “caída” de Estados Unidos, y esto trae incertidumbre al resto del mundo, en especial al ámbito cristiano y a la Iglesia. De alguna manera, Estados Unidos era visto como el garante del protestantismo y el modelo de un país basado en los principios bíblicos, aunque hoy esté muy lejos de eso. El mundo cristiano se siente en crisis con justa razón, mientras su “capital” cae en manos de los “bárbaros y herejes”.

Pero esta sensación no es nueva; una coyuntura similar se vivió en otras etapas de la historia del pueblo de Dios, como cuando Agustín de Hipona presenció la invasión de Roma en el año 410, un suceso que en ese entonces puso en jaque al cristianismo.
Cuando la fe cristiana se hizo oficial en el Imperio romano bajo el gobierno de Constantino, se produjo un acercamiento de las estructuras políticas y religiosas, que paulatinamente llegaron a confundirse. Con los años, la Iglesia y el poder imperial fueron entendidos como reflejos del reino de los cielos en la tierra. Muchos cristianos creían que los emperadores instituían el mensaje de Cristo por voluntad divina, por lo cual, la estructura política, militar y cultural que dirigían era una especie de vehículo que llevaba a la religión verdadera. Pero el saqueo de Roma puso en duda esta interpretación y las demandas paganas por un retorno a los dioses tradicionales romanos no tardaron en surgir.
Agustín de Hipona respondió a esta polémica, y a otras acusaciones, en su extensa obra La Ciudad de Dios. Allí, el teólogo africano rechazó tanto el optimismo de quienes veían en el Imperio romano el establecimiento del reino de los cielos en la tierra, como también la desesperación de aquellos desilusionados con la religión cristiana a causa de la caída de Roma. Para él, el Imperio no era ni malo ni bueno en esencia, sino un instrumento en las manos de un Dios soberano, capaz de levantar o derribar reyes e imperios para cumplir Su plan en la tierra. De esta manera, Agustín “desdivinizó” al Imperio, declarando que no existía un destino especial para Roma, porque ella no era la ciudad celestial que esperaban los cristianos.

Cuando la fe cristiana se hizo oficial en el Imperio Romano bajo el gobierno de Constantino, se produjo un acercamiento de las estructuras políticas y religiosas, que paulatinamente llegaron a confundirse. Con los años, la iglesia y el imperio fueron entendidos como reflejos del reino de los cielos en la tierra. Muchos cristianos creían que el Imperio Romano manifestaba y proyectaba la voluntad divina de instalar e instituir el mensaje de Cristo, creían en el Imperio como vehículo para la religión verdadera. Pero el saqueo de Roma puso en duda esta interpretación y revivió las demandas paganas por un retorno a los dioses tradicionales romanos. 4
Agustín de Hipona respondió a esta polémica, y otras acusaciones, en su extensa obra conocida como “Ciudad de Dios”. En ella, el teólogo africano rechazó tanto el optimismo de quienes veían en el Imperio Romano el establecimiento del reino de los cielos en la tierra, como también la desesperación de aquellos desilusionados con la religión cristiana a causa de la caída de Roma.
Para Agustín, el Imperio no era ni malo, ni bueno en esencia, sino un instrumento en las manos de un Dios soberano, capaz de levantar o derribar reyes e imperios para cumplir su plan en la tierra. De esta manera Agustín “des-divinizó” al Imperio, declarando que no existía un destino especial para Roma, porque ella no era la ciudad celestial que esperaban los cristianos.

Si bien la obra de Agustín tiene un desarrollo mucho más amplio y profundo, deja una advertencia clara: la Iglesia no debe confundir el establecimiento del reino de los cielos con ninguna estructura política terrenal. Pero esto no significa descartar las instituciones del todo, ya que suelen tener objetivos comunes con la Iglesia, principalmente el deseo de establecer una vida pacífica. Haciendo eco de 1 Timoteo 2:1-2, las instituciones políticas terrenales serían importantes para establecer una paz terrenal que acompañe el peregrinaje de los cristianos hacia la paz celestial. Las instituciones terrenales actúan como “ministros de Dios” para fomentar el bien y castigar el mal.
De esa manera, Agustín combatió la excesiva confianza en los gobiernos terrenales, pero también la desconfianza en ellos, porque, al fin y al cabo, son instrumentos dispuestos por Dios. La caída de Roma no era la caída del reino de Dios, aunque ciertamente representaba una dificultad para el avance del cristianismo. Sin embargo, Cristo seguía reinando sobre todos los acontecimientos del mundo y esta tragedia estaba bajo Su providencia.
La situación post-11S guarda similitudes con el escenario apocalíptico que vivió Agustín de Hipona. El gobierno de Estados Unidos ha sido el garante del cristianismo protestante en el último siglo. Es en sus fronteras que ocurre el grueso de la actual reflexión teológica y desde donde sale el mayor financiamiento para las misiones. Presenciar el desmoronamiento de su hegemonía también pone en peligro la legitimidad y el prestigio de la fe cristiana o, al menos, del modelo de sociedad basado en la ética cristiana, lo que comúnmente se conoce como “Occidente”.

Ante esta sensación general de inestabilidad e incertidumbre, vuelven a surgir viejos discursos apocalípticos y teorías de conspiración que fallan en ver a Dios como el soberano que, providencialmente, permite y utiliza todos los acontecimientos para Sus propósitos eternos. Este es el valor de recuperar las reflexiones bíblicas de Agustín en torno a la política, en una época en que somos testigos del declive de la “nación protestante” por excelencia.
Lejos de ese cinismo que identifica a gran parte de los millennials, la enseñanza bíblica invita a la Iglesia actual a mantener la esperanza en medio de la adversidad y a contemplar a Cristo sentado en Su trono. La historia también da testimonio de cómo el Evangelio se expandió en medio de épocas oscuras para ser luz en el mundo. La Iglesia no será derrotada cuando las “naciones cristianas” caigan, porque Su reino no pertenece a este mundo ni depende de instituciones terrenales.

Esperanza ante los hechos de la última década
Tal vez sea la hora de aceptar que lo que entendíamos por “mundo cristiano” (Europa y Norteamérica) ya no lo es. Muchos señalan que hoy en día el 24% de los cristianos vive en África y el otro 24% en América Latina, lo que equivale a la mitad de los cristianos en el mundo. Se espera que el porcentaje continúe creciendo y que dos tercios de los cristianos vivan en América Latina o África para 2050. Esto significa que el cristianismo no ha dejado de crecer; solo está migrando desde el norte hacia el sur.
Los atentados del 11S iniciaron lo que parece ser la caída del llamado “mundo cristiano”. La amenaza del islamismo radical, el progresismo de izquierda y la pérdida de credibilidad de las instituciones son algunos de los dolores que han aquejado al mundo en las últimas dos décadas. Pero no son motivos para que los cristianos seamos consumidos por un pesimismo apocalíptico.
Recordemos que Cristo reina y pronto volverá, mientras la Iglesia cumple con su misión en todo el mundo. La caída de poderes e imperios no ha frenado el avance del reino de Dios; al contrario, ha servido para su extensión y coopera para bien de la Iglesia.
Referencias y bibliografía
The Future of World Religions: Population Growth Projections, 2010-2050 | Pew Research Center
La Ciudad de Dios - San Agustín | Suneo
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