En octubre de 1654, Henry Dunster, el primer presidente de la Universidad de Harvard, se vio obligado a dimitir. Su delito no era ni la inmoralidad sexual ni la irregularidad fiscal. Más bien, se había negado a bautizar a su cuarto hijo, un niño llamado Jonathan —y cuando llegó su hija Elizabeth, también se negó a bautizarla—.
Dunster era un líder culto y piadoso de la Nueva Inglaterra puritana, y posiblemente podría haber salido impune de sus irregularidades bautismales si hubiera estado dispuesto a mantener la boca cerrada. Pero cuando proclamó abiertamente que el bautismo no era para los niños, sino sólo para los creyentes arrepentidos, cruzó una línea que las autoridades de la Colonia de la Bahía de Massachusetts no podían ignorar. Obadiah Holmes, un predicador bautista de Rhode Island, ya había sido azotado públicamente con treinta latigazos en las calles de Boston por sus opiniones religiosas.
Henry Dunster no sólo perdió su trabajo, sino que se vio obligado a exiliarse debido a su desafío a la práctica bautismal de la Iglesia puritana establecida. Aunque él mismo nunca se rebautizó, su historia enlaza con la saga de los comienzos bautistas en Nueva Inglaterra y plantea varias preguntas importantes para la identidad bautista en la actualidad.

¿Qué hay en un nombre?
Matthew C. Bingham, un erudito bautista estadounidense que ahora enseña en Inglaterra, ha escrito un libro importante: Orthodox Radicals: Baptist Identity in the English Revolution (Radicales ortodoxos: la identidad bautista en la Revolución Inglesa). Él argumenta en contra del uso generalizado y genérico de “bautista” para referirse a los cristianos puritanos del siglo XVII que reunieron iglesias y empezaron a practicar el bautismo de creyentes. No es como si un grupo de protestantes acalorados con mentalidad congregacionalista se reunieran en un café de Londres en 1640 y dijeran: “¡Hermanos, vamos a fundar una nueva denominación y nos llamaremos bautistas!”
La palabra “bautista” no era un término de autodenominación que se pudiera estampar en la papelería o pintar en un letrero de la iglesia fuera de la casa de culto, en parte porque, como demuestra el caso de Dunster, desafiar la práctica bautismal de la iglesia establecida en Londres, no menos que en Boston, era invitar a represalias. “Bautista” era una especie de apodo, un sinónimo, utilizado primero por los cuáqueros y otros como burla o insulto. El apodo preferido de Bingham es “congregacionalistas bautistas”, un término más preciso pero no menos anacrónico. En este sentido, “bautistas” es como la palabra christianoi, que el Nuevo Testamento utiliza tres veces para referirse a los seguidores de Jesús, un nombre despectivo que se mantuvo porque encajaba (Hechos 11:26; 26:28; 1 Pedro 4:16).

A los primeros bautistas no les preocupaba demasiado qué palabra utilizaban los demás para describirlos. Sin embargo, podían enfadarse por escuchar el título con el que no querían que se les llamara. Así, la edición de 1644 de la Confesión Bautista de Londres fue presentada en nombre de siete congregaciones “que son comúnmente, pero injustamente, llamadas anabaptistas”. Durante más de un siglo, el anabaptismo había tenido connotaciones de caos y revolución violenta asociadas con el reino polígamo de Münster en 1534. Los bautistas querían decir claramente: “¡Nosotros no somos así!”. Cuando tales cristianos del siglo XVII se referían a sí mismos de manera positiva, era como “iglesias hermanas en Londres de la persuasión bautizada”, o “las personas e iglesias bautizadas en Lincolnshire”, o simplemente “la compañía de los amigos de Cristo”.

Los redactores de la Confesión de 1644 también rechazaron otra acusación contra ellos, a saber, la de “sostener el libre albedrío, apartarse de la gracia y negar el pecado original”. Tales opiniones podían encontrarse en la Iglesia de Inglaterra “arminianizada”, dirigida por el arzobispo William Laud, así como entre algunos cristianos bautistas que habían roto con el fuerte consenso agustiniano del protestantismo dominante. Este último grupo se conocería más tarde como los “bautistas generales”, por su creencia en que Cristo había proporcionado una redención general para todos, en oposición a los “bautistas particulares”, que sostenían que “Cristo Jesús, mediante Su muerte, trajo la salvación y la reconciliación sólo para los elegidos”, el pueblo escogido de Dios.

En sus primeros años, los bautistas generales y particulares tuvieron poco que ver entre sí, y cada grupo decayó durante los años 1700: los generales cayeron en gran medida en el unitarismo, mientras que muchos particulares se sintieron atraídos por una especie de hiper-calvinismo que aplastaba la oferta gratuita del Evangelio para todos. Ambos grupos, por la gracia de Dios, fueron tocados por el fuego del despertar evangélico de finales del siglo XVIII y desempeñaron un papel en el surgimiento del movimiento misionero moderno.
John Bunyan, el “soñador inmortal”, era un bautista particular con una pasión por el Evangelio similar a la de Lutero. Sabía que las etiquetas pueden ser calumnias, y nos dio sabias palabras para un mundo post-denominacional como el nuestro, no menos que para el mundo pre-denominacional de su tiempo:
Y puesto que queréis saber con qué nombre se me distinguiría de los demás, os digo que sería, y espero serlo, un CRISTIANO; y elegiría, si Dios me considerase digno, ser llamado cristiano, creyente u otro nombre semejante aprobado por el Espíritu Santo. Hechos 11:26. Y en cuanto a esos títulos facciosos de anabaptistas, independientes, presbiterianos o similares, concluyo que no vinieron ni de Jerusalén ni de Antioquía, sino más bien del infierno y de Babilonia; porque naturalmente tienden a las divisiones: “por sus frutos los conoceréis”.

¿Cuál tradición? ¿Reformada de quién?
Llamar “bautistas reformados” a los cristianos bautizados que abrazaron por primera vez las confesiones de Londres de 1644 y 1689 es caer de nuevo en el anacronismo, ya que no era un término que utilizaran para sí mismos. El término “bautista reformado” no se puso de moda hasta la segunda mitad del siglo XX, al parecer entre algunos de los seguidores de D. Martyn Lloyd-Jones. Pero en términos más generales, el término sirve para subrayar la continuidad entre el movimiento bautista que surgió en el siglo XVII y la anterior renovación de la Iglesia engendrada por Lutero, Zwinglio, Calvino, Cranmer y los puritanos.
Por ejemplo, el gran pastor-teólogo bautista Andrew Fuller se alegraba de reconocer que su propio ministerio se situaba en la tradición de “Lutero, Calvino, Latimer, Knox (...) y muchos otros de nuestros campeones de la Reforma”. Fuller y otros bautistas como él estaban agradecidos con los reformadores, aunque no veían a ninguno de ellos como norma de fe. Como dijo Samuel Hieron en un verso que muchos otros disidentes y no-conformistas habrían aplaudido de corazón:
No nos colgamos de la manga de Calvino
Ni aún en la de Zwinglio creemos:
Y a los Puritanos desafiamos,
Si aplicamos correctamente el título.
Cuando tenemos esto en cuenta, podemos ver mejor cómo el movimiento bautista particular tomó forma como una continuación y profundización, así como una poda de la Reforma del siglo XVI. Así es como se veían a sí mismos los que abrazaron las confesiones de 1644 y 1689 y cómo, en retrospectiva, deberíamos verlos nosotros también. Cuatro palabras describen a estos bautistas que suscribieron las confesiones definitorias del siglo XVII: canónicos, pactuales, congregacionalistas y calvinistas.

CANÓNICOS
En el prefacio de la Confesión de Londres de 1689, estos bautistas se preocuparon por mostrar lo estrechamente vinculados que estaban con otros creyentes ortodoxos “en todos los artículos fundamentales de la religión cristiana”. Decían que no tenían ningún afán…
…de obstruir la religión con nuevas palabras, sino que aceptamos de buen grado esa forma de palabras sanas que han sido, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, usadas por otros antes que nosotros; declarando por la presente, ante Dios, los ángeles y los hombres, nuestro sincero acuerdo con ellos en esa sana doctrina protestante que, con tan clara evidencia de las Escrituras, ellos han afirmado.

En otras palabras, los bautistas eran buenos protestantes antes de ser buenos bautistas y, además, eran buenos bautistas porque eran buenos protestantes. Afirmaban el principio formal de la Reforma y negaban la tradición eclesiástica como segunda fuente de autoridad igual a las Escrituras canónicas, la Palabra escrita de Dios. Los presupuestos de estos bautistas se hacían eco de las enseñanzas de William Ames, quien, en su Marrow of Theology (Médula de la Teología), el primer libro de texto de teología utilizado en la Universidad de Harvard, declaraba: “Todo lo necesario para la salvación está contenido en las Escrituras y también lo necesario para la institución y edificación de la iglesia. Por lo tanto, las Escrituras no son una regla parcial, sino perfecta, de fe y moral”.
Pero, por mucho que buscaran en las Escrituras, los bautistas no encontraban el bautismo infantil ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento —ni en la analogía de la circuncisión, ni en la bendición de Jesús a los niños, ni en los bautismos domésticos, ni en el famoso texto de prueba de 1 Corintios 7:14—. En la Iglesia de los apóstoles, el bautismo había sido un rito de iniciación de adultos que significaba la participación comprometida en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. En la Iglesia de los apóstoles, el bautismo había sido un rito de iniciación de adultos que significaba una participación comprometida en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. El bautismo sólo para los creyentes era simplemente la promulgación litúrgica de la justificación sólo por la fe.

Y la forma en que debía realizarse este acto era de vital importancia. Por eso, a partir de la década de 1640, la inmersión, hundir o sumergir todo el cuerpo bajo el agua se consideró el modo bíblico adecuado de bautizar. La cuestión no era la cantidad de agua. Más bien, el acto mismo proclamaba su triple significado: el lavado del pecado del creyente en la sangre de Jesús, su interés en la propia muerte y resurrección de Jesús, y la prometida resurrección al regreso de Cristo.
En la época anterior a los bautisterios de interiores, la inmersión se realizaba a menudo al aire libre, en ríos, lagos, estanques y, a veces, en el propio mar —y a menudo al amparo de la oscuridad para evitar ser descubiertos y detenidos—. Esto dio lugar a habladurías y rumores de escándalo sexual basados en informes de mujeres bautizadas desnudas en el río y de “jóvenes doncellas (...) bautizadas a eso de la una o las dos de la madrugada”. Al igual que los primeros cristianos fueron acusados falsamente de convertir las fiestas de amor en orgías y se les llamó caníbales porque comían el “cuerpo y la sangre de Cristo”, los bautistas de esta época también tuvieron que defenderse de acusaciones escandalosas.
PACTUALES
Ningún término se utilizaba con más frecuencia en los escritos de la teología reformada del siglo XVII que la palabra “pacto”: ni iglesia, ni gracia, ni mucho menos bautismo. Tanto los congregacionalistas como los presbiterianos defendían el bautismo infantil basándose en la teología del pacto. Basándose en las interpretaciones de Zwinglio y Calvino, sus herederos paidobautistas del siglo XVII encontraron en las Escrituras un pacto en dos administraciones: lo que la circuncisión fue para Abraham y sus descendientes en el Antiguo Testamento se convirtió en el bautismo de niños para los cristianos en el Nuevo Testamento.
Los bautistas estaban de acuerdo con el punto básico de que Dios había proporcionado una, y sólo una, vía de salvación a lo largo de la historia: por gracia a través de la fe en el Mesías. Pero, como explicó Pablo en Gálatas, Abraham tenía una doble descendencia: una según la carne y otra basada en la fe. El nuevo pacto prometido en Jeremías 31 se cumplió con la venida de Cristo y el derramamiento del Espíritu. Como ha dicho Samuel Renihan en su excelente estudio From Shadow to Substance: The Federal Theology of the English Particular Baptists (1642-1704) (De la sombra a la sustancia: la teología federal de los bautistas particulares ingleses), “El pacto de gracia no corría por líneas de sangre”. No obstante, el rito de la circuncisión sigue teniendo un significado positivo en el Nuevo Testamento, no como el análogo del bautismo infantil, sino más bien como un tipo de regeneración y del nuevo nacimiento. Así, Pablo podría decir que en Cristo hemos recibido una “circuncisión no hecha por mano”. Lo que cuenta ahora es una nueva creación (Col 2:11-12; Ga 6:15).

CONGREGACIONALISTAS
Fue el pastor bautista William Kiffen quien acuñó el término “la forma congregacionalista” para describir el diseño de Dios de que Su pueblo viva como “un redil amurallado y un huerto regado”, una “compañía de santos visibles, llamados y separados del mundo para la profesión visible de fe del Evangelio”. La reflexión de Henry Dunster sobre esta eclesiología le llevó no sólo a no bautizar a sus propios hijos, sino a repudiar por completo las iglesias nacionales y provinciales, a las que llamó “nulidades”. La disociación de Dunster entre ciudadanía y la membresía de una iglesia no distaba mucho de la separación Iglesia-Estado de Roger Williams, y era una condición previa para la plena libertad religiosa. No es de extrañar que, como señaló un observador, la predicación de Dunster se volviera valiente “contra el espíritu de persecución”.
Los bautistas heredaron de sus antepasados separatistas ingleses una eclesiología bipolar basada en la distinción agustiniana entre la Iglesia invisible de los elegidos —todo el pueblo redimido de Dios a lo largo de los siglos— y la Iglesia visible, una compañía pactual de santos reunidos, separados del mundo y unidos en un “templo vivo” por obra del Espíritu (Ef 2:22; 1 P 2:4-5). También incumbía a tal cuerpo separar de vuelta al mundo (mediante la disciplina congregacional) a aquellos miembros cuyas vidas traicionaran esta profesión. Los bautistas, junto con otros congregacionalistas, estaban obsesionados con lo que G.F. Nuttall ha llamado “el apasionado deseo de recuperar la vida interior del cristianismo del Nuevo Testamento”.
La base cristológica de la vida cristiana fue desarrollada por Calvino, Bucero y otros reformadores, y fue aplicada a la Iglesia de forma distintiva por los primeros bautistas y otros congregacionalistas. El triple oficio de Cristo como Profeta, Sacerdote y Rey no sólo asegura la salvación de los elegidos, sino que también permite el culto y la santificación corporativa de la comunidad reunida. La oración y la predicación se sustentan en los oficios sacerdotal y profético de Cristo, mientras que Su oficio real sustenta el gobierno y la vida disciplinaria de la Iglesia.

CALVINISTAS
¿Son calvinistas los bautistas? Esto es lo que los franceses llamarían une question mal posée (una pregunta mal hecha), porque, como hemos visto, la respuesta corta es esta: algunos lo son y otros no. Además, si un calvinista es una persona que sigue estrictamente las enseñanzas del Reformador de Ginebra del siglo XVI, entonces en tres aspectos importantes los bautistas, tanto los generales como los particulares, no lo son y nunca lo han sido.
Calvino era paidobautista; los bautistas son credobautistas. En cuestiones de gobierno eclesiástico, Calvino era presbiteriano; los bautistas son congregacionalistas. Calvino creía que el magistrado civil tenía el deber religioso de hacer cumplir ambas tablas de la ley, castigando la herejía y erradicándola con la pena capital, si era necesario; los bautistas son defensores de la libertad religiosa para todos.

Pero el calvinismo no es una entidad histórica monolítica irrevocablemente ligada a una persona. Tampoco puede equipararse a una denominación discreta o a una confesión global sin aristas. El historiador John Balserak nos ha recordado que “como cuerpo vivo de doctrinas, el calvinismo exhibe un gran desarrollo, diversidad y ambigüedad”. Lo mismo, por supuesto, podría decirse de los bautistas, incluso si contamos sólo a los que reclaman el nombre para sí mismos, y mucho menos a todos los demás que sostienen una visión bautista de la Iglesia. Tal vez sea mejor escuchar a Alec Ryrie, que ha descrito el calvinismo, y la tradición reformada en general, como “un movimiento ecuménico por la unidad protestante”. En el corazón de este impulso eclesial y espiritual se encuentra un abrazo sincero a la gracia sin límites de Dios, expuesta en la Iglesia primitiva por San Agustín y expresada con claridad en las cinco cabezas de doctrina promulgadas en el Sínodo de Dort (1618-1619), todas ellas incluidas en las confesiones bautistas de Londres de 1644 y 1689.

Los bautistas de hoy, con muchos tirones y desgarros y sus diversos riachuelos y afluentes, pertenecen a esta histórica familia reformada de fe. Cuando los bautistas han olvidado esto y han oscurecido su arraigo en la Reforma protestante, han perdido de vista tanto su “casi acuerdo con muchos otros cristianos”, como la base teológica de sus propios distintivos bautistas. Se han vuelto sectarios, distraídos y poco serios doctrinalmente.
Pero en sus mejores momentos, los bautistas no sólo han bebido de las ricas tradiciones espirituales y teológicas de la Reforma; han hecho contribuciones singulares a la misma. William Carey lo hizo cuando abrió una nueva era de trabajo misionero al navegar a la India. Charles Haddon Spurgeon lo hizo desde su púlpito (y en los barrios marginales) de la Londres victoriana. George Liele y David George, ambos antiguos esclavos, lo hicieron al proclamar las grandes doctrinas de la gracia desde Georgia y Nueva Escocia hasta Jamaica y Sierra Leona.

Anne Steele (1717-1778), hija de un pastor laico bautista particular, fue una poetisa y compositora de himnos cuya obra ha bendecido a toda la Iglesia. Su poema “Invitando la presencia de Cristo en Sus iglesias” se basa en el texto de Hageo 2:7 del Antiguo Testamento y concluye con una oración que refleja su firme fe y confianza en el poder y la gracia ilimitados de Dios:
Querido Salvador, que brille Tu gloria,
Y llene Tus moradas aquí,
Hasta que la vida, el amor y la alegría divina
Un cielo en la tierra aparezca.
Entonces nuestros corazones extasiados dirán,
Ven, gran Redentor, ven,
Y trae el brillante, el glorioso día,
Que llama a Tus hijos a casa.
Este artículo fue traducido y ajustado por Carolina Ramírez. El original fue publicado por Timothy George en Desiring God. Allí se encuentran las demás notas del autor.
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