De a poco, el planeta se recupera de la pandemia que lo ha golpeado duramente estos últimos años. Esta crisis sanitaria afectó la salud, la economía y hasta la estabilidad política de muchos países, aunque lo más trágico fue la pérdida de millones de vidas humanas. Muchos vivieron en carne propia la muerte de un ser querido o el miedo a perder uno. Si bien el ratio de mortalidad por COVID-19 difícilmente alcanzó el 10% del total de contagiados, existe una cifra más preocupante: el 100% de personas sobre la tierra morirá. No importa si son jóvenes o ancianas, hombres o mujeres, ricas o pobres, tarde o temprano la muerte las alcanzará. Por ello, este es un tema que merece total atención, aunque no ansiedad.
Normalmente, la muerte es un asunto del que poco se quiere hablar y que algunos ni se atreven a poner sobre la mesa. La realidad de esta cuestión puede despertar mucha angustia en algunas personas, pero no debe ser así en los creyentes. Debido a que el temor a la muerte puede acarrear muchos efectos negativos y limitantes para el cristiano, es necesario luchar contra esta inquietud.
Entre los registros de la historia de la Iglesia, se encuentra el caso de la peste que vivió Cipriano de Cartago alrededor del año 250 d.C. Este fue el líder de la iglesia en la ciudad de Cartago y tuvo que enfrentar una gran plaga. Hasta el día de hoy la ciencia no ha logrado determinar qué tipo de virus fue el que sacudió al Imperio romano durante esa época; se cree que pudo haber sido como el ébola, aunque más contagioso. Por las características que se conocen, los síntomas incluían fiebre en los huesos, heridas en la piel, ojos con sensación de fuego, a veces la muerte de las manos y los pies, seguido de sorderas y cegueras, entre otros síntomas, para morir al cabo de 3 días. Se calcula que la tasa de mortalidad fue del 60 % de la población. Fue una peste devastadora.
A pesar de ello, en medio de esta terrible situación, Cipriano consoló a su congregación, pues sabía cuál era su deber pastoral. Como parte de esta tarea, escribió un breve tratado llamado Sobre la mortalidad, que —por la providencia de Dios— fue preservado a lo largo de los siglos, y aún es de utilidad para la Iglesia del siglo xɪx. De esta forma, el Señor permite que los distintos miembros de la Iglesia se ayuden los unos a los otros, al superar, incluso, la barrera del tiempo.
El tratado inicia recolocando la mirada del oyente en lo eterno. Muchas de las ansiedades y temores nacen cuando se sobreenfoca la vista en esta tierra. Si solo se fija la mirada en este plano de la eternidad, no se podría esperar otro resultado. En este mundo, todo perece sin esperanza, todo es correr tras el viento, nada permanece debajo del sol. Sin embargo, cuando se levanta la mirada y se limpian los cansados y aletargados ojos, es posible ver la realidad de Dios. En ese punto, Cipriano afirma que el cristiano tiene su fuente de identidad en el Padre, sin importar las circunstancias. Las verdades bíblicas que llaman al creyente a ponerse la armadura de Dios aplican con mayor razón en estas circunstancias, ya que, sin duda, no estará solo. El autor lo explica de la siguiente manera:
Porque aquel que batalla por Dios, queridos hermanos, debe reconocerse a sí mismo como uno que, puesto en un campo de batalla celestial, tiene su esperanza en las cosas divinas, de tal manera que nosotros no temblemos ante las tormentas y los vientos violentos del mundo, y no nos turbemos, ya que el Señor nos ha dicho de antemano que esto pasaría.
Cipriano enfatiza que el Señor Jesús dijo que esto ocurriría con mayor frecuencia mientras se acercara el fin (Lc 21:11; Mt 24:7-8), pero también prometió que en ello sabremos que su reino está próximo (Lc 21:31). Por lo tanto, no se debe desfallecer ante la muerte porque lo que se espera luego de ella es millones de veces superior a lo que esta vida puede ofrecer:
Los siervos de Dios después [de la muerte] tendrán paz, serán libres, tendrán reposo tranquilo, cuando, librados de estos violentos vientos del mundo, obtenemos el abrigo de nuestro hogar y eterna seguridad, cuando habiendo alcanzado esta muerte, nos volvemos inmortales. Porque esa es nuestra paz, nuestra tranquila confianza, nuestra firme y permanente seguridad perpetua.
Aunque la situación era muy delicada, Cipriano no duda en dar fuertes exhortaciones a su grey, pues sabe que debe hacer las preguntas necesarias para que reaccionen y dirijan su vista a Cristo. En ese sentido, utiliza el ejemplo de Simeón como alguien que se alegró al saber que su final estaba cerca (Lc 2:29). Sobre esto comenta:
Como está escrito, ‘El justo vivirá por la fe’. Entonces, si eres justo y vives por fe, si realmente crees en Cristo, ¿por qué, tú que vas a estar con Cristo, y estás seguro en la promesa del Señor, no abrazas la seguridad a la que eres llamado en Cristo, ni te alegras en gran manera que eres libre del enemigo?.
Luego, redirige su discurso hacia cuál debería ser la verdadera preocupación del creyente. Según él, no debe ser la muerte, porque de ella se obtiene una realidad positiva gracias a que Jesús la venció y ya no puede hacer ningún daño real. Por lo tanto, el cuidado apropiado —y la tarea de todo cristiano— es mantenerse en pie de lucha contra el enemigo que tienta con avaricia, inmodestia, ira, ambición, lujuria, envidia, borrachera, entre otras turbaciones. Como pastor, él sabía que Satanás está atento como león rugiente que busca a quién devorar. El enemigo está dispuesto a engañar a quien sea, haciéndole creer que lo peor que le puede suceder es morir, y, de esa manera, hacerle caer en otros pecados al intentar evitar la muerte. Por ello, también advierte del pecado de la desconfianza.
En este contexto, exhorta a que el grito de ayuda tiene que ser Cristo, puesto que Él es el único gozo del creyente (Jn 16:20-22). Además, anima a creer en Dios como quien le cree a un hombre confiable, porque, en definitiva, el Señor es mucho más leal que cualquier humano sobre la tierra. Él prometió que, a la salida de este mundo, al cristiano le espera la inmortalidad de la mano del Hijo de Dios, de modo que, con esa promesa, puede estar más que seguro.
Cipriano también alienta a la congregación a recordar con alegría a los que partieron a la presencia de Dios, pues eso fue lo que enseñó Jesús (Jn 16:28), y porque el morir es ganancia (Flp 1:21). Solo con estas promesas la alegría vencerá la tristeza. Debemos recordar que esos seres amados ya no están sujetos a los sufrimientos de este mundo, sino que “han acudido al llamado de Cristo; al gozo de su eterna salvación”. Pide que no nos lamentemos por los que se han ido, puesto que son como viajeros que se han marchado antes al mismo destino que todo creyente irá. En ese sentido, recuerda las palabras de Pablo que exhortan a no olvidar que no morimos, sino que dormimos porque tenemos una esperanza segura de resurrección. Si se confía en Jesús, se permanece en Él, y en Él se resucitará.
Otro punto que aborda es el de las bendiciones divinas en la vida del creyente. Al parecer desde esas tempranas épocas en la Iglesia, ya había personas que enseñaban que a los cristianos todo les resultaría bien por creer en Dios. En esta línea, anima a los hermanos a que no se desalienten si les acontecen los mismos males que sufren los no-creyentes. Cipriano explica que estos sufrimientos ocurren tanto a justos como injustos porque ambos viven en la misma realidad de la carne: “Mientras estemos en el mundo, estamos asociados a la raza humana bajo la misma carne, pero separados en espíritu”. Por lo tanto, enseña que no debe causar asombro que todos los que se encuentran en un mismo barco se mojen si este se hunde. Para ello, recuerda el ejemplo de Job: el justo que sufrió (Job 1:8).
Con todo, alienta a alejarse de la queja y la murmuración (Nm 17:10):
No debemos murmurar en la adversidad, amados hermanos, sino que debemos sobrellevar con paciencia y coraje lo que sea que pase, porque está escrito: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (cf. Sal 51:17).
De igual modo, recuerda que Pablo se benefició de las pruebas porque lo fortalecieron en su debilidad (2 Co 12:7-9), ya que el poder de Dios se perfecciona en las flaquezas:
No dejen que estas cosas [el sufrimiento] sean ofensas a ustedes, sino batallas: no les dejen que debiliten o rompan la fe cristiana, sino que sean usadas para su fortaleza en la lucha, porque todas las heridas recibidas por los problemas presentes se disiparán ante la seguridad de las bendiciones futuras.
Ahora bien, Cipriano también admite que se requiere una grandeza de espíritu para perseverar contra la muerte y la devastación; aunque, luego señala que es bienaventurado aquel que se mantiene firme en medio de la desolación, y no se limita a caer en el pánico que sumerge a todos los demás. Así, redirige la mirada a la alegría de los beneficios que traerá la perseverancia, porque Cristo ha prometido que el creyente recibirá recompensa junto con Él. En ese sentido, resalta una diferencia crucial, pues mientras el mundo ve la muerte como una realidad desfavorable, el cristiano la ve como un medio de salvación:
Mucha de nuestra gente ha muerto por esta mortandad, eso quiere decir que mucha de nuestra gente ha sido librada de este mundo. Esta mortandad es vista como una plaga por judíos y gentiles, y los enemigos de Cristo, pero es en realidad una partida de los siervos de Dios hacia la salvación.
Con todo, se atreve a dar otra exhortación fuerte: “No somos conscientes y nos portamos como malagradecidos, amados hermanos, porque teniendo tales beneficios de parte de Dios, no tomamos conciencia de lo que se nos ha conferido y está delante de nosotros”. Por consiguiente, aun cuando admite que esta peste ha sido terrible, reconoce que fue necesaria para entrenar a los cristianos en lo bueno y perderle el temor a la muerte, y así: “caminar mejor y en alegría hacia ella” porque, sin duda, llevará a la gloria.
Por otro lado, reflexiona sobre orar por la voluntad de Dios en nuestras vidas y se pregunta:
¿Por qué entonces oramos y pedimos que el Reino de los Cielos venga, si nos deleitamos en la cautividad en esta tierra? ¿Por qué con frecuencia repetimos en las oraciones, rogando y clamando, que el día de su venida se acerque, si nuestros más grandes y fuertes deseos están en obedecer al maligno aquí, en lugar de reinar juntamente con Cristo? (cf. Jn 17:24).
Finalmente, Cipriano enseña una última verdad. Hacia el término de su tratado comenta que los creyentes deben reflejar que verdaderamente han renunciado al mundo (1 Jn 2:15) y que viven aquí como invitados que pronto se irán (1 P 2:11). Junto a esto, deben tener presente que todo extranjero anhela regresar a su país y encontrarse con los suyos. ¡Deseemos tener la misma forma de pensar!
Cuando todas estas verdades se encuentran en la mente y el corazón, el temor se disipa hasta desaparecer. El cristiano sabe que su vida está resguardada en la mano de Dios. Sin temor a la muerte puede avanzar con valentía en esta vida, pues sabe a dónde va y en quién ha confiado:
Dios es nuestro amparo y fortaleza,
Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones.
Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida,
Y se traspasen los montes al corazón del mar
(Sal 46:1-2).
La muerte puede resultar aterradora, pero con lo mencionado no hay motivo para no creer. Es cierto que la duda puede aparecer, pero en ese momento uno debe descansar en Dios y pedirle que fortalezca nuestra fe. La vida junto a Él es mejor que cualquier experiencia que no se pudo gozar en esta tierra. Además, se puede confiar en que si alguien ya no está presente, el Señor proveerá, pues si cuida de las aves también lo hará por quienes queden detrás.
Si has llegado hasta esta parte, pero crees que estas promesas no aplican a tu vida, te has asombrado de cómo los cristianos pueden estar tan seguros al caminar hacia la muerte, y quieres abrazar esa misma seguridad, ve a los pies de Cristo en fe y arrepentimiento, y verás cómo Él también te dará esa paz que sobrepasa todo entendimiento.
Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo a morir por nosotros. Él lo dio todo. ¿Cómo no confiar en que también será fiel en nuestra muerte?
Sin duda, la actual pandemia confrontó a todos a la realidad de la muerte. Que no se desperdicie esta valiosa enseñanza que Dios ha dado y que tanto ha costado. Que estos años no hayan pasado en vano, sino que nos lleven a enfrentar el futuro con valentía, al saber que nuestras vidas están en las manos de nuestro buen y misericordioso Señor Jesús:
Cosas que ojo no vio, ni oído oyó,
Ni han entrado al corazón del hombre,
Son las cosas que Dios ha preparado para los que lo aman (1 Co 2:9).
Bibliografía: Sobre la mortalidad de Cipriano de Cartago; La peste de Cipriano, la extraña epidemia que causó la caída de Alejandría en ABC.
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