En el Salmo 119, encontramos un poema que elogia todas las revelaciones y enseñanzas dadas por Dios al pueblo de Israel. Hoy, tenemos motivos más que suficientes para considerar que la Biblia entera es el mejor de los tesoros, pues nos permite reconocer nuestro pecado por medio de la ley y también nos presenta a Jesucristo como aquel que la cumplió en su totalidad. Precisamente, “sobre Él recayó el castigo precio de nuestra paz” (Isaías 53:5). Gracias a las Escrituras, hemos podido comprender esto y entender la voluntad del Señor para la humanidad.
El salmista dijo: “Me siento totalmente desanimado; ¡infúndeme vida, conforme a tu palabra!” (Salmo 119:25). Dicho clamor ha sido respondido por Dios y se ha convertido en una realidad para millones de creyentes a lo largo de la historia. También fue lo que un hombre llamado Luis Carvajal experimentó en medio de la guerra que se vivía en su país. De forma inesperada y milagrosa, llegó a sus manos una biblia que terminó siendo refugio y esperanza no solo para él y su esposa, sino para todo aquel que se cruzaba por su camino.
El siguiente relato está inspirado, precisamente, en lo vivido por Luis Carvajal. Puedes leerlo a continuación o ver el video animado que hizo el equipo de BITE y que se encuentra en la parte superior de esta publicación.
Corría el año 1899 en Colombia. Liberales y conservadores, los miembros de los dos partidos políticos dominantes, se enfrentaban en una guerra despiadada. El bando conservador, aliado con la Iglesia Católica, llevaba 15 años gobernando al país de manera autoritaria y tradicionalista. Los liberales, amantes del progreso social y las libertades individuales, se levantaron en armas. Pronto, miles comenzaron a morir en la Guerra de los Mil Días.
En medio de aquella oscuridad sangrienta, una Biblia vino a parar en las manos de cierto campesino. Durante una revuelta, una copia del extraño libro cayó al suelo. ¿Le pertenecía a un conservador o a un liberal? Imposible saberlo.
Antonio, uno de los pocos en su pueblo que sabía leer, estaba convencido de que haber encontrado ese libro no era casualidad y que había sido escrito para él. Hablaba de paz, verdad y libertad, de una patria renovada y divina. Contaba sobre el pastor de las ovejas que, al morir por ellas, se había convertido en un libertador mejor que Bolívar. Daba a conocer que esa muerte le dio vida a muchos.
Antonio no paraba de hablar del tesoro que tenía en sus manos. Su esposa, que nunca pudo tener hijos, enjugaba sus lágrimas cuando leían juntos las parábolas de Jesús y cantaban los salmos. Mientras trabajaban la tierra, meditaban en la cruz.
Antonio rara vez salía de Sopetrán, un pueblo alejado de los afanes de la política, pero cuando necesitaba comprar herramientas, visitaba otros pueblos de las montañas de Antioquia. Una mañana cualquiera, en la que buscaba adquirir una pica, resultó hablándole de su libro a un compadre que también vivía del campo, sin imaginarse que aquel era el más devoto católico.
Cuando volvía a su casa, en plena puesta del sol, escuchó tras de sí a un hombre que le ordenaba detenerse. Era el párroco del pueblo, acompañado por varios guardias. Había llegado a sus oídos que Antonio poseía un libro muy extraño y difícil de entender. ¡Ni siquiera el mismo sacerdote poseía una copia de la Biblia! Por amor a Dios, decidió quitárselo y nuestro campesino volvió frustrado a su hogar.
¡Cuánta falta le hizo! ¿Cómo conseguir otro ejemplar de un libro tan escaso en aquel tiempo? Lo que no imaginaba es que lo había perdido antes de la peor época de su vida, cuando la tuberculosis tocó a la puerta. Su esposa, de corazón fuerte y cuerpo asmático, no soportó la enfermedad.
Antonio también estuvo gravemente enfermo, a punto de morir de tuberculosis y soledad. Muchos le dijeron que era un castigo divino por hablar de los escritos sagrados sin la guía de un ministro, y que por sola misericordia aquel sacerdote lo había salvado.
Enfermo y afligido, Antonio decidió andar errante por las montañas antioqueñas. El párroco de Sopetrán le aconsejó entregar su devoción a varios santos y a la Virgen de la Candelaria para encontrar la luz. Él obedeció: llenó su casa de cuadros, cruces y escapularios, y dedicó sus esfuerzos a rezos, rosarios, misas, ayunos, sacramentos y actos de caridad. Con el tiempo, su salud mejoró y todos se alegraban por la respuesta divina, pero Antonio sabía que su alma seguía enferma y perdida.
Sin embargo, este campesino nunca imaginó que la enfermedad de su cuerpo sería la salvación de su alma. Aunque la tuberculosis había pasado, en sus peregrinaciones se contagió de lepra y fue enviado a un lazareto, un lugar aislado para los enfermos. Al igual que en aquella revuelta años atrás, un milagro inesperado ocurrió allí.
Uno de los pacientes era un comerciante sirio que vendía toda clase de artilugios y objetos exóticos, y entre sus posesiones tenía una Biblia. Por esos días, la crisis de la guerra le había quitado todo su valor al peso colombiano. Sin dinero con qué pagar, Antonio le entregó a cambio un collar de oro que le había pertenecido a su esposa.
Al igual que él, los enfermos en ese lugar padecían de algo mucho peor que la lepra. La redención que necesitaban no podía encontrarse en la parroquia local. Antonio se entregó a enseñarles la Biblia a esas personas urgidas de salud espiritual.
Este campesino terminó su vida en paz. No murió de lepra, pero nunca se recuperó. Pasó la última época de su vida enseñando las verdades del evangelio a muchos enfermos del alma en ese lazareto. Sus opositores le dijeron que si abandonaba la lectura de ese extraño libro, la lepra lo dejaría, pero para Antonio ese era un precio digno de pagar por tan invaluable posesión. Prefirió morir en ese lugar que volver a perder su tesoro.
La historia de Luis Carvajal aparece registrada en el libro Historia del cristianismo evangélico en Colombia de Francisco Ordoñez.
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