El joven Jonathan Edwards (1703–1758) no anhelaba nada más que avivamiento. Consideraba las obras especiales del Espíritu como signos especiales de la bendición de Dios y esperaba con gran anhelo recibir algunas él mismo. Se había trasladado a Northampton cuando tenía poco más de veinte años para ayudar a su anciano abuelo, el reverendo Solomon Stoddard, en la única iglesia del pueblo. Stoddard había guiado a la congregación en temporadas ocasionales de gracia, pero poco después de su fallecimiento, dejando a Edwards solo como el único pastor del pueblo, la vida espiritual de la iglesia comenzó a decaer. Los jóvenes, en particular, comenzaron a entregarse al desenfreno, festejando especialmente después de los cultos congregacionales. Parecían sordos a su Señor. Edwards se preguntaba qué sería de su ministerio.
Después de cinco años de ansiedad, arduo trabajo y oración, comenzaron a aparecer señales de primavera. A principios de 1734, un avivamiento comenzó a agitarse en el cercano pueblo de Pascommuck, aproximadamente a tres millas de la ciudad. Luego, en abril de ese año, la juventud de Northampton se enfrentó a la muerte inesperada de dos de sus amigos: como lo narró más tarde el mismo Edwards, el primero fue “un joven en la flor de su juventud”, que fue “violentamente atacado por una pleuresía y (…) murió en aproximadamente dos días”; la otra fue
una joven casada, quien antes de enfermarse había estado considerablemente preocupada por la salvación de su alma y estaba en gran angustia al comienzo de su enfermedad; pero pareció obtener evidencias satisfactorias de la misericordia salvadora de Dios antes de su muerte, de modo que murió llena de consuelo, advirtiendo y aconsejando a otros de manera sumamente ferviente y conmovedora.
Edwards observó sobre su fallecimiento: “Esto pareció contribuir mucho a la solemnización de los espíritus de muchos jóvenes, y comenzó a aparecer evidentemente una mayor preocupación religiosa en las mentes de las personas”.
Aprovechando esta preocupación, Edwards habló a los jóvenes ese otoño, recomendándoles que convirtieran su juerga de los jueves por la noche en un tiempo de “religión social”, reuniéndose en hogares de toda la ciudad para la comunión cristiana y la oración. Apenas lo hicieron cuando la ciudad se vio nuevamente obligada a enfrentar una muerte extraña y sorprendente, esta vez de un anciano. Como narró Edwards, “Muchos fueron profundamente conmovidos y afectados” por esta tragedia. Los adultos del pueblo siguieron el ejemplo de sus propios hijos, reuniéndose los domingos por la noche para compañerismo, oración y canto de himnos. Pronto, estas prácticas espirituales llevaron a una transformación. El avivamiento rugió por toda la ciudad, extendiéndose a lo largo del Valle del Río Connecticut.

La obra sorprendente de Dios
Edwards, por supuesto, estaba sesgado, pero su testimonio sobre el fruto santo de este avivamiento sugiere un gran derramamiento del Espíritu en Northampton:
Esta obra de Dios (…) pronto produjo una gloriosa transformación en la ciudad, de modo que en la primavera y el verano siguientes [1735] (…) la ciudad parecía estar llena de la presencia de Dios: nunca estuvo tan llena de amor, ni tan llena de alegría; y, sin embargo, tan llena de angustia, como lo estuvo entonces.
Además de los cambios producidos en las almas individuales, este avivamiento cambió la naturaleza del culto congregacional en Northampton. “Nuestras asambleas públicas eran entonces hermosas”, recordó más tarde Edwards.
La congregación estaba viva en el servicio de Dios, todos intensamente enfocados en la adoración pública (…); la asamblea en general estaba, de vez en cuando, en lágrimas mientras se predicaba la Palabra; algunos lloraban de tristeza y angustia, otros de alegría y amor, otros de compasión y preocupación por las almas de sus vecinos.
Asombra pensar que Edwards tenía apenas 31 años cuando dirigió este gran avivamiento. Su esposa Sarah tenía 24. Incluso sus contemporáneos estaban asombrados por lo que estaba ocurriendo. Edwards escribió un informe lleno de entusiasmo a un colega mayor que vivía en Boston, quien a su vez difundió la noticia entre su propia red social. Pronto, la noticia resonó hasta Inglaterra. Se demandaba un relato detallado al otro lado del océano, y Edwards se dispuso a proveerlo en la forma de su primer libro publicado en 1737, cuyo título se traduce al español como “Una narración fiel de la sorprendente obra de Dios en la conversión de muchos cientos de almas en Northampton y los pueblos y aldeas vecinas”.

En un lapso de tres años, este libro fue impreso tanto en Edimburgo como en Boston, y traducido y republicado en ediciones tanto en alemán como en holandés. Inspiró a otros ministros a trabajar por el avivamiento. Compelió a George Whitefield a reanudar su labor en las colonias, animó a John Wesley a practicar la predicación al aire libre en Inglaterra y ejerció una poderosa influencia en la expansión del Gran Despertar, que alcanzaría su punto máximo a principios de la década de 1740.
Edwards atribuyó el mérito a la obra de su Dios soberano. Pero sabía que Dios suele obrar a través de la oración y la predicación del evangelio. En 1747, Edwards publicó un extenso tratado sobre la necesidad de orar por el avivamiento. Predicó durante muchos años sobre la importancia de orar con persistencia. A finales de 1734, también comenzó, con oración, a predicar una serie sobre la justificación del pecador y la conversión por la fe sola, una serie que Dios usó para efectuar la obra de redención en Northampton.
Comenzó esta serie en noviembre de ese año, atribuyendo el avivamiento de su iglesia a su contenido. Inició con una disertación sobre “La justificación solo por fe”, basada en Romanos 4:5: “pero al que no trabaja, pero cree en Aquel que justifica al impío, su fe se le cuenta por justicia”. Extrajo de este texto la siguiente doctrina: “Somos justificados solo por la fe en Cristo, y no por ninguna clase de virtud o bondad nuestra”.
Expuso esta doctrina con pasión, dejando en claro que la justificación viene como un don de la gracia libre de Dios, no por algo que hagamos, sino por lo que Dios efectúa cuando nos une a Su Hijo, por el poder del Espíritu, haciéndonos parte de Su santa Iglesia, la novia mística de Jesucristo. Nuestra fe es aquello por lo que nos aferramos a Cristo en unión espiritual. Dios la vivifica en nosotros; nosotros simplemente la ejercemos “activamente”. Y al aferrarnos a Cristo y confiar en Su mérito para la salvación, Dios ve que estamos unidos a Él y considera Su mérito como nuestro. Edwards postuló la famosa idea: “Lo que es real en la unión entre Cristo y Su pueblo, es la base de lo que es legal”.

Señales del Espíritu
Al igual que los puritanos antes que él, Edwards concedía gran importancia a la unión del cristiano con Cristo como la base de la salvación. Enseñaba que somos salvos, no meramente por asentir al evangelio; incluso “los demonios creen, y tiemblan” (Stg 2:19). Somos salvos, además, porque el Espíritu Santo habita en nuestros cuerpos, reorienta nuestras almas al unirlas a Cristo, nos hace partícipes de la justicia del Señor y produce fruto en nuestras vidas.
Esta enseñanza sobre el papel del Espíritu en la salvación podría haber sido la característica definitoria del ministerio de Edwards. Vivía en un entorno donde todos tenían que ir a la iglesia y casi todos afirmaban las verdades básicas de la fe cristiana. Trabajaba como un siervo financiado por impuestos en la iglesia estatal de su colonia, una institución que él sabía que estaba llena de un protestantismo meramente cultural. Amaba profundamente a su gente y creía que algún día tendría que rendir cuentas por su ministerio. Por eso trabajó incansablemente para ayudar a sus oyentes a comprender que existe una diferencia amplia y eterna entre la fe auténtica en Cristo y la religión superficial o el cristianismo nominal. Esa diferencia, además, tiene que ver con el Espíritu Santo y Su obra de regeneración, de vivificar el alma, dándole vida espiritual en Cristo.
Después de luchar con las doctrinas de conversión de sus predecesores, Edwards llegó a ver que Dios no nos convierte a todos exactamente de la misma manera, que la sustancia de la conversión importa mucho más que la forma. También vio que la verdadera conversión era principalmente sobrenatural. No es algo que los pecadores logren al seguir los pasos correctos. Ciertamente pueden (y deben) prepararse para la conversión, aprovechando los medios de gracia de Dios y orando por misericordia. Pero no pueden hacer que suceda mediante su práctica religiosa.

Dios efectúa la conversión, y lo principal que hace cuando convierte a los pecadores arrepentidos es darles un nuevo corazón, reorientando sus “afectos”. Los llena con Su Espíritu. Engendra en el alma un profundo anhelo de caminar con Él, de conocerlo mejor y de honrarlo en todo. Así que cuando Edwards aconsejaba a los pecadores, preguntaba por sus corazones. Quería averiguar qué amaban, cómo deseaban pasar su tiempo, qué aspiraban a ser en la vida. Además, su carga durante el resto de su ministerio avivamiento era ayudar a otros a discernir la presencia del Espíritu en sus vidas; los animaba a probar “los espíritus” (1Jn 4:1), distinguiendo el Espíritu de Dios de las falsificaciones.
La estrategia de Edwards era apartar a las personas de lo que podríamos llamar los aspectos externos de la religión, falsas pistas de la fe, cualidades que él llamaba “signos negativos”, que ni confirman ni refutan la presencia y actividad del Espíritu, y dirigirlas hacia lo que él llamaba los “signos positivos” de la gracia, cualidades que la Biblia dice que resultan de un verdadero avivamiento y conversión. Los signos negativos incluían emociones intensas, pérdida de control (ya sea física o espiritualmente) y prácticas de adoración irregulares. Tales cualidades a menudo habían acompañado la obra regeneradora de Dios, pero también podían ser el producto de “hipócritas” religiosos (un término que Edwards usaba con bastante frecuencia) o incluso del diablo.
Los signos positivos de Edwards, por el contrario, incluían estima por Jesús, oposición al diablo, mayor aprecio por las Escrituras y un espíritu de amor a Dios y al prójimo, cualidades que garantizan que Dios está obrando en la vida de una persona. No pueden ser fabricadas. Son dones sobrenaturales. Y el “principal” de todos estos dones, el signo más claramente enseñado en la Escritura como un indicador de la gracia, era el signo de la “práctica cristiana” o santidad bíblica. Esto no era una falsa pista. Era la esencia de la verdadera religión y, en la estimación de Edwards, había caracterizado a Northampton durante un período de varios meses, como nunca antes en la historia local, desde diciembre de 1734 hasta el verano de 1735.

Whitefield visita Northampton
Sin embargo y desafortunadamente, este avivamiento del Espíritu y Sus signos de gracia desaparecerían —casi tan rápido como habían aparecido— durante los días sofocantes del verano. A pesar de (o más bien debido a) estos signos positivos de gracia salvadora, el diablo acechaba la ciudad en la primavera, tratando de frustrar la obra de Dios propagando melancolía, dudas e incluso impulsos suicidas. El avivamiento llegó a su fin ese verano.
La buena noticia es que Edwards continuó creciendo en la gracia a lo largo de la década de 1730 y enseñó a su gente a hacer lo mismo, predicando algunos de los mejores sermones en la historia de la Iglesia. Esta fidelidad contribuyó a avivamientos aún mayores, que culminaron a nivel regional a principios de la década de 1740 y estuvieron ligados a la predicación del amigo de Edwards, George Whitefield, considerado por algunos como el mayor predicador de la historia.
Con solo 26 años en el punto culminante de esta obra de Dios, Whitefield habló a multitudes más grandes que cualquier otra persona en la historia colonial —a veces a decenas de miles— mucho antes de la invención de micrófonos y amplificadores. Un hombre pobre de Inglaterra con ojos notablemente bizcos, fue bendecido por Dios con una voz potente, un talento para lo dramático y un notable don para la oratoria improvisada. Predicó un mensaje básico del evangelio desde toda la Biblia. Contaba historias con carisma. Las historias más convincentes que contaba mientras avanzaba de un lugar a otro tenían que ver con la expansión del avivamiento en el mundo angloamericano. Él personificaba el Avivamiento y su alcance internacional.
Durante su segundo viaje a las colonias, Whitefield envió una carta a Edwards pidiendo permiso para visitar su iglesia. Edwards respondió con calidez. Conocía el historial de Whitefield como un predicador del evangelio atractivo, y anhelaba recibir ayuda para renovar la obra del avivamiento en Northampton. Para la primavera de 1740, la parroquia de Edwards comenzó a mostrar signos de otra obra de Dios, especialmente entre los jóvenes. Luego, cuando Whitefield finalmente llegó —el viernes 17 de octubre, once meses después de haberle escrito a Edwards— estas chispas se avivaron en llamas.

Whitefield se quedó tres días. Habló dos veces el día que llegó, una vez en la iglesia y otra en la casa pastoral; una vez a la tarde siguiente (después de otro sermón en Hadley, a casi cinco millas de distancia); y dos veces más “en el día de reposo”. Edwards informó a un amigo que su “congregación se derritió extraordinariamente con cada sermón; casi toda la asamblea estaba en lágrimas durante gran parte del tiempo del sermón”. Edwards también “lloró” durante “todo el tiempo” del culto dominical por la mañana, según Whitefield. El Espíritu de Dios estaba obrando, como casi todos podían notar. Aunque solo estuvo en la ciudad por tres días, Whitefield desempeñó un papel crucial en llevar nuevamente a la congregación de Edwards al Gran Despertar.
Whitefield era impetuoso, a veces espiritualmente arrogante. Se había ganado la reputación de juzgar apresuradamente a otros pastores, afirmando que muchos —quizás la mayoría— no estaban convertidos. Así que mientras Edwards viajaba con él a sus siguientes estaciones de predicación, aconsejó a la joven estrella que podía ser peligroso depender demasiado de impulsos espirituales sin la ayuda de la Palabra de Dios. También dijo que, aunque afirmaba el énfasis de Whitefield en la necesidad de que el clero mismo se convirtiera, creía que era inapropiado juzgar precipitadamente cuáles de sus colegas eran regenerados y cuáles no. Edwards escuchó a Whitefield predicar a varios miles en los campos, le agradeció profundamente por su labor y regresó a casa esperanzado para el futuro. Inmediatamente, predicó una serie sobre la parábola del sembrador (Mt 13), exhortando a su pueblo a no dejarse deslumbrar por la evidente elocuencia de Whitefield, sino a vivir como el tipo de suelo en el que la Palabra da fruto.
En los meses siguientes, Northampton dio abundante fruto. “Hubo un gran cambio en la ciudad”, testificó Edwards, particularmente entre los niños locales.
Para mediados de diciembre, una obra de Dios muy considerable apareció entre los más jóvenes, y el avivamiento de la religión continuó creciendo; de modo que, en la primavera, un fervor espiritual por las cosas de la religión se había vuelto muy general entre los jóvenes y los niños, y los temas religiosos casi dominaban completamente sus conversaciones.
Incluso las propias hijas de Edwards habían sido impactadas por la obra del Espíritu. Muchos otros niños también habían sido afectados por el evangelio. Edwards más tarde describió este tiempo como “la obra más maravillosa entre niños que jamás hubo en Northampton”. Reavivó su fervor por el avivamiento y la conversión en Nueva Inglaterra.

El pastor como centinela
Durante la primavera y el verano siguientes, Edwards mismo fue llamado a servir como predicador itinerante del evangelio. Inspirado por el ejemplo de Whitefield, hizo esto más que nunca durante 1741. Es más conocido por un sermón que predicó en Enfield, cerca de la frontera con Connecticut. Había predicado este sermón antes a su propia congregación. Sin embargo, cuando lo predicó en el camino, ocurrieron cosas sorprendentes. El texto de Edwards era muy breve: “A su tiempo el pie de ellos resbalará” (Dt 32:35). Su doctrina es algo más extensa y memorable hoy en día: “No hay nada que mantenga a los hombres malvados, en ningún momento, fuera del infierno, excepto la mera complacencia de Dios”. Aplicó esta doctrina extensamente, con palabras que han pasado a la historia:
La ira de Dios es como grandes aguas que están represadas por el momento; aumentan más y más, y suben más y más alto, hasta que se les da una salida, y cuanto más tiempo se detiene la corriente, más rápida y poderosa es su marcha cuando finalmente es liberada. Es cierto que hasta ahora no se ha ejecutado el juicio contra tus malas obras; las inundaciones de la venganza de Dios han sido retenidas; pero tu culpa, mientras tanto, está aumentando constantemente (...). Así están todos aquellos que nunca han pasado por un gran cambio de corazón, por el poderoso poder del Espíritu de Dios sobre sus almas; todos los que nunca han nacido de nuevo y han sido hechos nuevas criaturas (...). Así están ustedes en las manos de un Dios airado; no es sino Su mera complacencia lo que les impide ser, en este mismo momento, tragados por la destrucción eterna.
Así transcurre el famoso sermón Pecadores en las manos de un Dios airado, una pieza verdaderamente aterradora, pero que también está llena de amor y apasionada maestría literaria.

Edwards predicó decenas de sermones sobre el fuego del infierno durante su ministerio, muchos de los cuales han sobrevivido. Como los puritanos antes que él, lo hacía en la manera del “centinela” de Ezequiel, a quien Dios consideraba responsable de tocar claramente la trompeta cuando su pueblo estaba amenazado de peligro. Este era un asunto serio. Edwards creía, como proclamó en la ordenación de uno de sus colegas, que “los ministros del evangelio tienen las preciosas e inmortales almas de los hombres encomendadas a su cuidado y confianza por el Señor Jesucristo”. Creía que rendiría cuentas en el día del juicio por su ministerio. Por lo tanto, predicaba de vez en cuando sobre los peligros de la condenación. “Si realmente hay un infierno”, escribió en 1741,
…de tormentos tan espantosos y sin fin (...) en el que multitudes están en gran peligro, y en el que la mayor parte de los hombres en los países cristianos caen de generación en generación, por falta de un sentido de lo terrible que es y del peligro que corren, y por lo tanto por falta de tomar el debido cuidado para evitarlo; entonces, ¿por qué no es propio que aquellos que tienen el cuidado de las almas hagan grandes esfuerzos para hacer que los hombres sean conscientes de ello? ¿Por qué no se les debería decir tanto de la verdad como sea posible? Si estoy en peligro de ir al infierno, me alegraría saber tanto como sea posible acerca de su horror; si soy muy propenso a descuidar el debido cuidado para evitarlo, me hace el mayor bien aquel que más se esfuerza en representarme la verdad del caso, que expone mi miseria y peligro de la manera más vívida.
Tal predicación tuvo éxito en el punto culminante del Avivamiento. Miles se convirtieron —solo en América— durante 1741. El Gran Despertar fue divisivo, pero también cristalizó la importancia crucial de la conversión y de vivir con urgencia escatológica.

Diez lecciones del ministerio de Edwards
¿Qué podríamos aprender de Edwards y su trabajo en el avivamiento? Permítanme concluir ofreciendo diez breves lecciones.
1. Primero, Edwards y sus colegas muestran lo que Dios ha hecho a menudo, y aún quiere hacer hoy, mediante la predicación urgente y vívida enmarcada en las doctrinas de la gracia. ¿Cuántos predicadores puedes nombrar que compartan la capacidad de Edwards para hacer que la doctrina bíblica sea urgente y su compromiso de escribir sermones que dejen una impresión bella, intelectualmente convincente y duradera en sus oyentes?
2. Segundo, Edwards y sus colegas demuestran la gran promesa de predicar a los corazones de las personas. Como Edwards escribió en Algunos pensamientos sobre el avivamiento presente (1743):
Considero que es mi deber elevar los afectos de mis oyentes tan alto como pueda, siempre que sean afectados solo por la verdad y con afectos que no sean discordantes con la naturaleza de aquello que los afecta (...). Nuestra gente no necesita tanto llenar sus cabezas, sino tocar sus corazones; y necesitan más ese tipo de predicación que tenga la mayor tendencia a lograrlo.
3. Tercero, los cristianos del Gran Despertar mostraron que los testimonios importan. No puedo hacer justicia a este tema en este ensayo. Baste decir que lo que a menudo llamaban “inteligencia religiosa”, o noticias de la obra de Dios y la propagación del evangelio tanto en casa como en el extranjero, desempeñó un papel central en la difusión del avivamiento. Estas noticias se compartían oralmente en servicios evangelísticos. También se publicaban en revistas y periódicos cristianos, que Dios usó para expandir los horizontes de las personas y hacerlas sentir parte de la causa global de Cristo.

4. Cuarto, Edwards y sus compañeros mostraron que la oración importa aún más. Edwards predicó durante muchos años sobre la importancia de orar persistentemente. Publicó un tratado importante sobre la necesidad de orar por el avivamiento, cuya traducción al español es “Un humilde intento de promover un acuerdo explícito y una unión visible del pueblo de Dios en la oración extraordinaria por el avivamiento de la religión y el avance del reino de Cristo en la tierra”. Y exhortó a todos los que le escuchaban a participar en conciertos de oración transatlánticos por el avivamiento.
5. Quinto, Edwards y pastores como él demostraron la importancia de predicar lo que el apóstol Pablo llamó “todo el consejo de Dios”, incluso las partes sobre el infierno y las consecuencias del pecado. Dios usó tal predicación para atraer a miles a sí mismo. ¿Tenemos la sabiduría, la fe, el valor y la sensibilidad espiritual para predicar de esta manera hoy, para la honra y gloria de Dios?
6. Sexto, Edwards y sus compañeros modelaron sabiduría pastoral en medio de señales y prodigios e intensidad espiritual. A menudo fallaron en discernir correctamente. Pero hicieron su mejor esfuerzo para abrir sus Biblias e interpretar las señales del Espíritu a su alrededor, enseñando las marcas distintivas de una obra del Espíritu de Dios.

7. Séptimo, Edwards y sus compañeros demostraron que la Palabra y el Espíritu siempre van de la mano. Contra aquellos que enseñaban la Palabra sin vitalidad espiritual, llamaban a una conversión real y a caminar con el Espíritu. Contra aquellos que afirmaban recibir revelación inmediata o impulsos espirituales no fundamentados en las Escrituras, exigían responsabilidad teológica.
8. Octavo, Edwards y sus compañeros modelaron el ecumenismo evangélico. Evitaban la imprudencia espiritual y las actitudes de juicio hacia los cristianos serios, al menos cuando estaban en su mejor momento. Algunos sí causaron divisiones de vez en cuando. Pero nuevamente, cuando estaban en su mejor momento, demostraron que anglicanos, congregacionalistas, presbiterianos, bautistas y otros podían trabajar juntos por el evangelio, dando lugar al evangelicalismo moderno.
9. Noveno, Edwards y sus colegas no permitieron que nadie los menospreciara por su juventud, como Pablo dijo a Timoteo (1Ti 4:12). Edwards tenía poco más de treinta años en el punto más alto del Gran Despertar. Whitefield tenía veintitantos. Dios los usó de manera extraordinaria a pesar de ellos mismos.
10. Finalmente, los primeros evangélicos demostraron la importancia crucial de la “religión social”: el compañerismo cristiano, el estudio bíblico, el testimonio, la oración y el canto espiritual en contextos de pequeños grupos. De hecho, establecieron estas prácticas en la historia de la iglesia. Millones han llegado a conocer a Jesús como resultado.
Que Dios nos ayude a todos a hacer buen uso de su ejemplo, facilitando el avivamiento y la renovación en nuestro tiempo.
Este artículo fue traducido y ajustado por David Riaño. El original fue publicado por Douglas Sweeney en Desiring God. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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