Nota del editor: Este es un fragmento adaptado de Redime tus redes en un mundo “insta” (Poiema Publicaciones, 2023), editado por Sarah Eekhoff Zylstra.
En otoño del 2003, Mark Zuckerberg estaba enojado por una chica.
Queriendo distraerse, el estudiante de segundo año de Harvard comenzó a juguetear en internet y pronto hackeó los sitios web de la universidad para reunir las fotos de identificación de los estudiantes. Estando un “poco ebrio”, el genio del código las acomodó en parejas en un sitio web llamado Facemash y les pidió a las personas que votaran por el que fuera más atractivo.
“¿Nos dejaron entrar por nuestra apariencia? No. ¿Seremos juzgados por ella? Sí”, escribió.
Unas horas después, 450 personas habían votado al menos 22.000 veces. Los funcionarios de la universidad lo descubrieron, cerraron el sitio y le advirtieron a Zuckerberg que no violara la seguridad y la privacidad individual.
Pero Zuckerberg, estudiante de psicología, no podía parar de reunir y organizar información útil. En la secundaria había creado un programa que daba recomendaciones musicales con base en lo que el usuario escuchaba. Un poco antes ese mismo año lanzó CourseMatch, el cual te informaba quién se había registrado en cada clase en Harvard para que pudieras tomar tus decisiones de acuerdo a ello.
Cuatro meses después de Facemash, Zuckerberg lanzó TheFacebook, donde los estudiantes de Harvard podían subir sus propias fotos y algunos datos personales como su carrera, los clubes en los que estaban inscritos, sus frases favoritas y un enlace a las páginas de sus amigos.
Un día después, TheFacebook tenía entre 1.200 y 1.500 miembros.
“En una semana parecía que toda la escuela se había registrado”, dijo un alumno de último año. Tres semanas después, Zuckerberg abrió TheFacebook para estudiantes de otras universidades; en septiembre, ya tenía 250.000 usuarios. (Y no regresó a clases).
Luego de algunos años parecía que todo el mundo se había registrado. Mi primera publicación en Facebook —el 1 de junio de 2007— fueron cuatro fotos de mi hijo. Él tenía un año, mejillas grandes y rizos rojos. Puse una foto de él ayudando en la cocina, dos en el parque Millennium en el centro de Chicago y una en la que estaba mordiendo un cepillo de dientes. “Bueno, bueno, por fin cediste y abriste tu página, ¿ah?” publicó mi amiga en mi muro. “Te va a encantar. Una advertencia: es muy adictivo”.
Ella tenía razón en ambos sentidos. Sí era adictivo. Y yo sí llegué tarde, aunque era difícil llegar temprano porque se mueve rápido. Facebook mismo llegó tarde, después de SixDegrees, Friendster, LinkedIn y MySpace. Muy de cerca llegaron YouTube, Twitter, Tumblr, Instagram, Snapchat y Vine. Durante los últimos 25 años, la fiesta de las redes sociales ha sido una maroma de idas y venidas.
Para el 2021, el 78% de las mujeres estadounidenses estaba usando al menos un sitio de redes sociales. Casi todas están en Facebook, el cual tenía 2.850 millones de usuarios activos mensualmente en el 2021. (Para comparar, hay un poco menos de 8 mil millones de personas en el planeta).
Eso no es nada porque mientras docenas de sitios habían intentado ofrecer contactos por redes, Facebook los había sobrepasado a todos. Y, para entender cómo interactuamos en línea —y cómo deberíamos hacerlo— primero necesitamos entender la reunión social en evolución a la que estamos asistiendo.
Fase uno: los diarios en línea (1997-2005)
Al comienzo —en este caso, a finales de la década de 1990 y comienzos de la del 2000— los blogs en línea y las cuentas de redes sociales no se diferenciaban mucho a la escritura de cartas usando lápiz y papel. Si tuviste una cuenta de SixDegrees (lanzado en 1997) o Friendster (lanzado en el 2002), podías crear un perfil, agregar amigos e intercambiar mensajes. Era como una mezcla entre un correo electrónico y una libreta de contactos robusta.
Si estuviste en LiveJournal o Blogger (ambas lanzadas en 1999), podías escribir en un diario en línea. Podías agregar una o dos fotos, pero la internet no era lo suficientemente fuerte para permitir muchas imágenes, vídeos, stickers o filtros. Así que, principalmente, publicabas palabras.
Así como los receptores de cartas, las personas que leían tus palabras eran pocas y probablemente aquellas que te conocían bien en la vida real (yo leía ocasionalmente el blog de mi prima y el de mi amiga, ambos eran sobre noticias de fiestas de cumpleaños o recitales de piano). La internet todavía era relativamente nueva —apenas la mitad de los adultos estadounidenses tenían acceso en el año 2000 y en gran parte se relacionaba con trabajo o estudio. La gente tuvo correo electrónico antes de tener MySpace —en el 2005, apenas 5% de estadounidenses estaba usando las redes sociales.
Entonces, los que entraron primero no podían anunciar sus cambios de trabajo o embarazos por ese medio. Las redes sociales solo eran para divertirse y la mayoría no las visitaba todos los días (yo solía ponerme al día en mis dos blogs una vez al mes aproximadamente). La onda de las publicaciones y los blogs era personal. A las personas les escribían a su familia y amigos o escribían solo para ellos mismos, anónimamente, para nadie y para todos.
Eso hacía que también se sintiera auténtico. Los blogueros no ganaban dinero, así que escribían sobre lo que les interesaba o lo que sabían, como política o deportes o eventos de la actualidad. Y muchos de ellos —principalmente mujeres— escribían sobre la vida diaria. Compartían cosas que no leerías en las llamativas revistas de mujeres (o que no querías preguntarle a tu mamá), sobre pañales explosivos, sesiones dolorosas de amamantar o lo solitario que era quedarse en casa con los bebés.
Para muchas mujeres, compartir sus experiencias —o leer las de alguien más— era terapéutico y una forma de amistad. Tres de cinco mujeres ahora trabajaban y, en comparación con las generaciones anteriores, había menos probabilidad de que alguna de las cinco pertenecieran a una iglesia, grupo comunitario u organización de voluntariado. Mientras que nuestras abuelas compartían café y recetas con sus vecinas, nuestras madres se abrían camino en familias de doble carrera, transportándose desde los suburbios y comprando televisores, sucesos que Robert Putnam, quien escribió Bowling Alone [Solo en la bolera] en el 2000, identifica como las razones principales del declive de la comunidad en los Estados Unidos.
Allí estaba yo exactamente por el año 2006. Era una nueva mamá en una nueva comunidad con un trabajo de medio tiempo y un esposo que trabajaba a tiempo completo, preguntándome cómo llenar las largas horas, cómo lograr que un bebé permaneciera dormido y cómo preparar la cena. Estar en casa me hacía sentir más aislada de lo que pensaba antes y las redes sociales eran un lugar maravilloso donde sentía que podía compartir un minuto con mis amigas entre las tareas del día.
Fase dos: el medio le da forma al mensaje (alrededor del 2006)
Antes de unirme a Facebook, si una usuaria quería ver en qué estaba su amiga, visitaba su página o blog. Si no tenía nada nuevo publicado, la usuaria pensaba en otra persona sobre la que querría saber y se dirigía a su página. Si se cansaba de buscar contenido nuevo, salía del sitio web y hacía otra cosa. O, podía suscribirse a boletines informativos de blogs, los cuales llegaban regularmente a su bandeja de entrada del correo electrónico —como sucedería con un periódico o revista.
Y entonces —con el patrón de las noticias por cable las 24 horas— Facebook se inventó el feed. El equipo decidió reunir la información nueva de los amigos de un usuario (una nueva foto, un cambio de situación sentimental, quién estuvo en una fiesta) y priorizarla en una lista que se actualiza constantemente. Trabajaron en esto por más de un año, lo lanzaron a medianoche un día de septiembre del 2006 y destaparon la champaña para celebrar. Su trabajo había facilitado bastante las cosas para los usuarios y les ahorraría tiempo. Y entonces, se fueron a dormir.
“Al despertar, nos encontramos con cientos de miles de personas enojadas”, escribió el desarrollador de Facebook Ruchi Sanghvi. “En medio de la noche, se habían formado grupos en Facebook como ‘Odio el feed’ y ‘Ruchi es el diablo’. Los reporteros de noticias acamparon al frente de las oficinas. Tuvimos que pasar a escondidas por la puerta trasera para salir de la oficina”.
Algunos querían formar un boicoteo argumentando que “antes del feed, ya era suficientemente fácil revisar la información de alguien de tu escuela y todos los amigos de tu lista; pero con la llegada del feed, ahora es casi imposible que no te ‘vigilen’ o ‘vigilar’ a otros. Ahora, sin siquiera intentarlo, una persona conoce la nueva situación sentimental de las personas en su lista de amigos, las nuevas ‘amistades’ que agregan los usuarios y las fotos etiquetadas por un usuario o los amigos del mismo”.
Se sentía asqueroso, como una violación de la privacidad de alguien más y de uno mismo. En menos de dos días, un millón de usuarios —10% de la población de Facebook— se había unido a un grupo que se oponía al feed. Hubo tantas personas protestando en las oficinas de Facebook que el personal tuvo que contratar un guardia de seguridad.
Pero, aunque Zuckerberg se disculpó públicamente por lanzar el feed sin ninguna explicación, no lo eliminó. Y la razón es que podía ver que las mismas personas que estaban protestando, estaban usando Facebook con el doble de frecuencia que antes. Aun si el feed los hacía sentir como voyeristas, la gente no podía dejar de verlo.
Unas semanas después, cuando Facebook abrió las puertas a todo el que quisiera unirse, la gente se registró a un ritmo de 50.000 nuevos usuarios por día.
(Nota: en el 2009, el personal de Facebook notó que muchos de los comentarios eran cosas como “¡Excelente!” “¡Qué bueno escucharlo!” o “¡Genial!” Para despejar la sección de los comentarios y dar espacio a más interacciones sustanciales, agregaron el botón de “me gusta”. Sin embargo, así como el feed, el botón de “me gusta” resultó ser adictivo. Como un apostador en las máquinas tragamonedas, tu cerebro no está seguro de cuándo, o cuántos, “me gusta” recibirás por una publicación. Y cada vez que ves uno, recibes un golpe de dopamina de placer en tu cerebro. Así que no dejas de regresar.)
El feed marcó un antes y un después y se encuentra en las plataformas de las redes sociales desde entonces (en Twitter en el 2006, Instagram y Pinterest en el 2010, Snapchat en el 2011 y TikTok en el 2016). Esto cambió la experiencia en las redes sociales de dos formas importantes.
Primero, movió el ímpetu, que solía estar en que el usuario se entretuviera, a la plataforma de redes sociales. Es como cuando tu mamá mueve el tazón de papas fritas del mesón al sofá mientras están viendo Netflix —la cantidad de esfuerzo que necesitas para seguir consumiendo ha pasado a nada—. Incluso si me digo a mí misma que solo voy a revisar el perfil de un par de amigas, siempre termino navegando por el feed.
Y segundo, cambió la naturaleza de las novedades. Antes solo publicabas para los pocos amigos cercanos que se molestaban en buscarte. Ahora estabas publicando para todos los que alguna vez agregaste como amigos. Tenías que ser más cuidadosa con lo que decías, con esa foto que elegías, con cómo te mostrabas a ti misma. Y si eras buena en esto, podías comenzar a reunir atención, alcanzar personas fuera de tus círculos más cerrados. Podías comenzar a aumentar tu audiencia: formar una plataforma.
Mientras tanto, de vuelta en el blogernáculo
Las primeras plataformas en línea para mujeres fueron los blogs. Yo soy escritora, así que podrías pensar que los blogs hacen parte de lo que me gusta. Pero en realidad, nunca tuve uno, no porque tuviera una objeción seria, sino porque no se me ocurría qué decir.
Tal vez fui la única que tuvo ese problema. Entre el 2003 y el 2006, el número de blogs se duplicó de 30 millones a 60 millones. Los negocios, el periodismo, las escuelas y los equipos de relaciones públicas comenzaron a tomárselos en serio. En el 2005, se le dio un pase de prensa a un bloguero en la Casa Blanca por primera vez.
Ahora, el género de los blogs de mamás era lo suficientemente grande como para dividirse en subgéneros: las mamás cocineras, las mamás expertas en manualidades, las mamás de los proyectos ‘hazlo tú misma’, las mamás a la moda, las mamás que beben vino, las mamás cristianas. (Ann Voskamp comenzó su blog en el 2004; Ree Drummond comenzó Pioneer Woman en el 2006). Y las mamás mormonas.
Escribir blogs en línea era algo natural para muchas jóvenes santas de los últimos días (SUD). Los mormones valoran los diarios, la familia, la vida saludable (sin alcohol ni café) y la economía de los proyectos ‘hazlo tú misma’ —todo lo que se ve bien en los blogs o redes sociales— En el 2007, un anciano de los SUD alentó a las personas a escribir blogs en un discurso de graduación en la Universidad Brigham Young University-Hawaii. “Si tienen acceso a la internet, pueden abrir un blog en pocos minutos y comenzar a compartir lo que saben que es verdad”, les dijo a los graduados.
Para el 2010, había 2.000 blogs de mamás mormonas y un blog falso llamado En serio, ¡muy bendecida! (también creado por un santo de los últimos días). Su audiencia era enorme y no todos eran mormones.
“Sus vidas no se parecían en nada a la mía —yo soy la mujer común y corriente al final de sus veinte, sin hijos, con muchos estudios, atea y feminista —pero estoy totalmente obsesionada con sus blogs”, escribió Emily Matchar en Salon en el 2011. “En un día común, puedo ojear media docena de blogs mormones, mirando fotos instantáneas de perros con impermeables o niños con corbatines, leyendo listas de gratitud y admirando proyectos de costura”.
Para los que no son mormones como Matchar, los blogs de mamás SUD eran una ventana a un mundo que parecía relajado y tranquilo, lleno de alegrías anticuadas como amar al esposo, quedarse en casa tiempo completo con los hijos y decorar galletas con la mamá y hermanas. Parecía una versión del cielo.
A veces me pregunto si esta fue una oportunidad que perdimos los cristianos. Si estuviéramos mejor organizados, ¿no podríamos haber lanzado un ejército de blogueros para dar testimonio de la verdad de Dios obrando en nuestra vida? Tal vez sí. Tal vez todavía podemos hacerlo. Sin embargo, tendríamos que evitar los errores de algunas mamás blogueras mormonas, por ejemplo, no mencionar mucho el mormonismo y mostrar una vida que sea demasiado buena para ser cierta.
La popularidad de aquellas vidas “brillantes y felices” era el extremo contrario de los primeros blogs que hablaban de la vida dura y real. Se sentía como si hubiéramos regresado a un estante de revistas de moda que les vende a los lectores la ropa perfecta, las pañaleras perfectas y la decoración perfecta para la casa. Pero ¿por qué el cambio? Si a los lectores les atraía la honestidad cruda de aquellos primeros días, ¿por qué se debía cambiar algo? Mi querido Watson, se trata de la economía.
Fase tres: fotos y dinero (alrededor del 2010)
Fue el momento preciso. Cuatro meses después del lanzamiento del iPhone 4 —el primero con cámara frontal— dos graduados de Stanford de veintialgo de años lanzaron una aplicación para compartir fotos llamada Instagram, la cual tuvo éxito de inmediato. Obtuvo un millón de usuarios en unos meses y se vendió a Facebook por mil millones de dólares en dos años.
Tener la oportunidad de compartir fotos fácilmente —y editarlas y agregarles filtros— fue algo determinante. Fue como pasar de blanco y negro a color, o del radio a la televisión. Parecía que toda mi familia se había vuelto más bonita de un día para otro y los momentos que antes eran normales —como caminar por un charco, montar bicicleta, leer libros juntos— se convirtieron de repente en oportunidades para fotos. Y no lo digo de una forma despectiva; en realidad me encantaba ver y capturar la belleza de nuestra cotidianidad. Pero ya conoces los peligros aquí —la mamá que pasa más tiempo en el teléfono que con sus hijos—, o las maromas que hacemos para que las cosas parezcan más divertidas de lo que son.
Otro efecto fue que ya no necesitabas ser una escritora talentosa para ganar popularidad. Solo necesitabas tomar buenas fotos. Y los negocios, que ya acechaban los alrededores de las redes sociales y los blogs, tuvieron una forma de llegarles de frente a los millones de usuarios de las redes sociales.
Esta es la cuestión: el cerebro humano procesa las imágenes mucho más rápido que el texto —puedes identificar los arcos de McDonald’s o la sonrisa de Amazon en una décima de segundo. Las fotos también funcionan para mover nuestras emociones (preferirías abrazar a un bebé que te mostré que a uno del que te hablé) y se quedan en nuestros recuerdos por más tiempo que las palabras. Cuando las agregas a una publicación o un blog, las personas las comparten un 40% de veces más que las publicaciones sin imágenes.
Alrededor de esta época, los blogs y las redes sociales se convirtieron en un festín frenético para los publicistas. Y no los puedes culpar; si querías vender camisetas de Taylor Swift antes, comprabas un anuncio físico (tal vez en la revista Rolling Stone o Entertainment Weekly) o un comercial de televisión y esperabas lo mejor. Ahora podías pedirle a Facebook que le mostrara tu aviso publicitario a mujeres entre 18 y 24 años que vivieron en Chicago y sus alrededores durante las cuatro semanas anteriores a un concierto de Taylor Swift.
O podías pagarle a un influenciador de Instagram —tal vez alguien de 25 años que tenga 100 mil seguidores y que le guste la música y viva en Chicago —que use la camiseta, diga algo sobre lo cómoda que es y que ponga un enlace a tu tienda.
Las mujeres que eran populares en las redes sociales ahora tenían la oportunidad de ganar un poco de dinero extra, terminar de pagar su carro o —si eran realmente famosas— sostener a su familia. Algunas aprovecharon el éxito en internet para firmar contratos con editoriales (Glennon Doyle publicó Carry On Warrior en el 2013), acuerdos para televisión (Jen Hatmaker fue la presentadora de Your Big Family Renovation en el 2015) y acuerdos con marcas (Target comenzó a vender la línea Magnolia de Joanna Gaines en el 2017). Para el 2016, las compañías estaban gastando 255 millones de dólares al mes en publicidad con influenciadores.
Para aquellas mujeres, las redes sociales se convirtieron en un negocio. Para ser exitosas, necesitaban atraer más y más seguidores, quienes debían dar clic para comprar lo que su marca estaba vendiendo. Por tanto, sus publicaciones se volvieron más consideradas y sus fotos más hermosas. Los mensajes ya no se dirigían a sus amigos sino a una audiencia. Eso significaba que era más probable que las mujeres que no eran influenciadoras fueran parte de una audiencia y que siguieran personas que nunca habían conocido en la vida real.
“Ya no solo veías lo que tu hermano hizo el fin de semana”, me dijo Laura Wifler, la cofundadora del ministerio Risen Motherhood. “Ahora sigues personas que no conoces. ¿Por qué lo hacemos? Hay un elemento de curiosidad aquí —ver cómo vive la otra mitad o lo que hacen las otras mamás”—. Y hay una gracia común en ello: he aprendido a doblar correctamente las sábanas ajustables, a memorizar más eficazmente versículos bíblicos y crear un vestuario básico. Pero como todo lo demás, las redes sociales se basan en sistemas imperfectos y están conformadas por pecadores. También hay elementos de voyerismo, codicia, envidia o de seguir a alguien solo para sentirte mejor contigo misma.
Fase cuatro: el panorama se vuelve más oscuro (alrededor del 2015)
Para la segunda mitad de la década del 2010, ya me era más fácil ver los problemas con mi uso de las redes sociales. Entonces, ya sabía que no solo estaba siguiendo personas que no eran realmente mis amigas sino que no estaba viendo su vida real.
“‘La vida en línea’ para nosotras ahora es completamente diferente a cuando salimos a construir esta comunidad además del peso emocional y físico de ella se está convirtiendo rápidamente en un peligro de salud”, escribió la famosa bloguera (y antes mormona) Heather Armstrong, cuando cerró su blog en el 2015. Ella había estado luchando con la depresión, un matrimonio fallido y con la ética de fabricar experiencias para promocionar productos.
El suyo no era el único matrimonio que se estaba hundiendo debajo de la fachada de perfección en línea y tampoco fue la única en abandonar su fe. Glennon Doyle se separó de su esposo en medio de la promoción de un libro sobre su matrimonio. Más adelante, se casó con la estrella de fútbol Abby Wambach. Jen Hatmaker anunció que su matrimonio había terminado diez semanas después de una publicación en la que celebraba su relación con su esposo Brandon. Ella dejó de ir a la iglesia y destruyó su fe. Rachel Hollis (que se hizo famosa después de publicar una foto de sus estrías en Facebook) anunció su divorcio inminente casi un mes después de lanzar un podcast con su esposo donde hablaban sobre sus sesiones de besos y caricias.
Adicionalmente, la presión también está comenzando a venir de los hijos de los influenciadores ya que algunos ya tienen la edad suficiente para oponerse a lo que sus padres comparten en internet.
No obstante, los influenciadores no son los únicos con dificultades en internet. Durante los últimos cinco años, se han encendido las alarmas por:
- la cantidad de tiempo que pasan las personas comunes en las redes sociales (más de 1300 horas en el 2020, en promedio);
- la naturaleza adictiva de las redes sociales (34% de mujeres dicen que fueron adictas a las redes sociales en el 2019, comparado con 26% de los hombres);
- la desinformación, el odio y el acoso que vemos en redes sociales (64% de estadounidenses dijeron que las redes sociales tienen un “efecto mayormente negativo en la forma en que las cosas funcionan en el país hoy”);
- la aparente correlación de las redes sociales con las tasas crecientes de ansiedad y depresión (especialmente entre las adolescentes).
No sé tú, pero yo me puedo identificar con cada una de estas afirmaciones. Sin embargo, la verdad es que creo que Jesús murió para redimir al mundo. Creo que el Espíritu Santo obra esa redención en y por medio de los cristianos. Y creo que, por la gracia preciosa de Dios, todo subsiste —desde los océanos, los hijos y hasta la internet.
La redención (hoy)
Así que aquí estamos, en las plataformas en línea (sin importar su tamaño) que nos pueden llevar a sentir envidia y ansiedad, adicción y enojo. A pesar de esto, en ellas también podemos compartir nuestras vidas, testificar de la bondad de Dios, alentar a otros y formar conexiones.
¿Cómo podemos hacerlo bien? Podemos comenzar haciendo una pregunta seria: ¿Por qué usas las redes sociales? Ya sabes por qué sigo ahí... problemas de identidad. (¿Tú también?) Ya que este parece un aspecto fundamental, comencemos por ahí.
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