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Mi abuelo nació el 1 de julio de 1923 en un pequeño pueblo de Holanda llamado Harlingen. Cuando yo era niño, solía escuchar las historias que contaba sobre su niñez y adolescencia en un mundo que me parecía demasiado desconocido y lejano a mi propia experiencia. Si has tenido la oportunidad de viajar a Europa, percibirás que todo allí se siente más viejo—más profundamente enlazado a la historia. Al conversar con mi abuelo también me sentía así.
Escapando del enemigo
Conforme crecía escuché las historias sobre cómo sobrevivió a uno de los más conocidos eventos históricos: la Segunda Guerra Mundial. Cuando los nazis invadieron Holanda en 1940 mi abuelo tenía tan solo 17 años. En aquél entonces él no era cristiano, pero aun siendo incrédulo entendía cuanta crueldad y maldad exhibía el ejército alemán.
En 1942 los nazis iniciaron la deportación en masa de los judíos desde Holanda a los campos de concentración en Alemania, Austria y Polonia. Se les dijo que irían a trabajar a fábricas y granjas, pero no era cierto. De los 140000 judíos que fueron arrestados y deportados, aproximadamente 100,000 perecieron en esos campos de concentración.
En 1943 los nazis anunciaron que todos los hombres en Holanda entre las edades de 18 a 35 años serían enviados a Alemania para trabajar en sus fábricas, ya que muchos hombres alemanes habían sido enviados al campo y había escasez de mano de obra. Cuando mi abuelo escuchó la noticia, supo que tenía que huir.
Algunos años después, cuando tenía 20, mi abuelo comenzó a vivir en la clandestinidad y eventualmente se unió a la Resistencia holandesa. Allí encontró una comunidad muy particular: un grupo de amigos que arriesgaban sus vidas por los judíos y a otros pueblos que estaban siendo perseguidos, ayudándolos a esconderse y escapar hacia otros países. Muchos de los miembros de la Resistencia eran cristianos.
Mi abuelo estuvo cerca de ser arrestado o asesinado en muchas oportunidades. En cierta ocasión, después de permanecer escondido en una granja por tres meses, necesitaba escapar a una nueva ubicación sin ser descubierto. Para lograr su objetivo se disfrazó como una mujer corpulenta: encontró un vestido, medias y lápiz labial, y abordó varios trenes hasta que llegó a la ciudad de Utrecht. Su disfraz era tan convincente que incluso un caballeroso oficial alemán le ofreció su asiento. Aquella vez llegó a salvo a su nuevo escondite, un sótano oculto en la carnicería de su tío.
Amor por los amigos
Lamentablemente, no todas las historias de mi abuelo terminaron tan bien. Poco después, una noche, un pequeño grupo de la Resistencia holandesa, amigos de mi abuelo, estaban reunidos en el sótano de una casa cuando de repente fueron emboscados por los nazis. Estos rompieron las puertas y, en cuestión de segundos, rodearon y atraparon a todos. Gracias a Dios mi abuelo no se encontraba allí.
A la mañana siguiente, sus amigos fueron llevados a la plaza de la ciudad para ser ejecutados públicamente por un pelotón de fusilamiento. Una gran cantidad de personas se reunió para observar y entre ellas estaba mi abuelo. Antes de ser ejecutados, el oficial al mando preguntó si alguno tenía unas últimas palabras. Todos se tomaron de las manos y cantaron por última vez “Castillo Fuerte es nuestro Dios”, el antiguo himno compuesto por Martín Lutero.
En esa ejecución pública mi abuelo se dio cuenta de que él no tenía un himno que cantar y mucho menos un Dios al cual entregarse en el momento de enfrentar la muerte. Esa misma noche, en ese sótano oculto, él se convirtió al cristianismo. Dios abrió sus ojos para sentir y experimentar que era real aquello por lo cual sus amigos habían muerto. El testimonio de sus amigos provocó un momento transformador y conflictivo para él. Aunque acababa de perder a sus amigos más cercanos de manera traumática, estos le habían dejado una gran lección sobre el evangelio: “Nadie tiene un amor mayor que este: que uno dé su vida por sus amigos”. Eso fue lo que ellos hicieron y lo hicieron porque es lo que Jesús hizo por nosotros.
Ser cristiano implica creer en el sacrificio. Implica creer que el amor de Cristo es tan grande que él consideró que valía la pena perder Su propia vida para la salvación de otros, como tú o como yo. Si Jesús estuvo dispuesto a perder Su vida, ¿por qué nosotros no estaríamos dispuestos también? Por eso, no solo unos pocos, sino cientos, tal vez miles durante la Segunda Guerra Mundial estuvieron dispuestos a ocultar a judíos en sus casas y pasarlos clandestinamente al otro lado de la frontera, incluso a riesgo de sus propias vidas.
Cuando los cristianos vemos una necesidad en la comunidad, ya sea persecución en tiempo de guerra, pobreza o cualquier otro sufrimiento, nuestra respuesta debería surgir de la respuesta que Cristo tuvo por nosotros cuando vio nuestra necesidad. Él estuvo dispuesto, no solo a sentirse un poco incómodo, sino a soportar dolor, sufrimiento y aun la muerte para que no tuviéramos que enfrentar el mismo fin.
Amor por los enemigos
La historia de mi abuelo no termina en aquella plaza de la ciudad. Él sobrevivió a la guerra y, una vez que concluyó, decidió ir al seminario, en donde encontró a mi abuela, una mujer temerosa de Dios. Se enamoraron, tuvieron seis hijas y se mudaron a los Estados Unidos como misioneros. Durante décadas, mi abuelo y su familia se mudaron a diferentes partes del país para servir a las comunidades de judíos inmigrantes, muchos de los cuales habían emigrado de Europa a los Estados Unidos después de la guerra.
Hace cerca de diez años, cuando recién empezaba en el ministerio, estaba sentado con mi abuelo y le pregunté en aquella ocasión: “Opa, ¿cuál ha sido el reto más difícil que has tenido que enfrentar en el ministerio? Su respuesta no fue la que esperaba escuchar. Me confesó: “Nunca he luchado tanto en mi vida como ha sido el perdonar a los alemanes”.
Los nazis hicieron sufrir mucho a mi abuelo y le quitaron su hogar, juventud y amigos. Su ministerio estuvo dedicado a servir a los emigrantes judíos cuyas vidas, al igual que la suya, habían sido destruidas por los nazis. Estas personas odiaban a sus enemigos y, como es comprensible, él también los odiaba.
Amar tanto a tus amigos y dar tu vida por ellos es algo increíble, pero ¿qué tal sería hacer lo mismo por tus enemigos? Mi abuelo dedicaba su vida a compartir el evangelio, las buenas nuevas del amor, del sacrificio y del perdón de Jesús con un grupo de personas que habían sufrido inmensamente a manos de los nazis. Era maravilloso poder compartir el mensaje de que en Cristo recibimos perdón, pero Cristo también nos llama a perdonar y a amar, y no solamente a nuestros amigos y familia. Va mucho más allá de tolerar a las personas a las cuales les tienes aversión. En Cristo somos llamados a amar aun a aquellos que nos odian.
La primera lección que mi abuelo aprendió sobre el evangelio el día en que sus amigos fueron ejecutados frente a sus propios ojos, fue que amar es dar la vida por los amigos. Él lo vio en el sacrificio de sus amigos y pudo ver un ejemplo palpable del sacrificio de Cristo por nosotros. Pero, para aprender la segunda gran lección sobre el evangelio, había que responder una pregunta: ¿cómo le enseñas a perdonar a estas personas que sufrieron tanto mal e injusticia a manos de sus enemigos? ¿Cómo puedes hacerlo cuando ni siquiera has aprendido a perdonarte a ti mismo?
Para mi abuelo no fue un cambio de la noche a la mañana. El Señor trabajó en él por un largo tiempo. Incluso después de que supo que había sido llamado a servir en las misiones, oró para que el Señor no lo enviara a Europa, pues muchos tristes recuerdos permanecían allí y él aún sentía antipatía y aversión hacia los alemanes.
Un día él se enteró de que uno de sus compañeros de clase en el seminario era alemán y eventualmente tuvo que ir en un viaje misionero con él. A pesar de la lucha que tenía en su corazón, el Señor utilizó este viaje para hacerle comprender el vínculo que tenía con Cristo, el cual se extendía hacia otro hermano en la misma familia de Dios, era más poderoso que cualquier pecado pasado.
Esta es la verdad del evangelio: nosotros consideramos a Dios como nuestro enemigo, nos interesamos más por nosotros mismos que por Dios u otra persona, y aun así Jesús vino a nosotros para amarnos cuando éramos sus enemigos, dando Su vida por nosotros para salvarnos de nuestros pecados. Pero el sacrificio de Cristo no solo nos capacita para tener comunión con Dios, sino también para hacer lo mismo que Cristo y entregarnos por otros a quienes consideramos enemigos.
Con frecuencia olvidamos que Jesús murió por sus enemigos y pagó el precio completo por los pecados, incluyendo aquellos que fueron cometidos contra mí. Si nosotros aceptamos el perdón de Jesús, también debemos aceptar que Él ha perdonado a mis enemigos. Pablo afirma que nosotros somos reconciliados, no solo con Dios, sino también con otros. Así es como podemos bendecir a los que nos maldicen y perdonar como hemos sido perdonados en Cristo.
Mi abuelo murió el 18 de diciembre de 2018. Sin embargo, la última vez que lo vi, mientras reflexionaba sobre su vida, dijo esto: “Yo he tenido un Dios fiel. He tenido muchas dificultades en las cuales le he implorado: ‘Oh Señor’ y Él me ha señalado la cruz. Entonces recuerdo que en esa cruz he encontrado vida. Él me ha llamado y sin duda sé que he sido perdonado.”