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Dicen que Martín Lutero podía llegar a tener hasta tres versiones de un mismo sermón. El sábado escribía lo que pretendía decir, el domingo sus estudiantes registraban lo que en realidad dijo, y el lunes escribía lo que deseaba haber dicho. Así, la predicación de Lutero acerca de la Navidad fue increíblemente extensa, teniendo en cuenta que cada año predicó sobre el nacimiento de Cristo desde el tiempo de Adviento, a finales de noviembre, hasta el día de Epifanía –también llamado Celebración de los tres reyes magos– a inicios de enero. ¡Esto lo hizo por 30 años!
El biógrafo Roland H. Bainton contaba que la mejor predicación de Martín Lutero era en el tiempo de Navidad. No es una sorpresa, pues era notorio que Lutero se llenaba de mucho gozo en esa época y comunicaba alabanzas profundas a todos aquellos a su alrededor. Uno de los estudiantes que vivía con él, su esposa y sus seis hijos dijeron:
Todas sus palabras, canciones y pensamientos tenían que ver con la encarnación de nuestro Señor. Él suspiraba y decía ‘Oh, pobres de nosotros que seamos tan fríos e indiferentes a este gran gozo que nos ha sido dado. Pues este es, en efecto, el más grande regalo, que excede por mucho a todo lo demás que Dios ha creado. Sin embargo, nosotros creemos de forma tan impasible, a pesar de que los ángeles proclamen y prediquen y canten, y su hermosa canción resume toda la fe cristiana, pues ‘gloria a Dios en las alturas’ es el puro corazón de la adoración.
Por eso, justo ahora, en el tiempo de Navidad, vale la pena rescatar cuatro cortas meditaciones tomadas de los sermones que Lutero predicó en esta hermosa época.
En primer lugar, Lutero veía la Navidad como un tiempo para poner en práctica el amor de Cristo:
La posada estaba llena. Nadie iba a liberar un cuarto para esta mujer embarazada. Ella tuvo que ir a un establo y allí dar a luz al Hacedor de todas las criaturas, pues nadie iba a ceder su lugar. ¡Qué vergüenza, miserable Belén! La posada debió ser quemada con azufre, pues incluso si María hubiera sido una muchacha mendiga o soltera, cualquiera en ese tiempo habría estado feliz de ayudarle. Hay muchos de ustedes en esta congregación que piensan en sus adentros: ‘¡Si solo yo hubiese estado ahí! ¡Cuán pronto habría estado para ayudar al bebé! ¡Habría lavado sus ropas! ¡Cuán feliz habría estado de ir con los pastores a ver al Señor que yacía en el pesebre!’ Sí, probablemente lo habrías hecho. Dices eso porque sabes cuán grande es Cristo, pero si hubieras estado allí en ese tiempo, no habrías hecho mejor que la gente de Belén. ¡Qué infantiles y tontos pensamientos son esos! ¿Por qué no lo haces entonces ahora? Tienes a Cristo en tu prójimo. Debes servirle, pues aquello que haces a tu prójimo en necesidad, lo haces al Señor Jesucristo mismo.
Para Lutero, el recordar la persona de Cristo implicaba necesariamente recordar al necesitado. Si tanto afecto nos produce la imagen del niño en el pesebre, humilde y hecho carne, ¿no debe pasar lo mismo con el prójimo que nos necesita? El mismo Señor dijo en Mateo 25, hablando de aquellos que serían recibidos en el reino, que les sería dada una herencia “Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui extranjero, y me recibieron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y vinieron a mí (…) En verdad les digo que en cuanto lo hicieron a uno de estos hermanos Míos, aun a los más pequeños, a Mí lo hicieron” (Mateo 25:35-36, 40).
En uno de los sermones de Navidad de 1530, Lutero llevó a su audiencia a meditar en la humildad:
Si Cristo hubiese llegado con trompetas y yacido en una cuna de oro, su nacimiento habría sido un asunto espléndido. Pero no habría consuelo para mí. Él más bien vino a yacer en el regazo de una pobre muchacha y a ser considerado de poca importancia a los ojos de este mundo. Ahora yo puedo venir a él. Ahora él se revela a los miserables para no dar ninguna impresión de venir con gran poder, esplendor, sabiduría, y actitud aristocrática. Pero en su venida en aquel Día, cuando se oponga a los grandes y poderosos, será distinto. Ahora viene a los pobres, que necesitan un Salvador, pero entonces vendrá como un Juez en contra de todos los que lo persiguen en este tiempo.
Recordar la venida humilde de Cristo implica recordar nuestra condición humilde y necesitada. Como dice Pablo en 1 Corintios 1:26-27, “Pues consideren, hermanos, su llamamiento. No hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Sino que Dios ha escogido lo necio del mundo para avergonzar a los sabios; y Dios ha escogido lo débil del mundo para avergonzar a lo que es fuerte”. Él vino justamente porque somos menos que nada y tenemos urgencia de alguien que venga en nuestro rescate, tanto hoy como en el día final.
En uno de sus sermones de 1543, Lutero hizo que su audiencia meditara en el gozo y privilegio de su condición en Cristo:
Cuando uno entre varios hermanos se vuelve un gran magnate, ¡cuán felices se ponen los otros! De qué regocijo los hermanos hallan esto, como vemos en Génesis cuando José se da a conocer a sus hermanos. Y este es en efecto un gozo natural. Pero entonces, ¿por qué es que nosotros no estamos gozosos, nuestros corazones no son tocados y no alabamos y agradecemos a Dios al escuchar que Jesús se hizo carne y sangre, y ahora se sienta arriba a la diestra de Dios como Señor sobre todas las creaturas?
La sola idea de ser hermanos de Dios era muy sorpresiva para Lutero, pero él va más allá para decir que nuestro gozo debería ser absoluto al saber que él se ha hecho Señor sobre todas las cosas después de su venida en carne. Ese es el consuelo de los redimidos en Apocalipsis: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. (…) Ya no tendrán hambre ni sed, ni el sol les hará daño, ni ningún calor abrasador, pues el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los guiará a manantiales de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7:14, 16-17). Al igual que los hermanos del magnate, los redimidos por Cristo tienen el consuelo de ser protegidos, consolados y guiados por siempre, pues el Cordero está de su lado por la eternidad. ¿No deberíamos sentir el mismo privilegio en el tiempo de Navidad?
Finalmente, la fe que justifica tenía un lugar central, no solo en esta festividad, sino en toda la vida y teología de Lutero. En la Navidad de 1543 dijo:
El Hijo de Dios no quería ser visto y hallado en el cielo. Por lo tanto, bajó del cielo a esta humildad y vino a nosotros en nuestra carne, se puso a sí mismo en el vientre de su madre y en el pesebre, y luego fue a la cruz. Esta fue la escalera que puso en la tierra para que pudiésemos ascender a Dios a través de ella. Este es el camino que debes tomar. Si te apartas de este camino y tratas de especular sobre la gloria de la Divina Majestad—sin esta escalera—, inventarás asuntos maravillosos que trascienden tu horizonte, pero lo harás trayendo un terrible daño a ti mismo.
Esta es, por mucho, la mayor de todas las meditaciones para la Navidad: sin el Cristo que vino en carne es imposible acceder a Dios. Como el Señor mismo lo dijo a sus discípulos la noche en que fue entregado: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por Mí” (Juan 14:6). Si nuestro premio y gozo máximos se hallan en Dios el Padre, entonces Cristo es nuestro gran tesoro, pues solo por medio de Él pudimos acceder al cielo.
Que estas meditaciones llenen nuestro corazón en este tiempo de Navidad.
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