Durante casi una década estudiando y tratando de pensar en las implicaciones de seguir a Cristo en nuestra era digital, ha sido fácil notar la tendencia creciente en la iglesia latinoamericana de abrazar el potencial de la tecnología para ayudarse en el evangelismo y el discipulado.
Este proceso ha sido más lento que en otras partes del mundo, como en los Estados Unidos o Europa, donde son más normales las «iglesias virtuales». Esto tal vez se deba al escepticismo con que las redes sociales fueron vistas en un principio por ciertos sectores evangélicos de corte tradicional en el mundo hispano. También porque, en nuestros países, hasta hace algunos años, y por lo general, la calidad de conexión a internet no era suficiente para tener servicios y reuniones virtuales/en línea.
Pero el avance de esto se incrementó por mil desde el inicio de la pandemia de COVID-19.
Incluso ahora, cuando muchos cristianos llevamos varios meses de vuelta en las reuniones presenciales de nuestra iglesia local, la virtualidad es vista como una opción más práctica y fácil para muchos creyentes. Lo que fue un plan de emergencia durante los primeros meses de la pandemia, hoy es una opción totalmente normal para muchas iglesias. Puedes escoger congregarte en persona o, en cambio, «disfrutar» la alabanza y enseñanza de tu iglesia desde la comodidad del hogar; una alternativa que antes era menos popular y conocida en nuestros países.
Me pregunto si, en medio de la rapidez con que nos movimos a los espacios virtuales, estuvimos conscientes de lo que esto podía significar para nuestro entendimiento de pertenecer a una iglesia local y para nuestra visión del evangelismo.
No puedo pensar en un punto de partida más ignorado, y a la vez más relevante para esta conversación, que la enseñanza bíblica sobre la encarnación de Jesús.
Amor encarnado
En la noche antes de su crucifixión, Jesús dice a sus discípulos sus últimas palabras previas a su muerte, sabiendo que ellos las recordarán de manera especial.
Es entonces cuando les declara: «Un mandamiento nuevo les doy: “que se amen los unos a los otros”; que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros» (Jn 13:34, NBLA). Este es uno de los mandamientos más revolucionarios que podemos imaginar: no solo por lo que Jesús luego hizo por nosotros (morir en una cruz), sino también por lo que Juan nos dice al comienzo de su Evangelio.
El relato de Juan nos presenta desde el primer momento hasta qué punto descendió Jesús por amor a los suyos: «El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1:14a, NBLA). Por lo tanto, el amor de Jesús se muestra en que Él se hizo presente en la historia humana de manera tangible: tomando nuestra naturaleza y viniendo adonde nosotros estábamos; no de manera «virtual».
Para decirlo de otra manera: Jesús no nos invitó a su transmisión en un «Youtube celestial», ni se limitó a llamarnos por medio de un «WhatsApp espiritual», manteniéndose lejos de nuestra experiencia humana. Más bien, él entró a nuestro mundo para buscar lo que se había perdido (Mt 18:11). Vino hasta nosotros y conoció íntimamente nuestra condición en esta tierra, experimentando una vida aquí. Y descendió hasta nuestra condición humana de dolor y dificultad en un mundo manchado por el pecado. El Hijo de Dios se encarnó porque esta era la única forma en que él podía mostrar la magnitud de su amor por nosotros y así llevar a cabo nuestra salvación, en obediencia al Padre y para la gloria de Dios.
Esta verdad está relacionada con la forma en que la Iglesia respondió en el pasado a una de las distorsiones más serias de la enseñanza bíblica sobre Jesús: el «docetismo». Esta herejía, que surgió en los primeros siglos del cristianismo, enseñaba que la humanidad de Jesús no era verdadera, sino aparente; es decir, que era una simple ilusión. Una de las razones por las que la Iglesia combatió esta herejía es porque disminuye ante nuestros ojos la realidad del amor de Dios mostrado en su evangelio.
Si el Hijo de Dios no se hizo hombre por nosotros, sino que solo simuló serlo, ¿cómo podemos saber que nuestra redención, en la que él tomó nuestro lugar en su vida, muerte y resurrección, no es un simulacro? ¿Cómo podemos saber que su amor no es una mera ilusión?
El valor del amor presencial
Si queremos ser intencionales en el crecimiento de nuestro amor para con el prójimo, y de nuestros frutos como miembros de iglesias locales, la forma en que Jesús nos amó (encarnándose), debe llevarnos a reflexionar lo siguiente: ¿de qué formas estamos involucrándonos, de manera cercana, en las vidas de otros para servirlos y buscar así el crecimiento espiritual en comunidad?
De manera específica, y en nuestro contexto de una mayor virtualidad en la vida de la Iglesia y en su misión, podemos cuestionarnos lo siguiente: si priorizamos lo virtual sobre lo presencial en nuestra relación con el prójimo, ¿cómo nuestro prójimo sabrá que nuestro amor por él no es un simulacro? Aun más, si dependemos de las conexiones virtuales para recibir las enseñanzas de nuestras iglesias y para relacionarnos con otros miembros, ¿cómo podemos estar seguros de que nuestro lugar en una comunidad de fe no es una mera ilusión?
Como mencioné, esto también tiene implicaciones para el evangelismo. Una cosa es invitar a los perdidos a unirse a nuestra transmisión en vivo y consumir el contenido digital que producimos; otra muy diferente es ir a las esferas y sectores de la sociedad donde ellos están para conocerlos más de cerca, mirarlos cara a cara y cultivar una amistad con ellos que Dios pueda usar para que finalmente conozcan a Jesús. Esto implica estar dispuestos a ir a los lugares más duros, siguiendo el ejemplo de Jesús.
Sí, es cierto que gracias a la tecnología podemos mostrar amor a otras personas y relacionarnos con ellas, sin necesariamente ir adonde ellas están para verlas y servirlas cara a cara. Esto es algo que apreciamos de forma particular durante la pandemia. Nos alegra recibir una llamada o mensaje sincero de alguien que nos aprecia y quiere saber cómo estamos. Pero así como es verdad que un mensaje alentador con «emojis» no es un abrazo, así también es cierto que lo virtual no puede reemplazar del todo lo presencial en nuestra relación con la Iglesia y los perdidos.
Obviamente, hay varios sentidos en los que no podemos amar como Jesús. Por ejemplo, no podemos vivir una vida perfecta en lugar de los demás y morir por sus pecados. Pero el valor de mostrar nuestro amor de manera presencial, cuando es posible expresarlo de esa manera, es que esto ayuda a despejar las dudas de los simulacros. ¿No refleja mejor esto el amor de Cristo?
Amando como Jesús
En este punto, tal vez pensemos en la ausencia de Jesús. Él no está físicamente con nosotros ahora. ¿Significa eso que dejó de amarnos? ¡En absoluto! Pues uno de los propósitos de la encarnación es poder decirnos: «No los dejaré huérfanos; vendré a ustedes» (Jn 14:18, NBLA). Jesús vino a cumplir su misión para redimirnos de tal manera que su Espíritu pueda morar para siempre en los creyentes (Jn 7:39; Ro 8:9-10). Aunque hoy no esté físicamente con nosotros, Jesús vino para que nunca estemos solos.
De igual manera, en tiempos de «virtualidad» como los nuestros, al procurar reunirnos con nuestros hermanos en la fe, podemos recordarles, y recordarnos, que en verdad no estamos solos. Lo mismo podemos decir sobre nuestra relación con los perdidos. De hecho, nuestro mayor deseo en el evangelismo es que estos conozcan a Jesús para que nunca estén solos; para que conozcan a Dios y vivan para siempre en él, y en comunión con la Iglesia, por la eternidad. Esto forma parte de amar como Jesús.
Volviendo al «mandamiento nuevo» que Jesús dio a sus discípulos antes de su muerte, luego de pronunciarlo añadió: «En esto conocerán todos que son Mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros» (Jn 13:35, NBLA). En nuestra conversación actual, esto puede ayudarnos a ver cómo valorar la presencialidad por encima de la virtualidad en nuestra relación con el prójimo, la Iglesia y las personas por evangelizar; y puede ser muy radical y atrayente en nuestra era de comodidad tecnológica.
Pensemos en lo fácil que puede ser «amar» a las personas en la distancia y de manera virtual. Por ejemplo, cuando alguien está en sufrimiento, es bastante sencillo enviarle unas palabras de ánimo. Lo incómodo y retador es acompañarlo presencialmente en medio de su dolor. En una época de virtualidad como la nuestra, y con tanto sufrimiento en nuestro mundo —desastres naturales, enfermedades, soledad, etc.—, esta forma de mostrar amor es cada vez más contracultural. Puede hacer que otros se pregunten qué es lo que nos mueve a amar así, lo cual abrirá puertas para más evangelismo.
A fin de cuentas, si el Hijo de Dios se encarnó y vino presencialmente a este mundo por amor a nosotros (cuando éramos sus enemigos), ¿quiénes somos nosotros para no servir presencialmente a nuestro prójimo?
Nota del editor: Para leer más sobre la vida cristiana en nuestra era digital, puedes consultar el libro Espiritual y conectado (B&H Español) del autor Josué Barrios.