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En el otoño del 397, en la ciudad de Antioquía, un pelotón de soldados imperiales romanos entró a la casa del predicador más popular de la ciudad y lo capturaron. ¿Cuál fue la razón para arrestarlo? Más que un motivo, había un propósito: llevarlo por la fuerza hasta Constantinopla para obligarlo a convertirse en el predicador más importante de todo el Imperio.
A lo largo de su vida y ministerio, Juan Crisóstomo (347-407), el más grande predicador del siglo IV, atravesó por varios eventos inesperados. Aunque tuvo gran éxito gracias a sus sermones fieles a la Palabra de Dios y su fidelidad a los valores cristianos, se vio en aprietos por la sinceridad y confrontación de sus mensajes.

Sueño ascético
Juan Crisóstomo nació cerca del año 347, en la importante ciudad de Antioquía. Era hijo de Segundo, un militar romano de alto rango, y de Antusa, a quien se le recuerda como una cristiana piadosa y con gran fortaleza. Juan fue el único hijo de la pareja, ya que el padre falleció cuando él era un recién nacido.
Al quedar viuda a sus 20 años, en lugar de volverse a casar, Antusa se dedicó a criar a su hijo con un fuerte celo por el cristianismo. Cuando se dio cuenta de los dotes especiales que él tenía, se propuso darle la mejor educación posible. Juan se empezó a formar en derecho junto al reconocido retórico pagano Libanio, quien había sido profesor tanto en Atenas como en Constantinopla y gozaba de gran popularidad en todo el Imperio romano. Sin embargo, el oficio secular no era precisamente un sueño para Juan; su verdadero deseo era estudiar teología y convertirse en un monje ermitaño ascético en el desierto. No obstante, la educación que le impartió Libanio le marcó por el resto de su vida.
Su sueño de convertirse en monje se vio frustrado a petición de su madre Antusa, quien le rogó que no la abandonara. Así que, tratando de no dejarla sola, el adolescente Juan convirtió su propia casa en un monasterio. Pero cuando su madre murió, se fue a cumplir su sueño y entró en la reclusión monástica. No obstante, los rigores propios del aislamiento afectaron fuertemente su salud y, seis años después, se vio obligado a regresar a la vida pública en su natal Antioquía.

En el 381, fue ordenado diácono de la iglesia de la ciudad, y en el 386, sacerdote. Juan pasó los siguientes doce años escribiendo, pero sobre todo predicando. Así, terminó convirtiéndose en uno de los predicadores más admirados de la ciudad.

Valiente predicador
Su fama alcanzó grandes proporciones en el 388, en medio de una crisis social conocida como el “Asunto de las estatuas”. En la primavera de ese año, una revuelta popular se encendió luego de que se anunciara un aumento en los impuestos. Como consecuencia del levantamiento popular, las estatuas del emperador y de su familia fueron profanadas y, en algunos casos, destruidas. Las autoridades de la ciudad respondieron con una dura represión, incluso llegando a matar a algunos ciudadanos. Entonces Flaviano, arzobispo de la ciudad, viajó apresuradamente a Constantinopla, capital del Imperio, para pedir clemencia al emperador.
En medio de la crisis, la gran habilidad de Juan para la predicación y su valentía fueron puestas a prueba. Los ciudadanos estaban aterrados por las consecuencias de sus actos. Juan predicó alentando y a la vez exhortando a la aterrorizada ciudad:
Mejoraos ahora de verdad, no como cuando durante uno de los numerosos terremotos o en el hambre o la sequía o en visitas similares dejáis de pecar durante tres o cuatro días y luego volvéis a empezar la vida anterior.
Unas semanas después, Flaviano regresó con la buena noticia de que el emperador había perdonado a los ciudadanos. Eso hizo que la popularidad de Juan se disparara y que constantemente fuera invitado a predicar.
Pero él no era cualquier predicador, ya que no temía hablar sobre temas que aparentemente eran muy sensibles. Por ejemplo, en sus sermones denunciaba el aborto, la prostitución, la gula, el teatro y la vulgaridad. Sobre la muy extendida afición de los ciudadanos a las carreras de caballos, decía:
Mis sermones son aplaudidos solo por la costumbre, luego todo el mundo sale corriendo de nuevo a las carreras de caballos y aplauden mucho más a los jinetes, mostrando en verdad una pasión irrefrenable por ellos. Allí juntan sus cabezas con gran atención, y dicen con rivalidad mutua: ‘Este caballo no corrió bien, este tropezó’, y uno alienta a este jockey y otro a aquel. Nadie piensa ya en mis sermones, ni en los santos y asombrosos misterios que aquí se cumplen.
La pasión de Juan reflejada en sus sermones podría hacer pensar que era un hombre alto y de gran tamaño físico. Sin embargo, era bajo, delgado, de apariencia débil, con ojos profundamente marcados y mejillas hundidas. Pero su frágil apariencia física no le impedía atraer a cientos y hasta miles con sus sermones, que podían llegar a durar hasta dos horas. No obstante, a pesar de su éxito, no dejaba de desanimarse: “Mi trabajo es como el de un hombre que intenta limpiar un terreno en el que fluye constantemente un arroyo fangoso”, decía.
También existía un rasgo muy peculiar en la predicación de Juan, y eran sus constantes exhortaciones respecto al bienestar espiritual y temporal de los necesitados y oprimidos, y al contraste con el lujo y los excesos de quienes abusaban de la riqueza. Alguna vez exhortó a sus oyentes así:
Es una tontería y una locura pública llenar los armarios de ropa y permitir que los hombres que han sido creados a imagen y semejanza de Dios estén desnudos y temblando de frío, de modo que apenas puedan mantenerse erguidos.
En otra ocasión, al abordar el mismo tema, afirmó: “¿Hacéis tanta honra a vuestros excrementos como para recibirlos en un orinal de plata cuando otro hombre hecho a imagen de Dios perece de frío?”.
Enemigos en Constantinopla
Aunque Juan estaba realmente cómodo en Antioquía, en el año 398, un suceso cambió para siempre el rumbo de su ministerio. Un funcionario del gobierno de Constantinopla quería que la iglesia de la capital del imperio tuviera al mejor predicador de ese entonces, y parece que Juan era el candidato. Sin embargo, nunca le pidieron su consentimiento. Por el contrario, Juan fue apresado y llevado a la capital, donde fue consagrado a la fuerza como arzobispo de Constantinopla.
Aunque resulte paradójico, Juan no se rebeló sino que vio esto como un acto providencial de Dios. Continuó predicando en Constantinopla de la misma manera en que lo hizo en Antioquía, lo que resultó en más popularidad y en un creciente número de seguidores del pueblo. Su predicación también incluyó la denuncia sobre el mal uso de las riquezas y del poder, lo que enfureció a Eudoxia, la esposa del emperador romano de Oriente, Arcadio, además de a algunos clérigos destacados.

Sumado a esto, el mismo estilo de vida de Juan generaba mucha controversia: llevaba una vida frugal, utilizaba su considerable presupuesto doméstico para atender a los pobres y apoyar la construcción de hospitales. Estas actitudes ponían en entredicho a los demás miembros del clero y a la realeza. Es probable que a Juan le hubiera hecho falta algo de tacto o de habilidad política; no obstante, no podía acallar su llamado.
Así, se estableció una alianza para conspirar contra Juan. En el año 403, Teófilo, arzobispo de Alejandría, convocó un sínodo de obispos sirios y egipcios en El Roble, al otro lado del Bósforo. Este grupo acusó a Juan de un gran número de cargos, muchos de los cuales eran superficiales y humillantes. Juan se negó a comparecer ante el sínodo, que lo condenó y lo destituyó de su sede.
El emperador Arcadio lo desterró de la ciudad, pero su esposa era supersticiosa. Algún accidente –tal vez un terremoto– ocurrió en el palacio poco después del sínodo, y la emperatriz se asustó. Inmediatamente consiguió que el emperador anulara las decisiones que se habían tomado y Juan fue traído de vuelta por alrededor de un año.
A pesar de esto, el predicador no se desanimó y continuó predicando como antes, especialmente cuando se colocó la estatua de Eudoxia junto a la catedral, por lo cual la condenó públicamente. Luego, la emperatriz devolvió el golpe. Los soldados imperiales interrumpieron un servicio de Pascua y algunos partidarios del predicador fueron asesinados. Juan fue enviado al exilio, a un lugar lúgubre cerca de Armenia, llamado Cucus.
Boca de oro
Durante sus exilios, Juan siguió manteniendo una correspondencia con sus partidarios y continuó defendiendo sus convicciones. No obstante, las duras condiciones climáticas de su último destierro empezaron a afectar su salud. Debía ser trasladado a un lugar aún más remoto, pero no sobrevivió al agotador viaje. En la orilla oriental del Mar Negro, en los límites del imperio, su cuerpo cedió y murió el 14 de septiembre del año 407.
Sus restos fueron devueltos a Constantinopla 34 años después, tras la muerte de los principales enemigos de Juan. El emperador Teodosio II, hijo de Arcadio y Eudoxia, pidió perdón públicamente por el error de sus padres. Hoy, se conservan alrededor de 600 de sus sermones y 200 de sus cartas.

Juan fue un magnífico orador. Rara vez utilizaba la alegoría en sus sermones, más bien hablaba con claridad y combinaba la agudeza en el significado de las Escrituras con un genio para la aplicación personal, que realizaba usando juegos de palabras y frases memorables. Era un gran conocedor del griego, lo que le permitía navegar profundamente en el sentido y el contexto de los textos que predicaba. Además, hablaba con elocuencia y originalidad, como cualquier escritor clásico.
La predicación elocuente y apasionada de Juan le valió, tiempo después de su muerte, el apodo de “boca de oro”, que en griego es “Crisóstomo”. Probablemente, Juan Crisóstomo pudo haber vivido mucho más tiempo, y quizá haber desarrollado mucho más su ministerio. Pero, paradójicamente, a pesar de que se le consideró la mejor de la Iglesia primitiva, fue su predicación la que le hizo ganar enemigos y le llevó a una muerte prematura.
Por eso, vale la pena recordar una de sus doxologías, que resume gran parte de su pensamiento acerca de la vida cristiana:
Por consiguiente, sabiendo estas cosas, huyamos de los malvados banquetes de lujo, y consagrémonos a una mesa sencilla: para que, teniendo buenos hábitos tanto de alma como de cuerpo, podamos practicar toda virtud, y consigamos los bienes futuros, por la gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, para quien sea, conjuntamente con el Padre y el Espíritu Santo, gloria, poder, honor, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
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