La historia de la Edad Media fue tremendamente influenciada por las cruzadas: importantes campañas militares de los reinos cristianos de Europa para recuperar los territorios sagrados en Jerusalén. No solo fueron empresas de carácter militar; también tuvieron una motivación religiosa y propiciaron grandes intercambios culturales. En este artículo nos introduciremos brevemente en ellas, presentando su historia, causas y resultados.
Tierra Santa bajo los enemigos
Las cruzadas tuvieron por objetivo liberar Tierra Santa de la dominación musulmana. Estas campañas provenían de los reinos cristianos de Occidente y fueron el resultado de la cooperación entre la Iglesia católica y el poder armado de los señores y monarcas europeos.
Pero, ¿por qué era necesario liberarla? En el siglo VII, los territorios de Tierra Santa fueron conquistados por los ejércitos árabes. Después de muchas batallas, el acontecimiento decisivo ocurrió cuando, tras un año de asedio, el califa Omar llegó a Jerusalén, atravesó sus puertas y entró victorioso en la ciudad. Era el año 638. Desde entonces, la presencia árabe y la fe musulmana han permanecido en los territorios sagrados para los cristianos.

No obstante, los cristianos y sus lugares de culto no fueron objetos de ataque. Los árabes mostraron tolerancia hacia ellos y hacia el patriarca Sofronio. Lo que sí hicieron fue imponerles un impuesto y ordenarles mantener los templos tal como estaban, sin expansiones. Esto parecía aceptable en un principio; la fe cristiana no estaba siendo cancelada.
Sin embargo, el mayor peso de la conquista árabe fue su impacto religioso: la cuna del cristianismo se convirtió en un centro de fe pagana. Junto a las iglesias se levantaron centros musulmanes de oración, y las peregrinaciones a los lugares sagrados resultaron afectadas. La práctica de la fe cristiana en Jerusalén, con sus lugares y tradiciones, quedó relegada y circunscrita a la dominación musulmana.
Entonces, si aquel espacio tan emblemático para el cristianismo estaba —territorial y religiosamente hablando— bajo amenaza, ¿qué debían hacer los reinos de Europa y el resto del cristianismo occidental, cuya sede estaba en Roma?

El ataque hacia Oriente
Los árabes no solo ocuparon territorios cristianos, sino que también se expandieron rápidamente tanto por Oriente como por la península occidental. Aunque transcurrieron siglos tras su invasión, el control que lograron sobre Jerusalén fue limitado.
Pero otro pueblo musulmán tomó el lugar de los antiguos árabes: los turcos selyúcidas, quienes también provenían de Oriente y profesaban la fe del profeta Mahoma. Ellos se adueñaron de los territorios árabes y continuaron la “guerra santa” contra los infieles y paganos. Su amenaza se extendió por gran parte de Asia Menor, afectando también a Italia y Bizancio. Desde esas posiciones obstaculizaron el comercio, prohibieron las peregrinaciones y, finalmente, conquistaron Jerusalén en el año 1078.

Uno de los territorios más afectados por el dominio turco fue Bizancio, la gran capital del Imperio cristiano de Oriente. Desde 1071, las tropas selyúcidas amenazaron repetidamente las posesiones del emperador bizantino Romano IV Diógenes. La historia registra varios enfrentamientos entre las fuerzas turcas y las bizantinas, los cuales ni Romano ni su sucesor, Miguel VII Ducas, lograron resistir. Hasta ese momento, Bizancio luchaba solo, mientras los diversos grupos musulmanes veían ese sector del Imperio como un flanco fácil y debilitado.
El nuevo emperador, Alejo I Comneno, aunque gran y experimentado militar, no siguió el ejemplo de sus predecesores. En el año 1095, al percibir la latente amenaza musulmana, decidió pedir ayuda a Occidente.

La respuesta de Occidente
Bizancio necesitaba una mano fuerte para poder repeler a los turcos, y ese apoyo solo podía provenir del Occidente cristiano. Por tanto, el emperador Alejo apeló al obispo de Roma de turno, Urbano II.
El emperador envió una embajada a Urbano con su urgente petición de ayuda. La respuesta del obispo fue favorable, pues no solo sus aliados sufrían la amenaza, sino también sus hermanos en la fe. Así, el 26 de noviembre, Urbano celebró el famoso Concilio de Clermont para materializar su apoyo a la causa bizantina. Su intervención en el conflicto turco-bizantino fue decisiva: por un lado, supuso una tregua en los enfrentamientos entre los reinos occidentales y, por otro, significó la unificación del poder militar occidental bajo una sola causa: atacar al enemigo común.
Occidente ahora tenía ante sí un adversario real, con el potencial de afectar no solo el poder político y militar, sino también la vida religiosa. Si Bizancio había sido gravemente golpeado por el poder turco, nada impedía que tarde o temprano el resto de Occidente también lo fuera.

Pero el argumento de que aquella amenaza se cernía sobre Occidente no bastaba para motivar a los señores y sus ejércitos. El obispo de Roma apeló entonces a la fe. Llamó a los caballeros “siervos de Cristo” y a quienes aceptaran unirse a la cruzada les otorgó una indulgencia que, según él, borraba todas las faltas cometidas con anterioridad. Para una cultura cristiana católica, esta era una propuesta sumamente atractiva: el viaje cruzado para liberar Jerusalén sustituía toda la penitencia personal por los pecados.
Tras un informe en el que Urbano relató las atrocidades sufridas por sus hermanos y aliados en Bizancio, todos asintieron a la llamada: se debía recuperar la Tierra Santa, la tierra de la leche y la miel; se debía matar a los musulmanes. El grito que confirmó la misión veía en la cruzada una causa divina: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!”.
Sin embargo, no podemos reducir la motivación de la cruzada a un mero acto definido por la piedad religiosa. Entre las muchas motivaciones estaban también el espíritu aventurero, el deseo de conocer nuevas tierras de las que podían obtenerse tesoros, el anhelo de dar sentido a la vida mediante una empresa significativa, el poder, la ambición y la influencia cultural. El factor religioso estaba detrás de la cruzada, pero no era lo único que impulsaba a los cruzados.

La Primera Cruzada
Las cruzadas se extendieron, aproximadamente, entre 1096 y 1270. La primera inició en 1096 y se prolongó hasta 1099. Se puede decir que fue una de las más efectivas, e incluso la única que logró plenamente su objetivo. Fue comandada por cuatro príncipes que lideraron a sus respectivos ejércitos, los cuales llegaron a Constantinopla tanto por tierra como por mar. Tras presentarse ante el emperador Alejo, las tropas salieron de Bizancio rumbo a Tierra Santa.
En su recorrido lograron conquistar importantes territorios como Antioquía y Nicea. Finalmente, en 1099, tomaron Jerusalén. Los cruzados no solo liberaron los territorios sagrados, sino que también establecieron el Reino de Jerusalén junto con otros principados y condados. Tras alcanzar su objetivo, los ejércitos regresaron a Occidente.
No obstante, la Primera Cruzada es recordada también por una campaña muy peculiar que la antecedió casi un año. Un predicador itinerante francés, Pedro de Amiens, dio inicio a su propia expedición militar, que en realidad era popular, pues había sido formada por civiles. Eran fanáticos y piadosos creyentes que anhelaban llegar a Tierra Santa en forma de peregrinación.

Tras arribar a Constantinopla y desoír los consejos del emperador Alejo de esperar refuerzos, partieron hacia la también llamada Tierra del Señor (Terra Domini). En su camino, llegaron a Asia Menor, pero pronto fueron atacados por las tropas turcas de Qilich Arslan. Después de intensos enfrentamientos, los cruzados populares fueron exterminados en 1096. Esta fue una amarga antesala para los cruzados militares que después emprenderían el viaje a Oriente.
La Primera Cruzada y su victoria dieron origen a una nueva figura en el panorama medieval: los militares cristianos. Tras el regreso de las tropas desde Tierra Santa, surgió la necesidad de mantener una fuerza militar estable que defendiera los territorios conquistados y protegiera a los peregrinos. De esa necesidad surgieron las órdenes militares de monjes-soldados. Entre las más importantes se encontraban los Hospitalarios, los Templarios y los Teutónicos.
La Segunda Cruzada
Inició en 1147 y se extendió hasta 1149. Fue, sin duda, consecuencia directa de los efectos de la Primera Cruzada. Tras la recuperación de Jerusalén en 1099, el territorio quedó bajo el dominio de los señores cruzados. Sin embargo, este gobierno, desarrollado fuera de los contextos culturales y sociales de Occidente, resultó un fracaso. No pasó mucho tiempo hasta que los habitantes de Jerusalén y sus alrededores comenzaran a quejarse de sus nuevos señores.
Al descontento del pueblo nativo se sumó otra noticia: en 1144, los turcos avanzaron y tomaron la ciudad de Edesa, un territorio previamente recuperado. La respuesta de Occidente se repitió: había que reconquistar las tierras.
Aunque esta nueva cruzada atrajo a reyes y militares al ser apoyada y predicada con gran fervor por el influyente monje Bernardo de Claraval, no resultó efectiva. Los ejércitos alemanes y franceses fueron derrotados antes de llegar a Tierra Santa por una alianza entre turcos y bizantinos. Los cruzados alcanzaron Damasco e intentaron sitiarla, pero no tuvieron éxito. Los sobrevivientes, que habían soñado con recuperar sus tierras, regresaron a Occidente sin territorios ni tesoros.

La Tercera Cruzada
Comenzó en 1189 y concluyó en 1191. Al igual que la anterior, duró poco tiempo y sus resultados fueron aún más desfavorables. Un nuevo líder musulmán, Saladino, conquistó Jerusalén en 1187, junto con Siria y Tiberíades. Con ello, los territorios cruzados se redujeron considerablemente.
El obispo de Roma Clemente III ordenó entonces una nueva cruzada. Esta vez no fueron caballeros, sino los reyes de Francia, Alemania e Inglaterra quienes unieron sus fuerzas —más allá de sus diferencias políticas— y organizaron un triple ejército. Aunque este era numéricamente grande, su desenlace fue trágico.
Las tropas alemanas regresaron a Occidente tras la muerte de su rey: Federico sufrió un infarto y murió ahogado en un río. Los ejércitos franceses, menos numerosos, se vieron incapaces de tomar Jerusalén sin el apoyo de los alemanes, por lo que volvieron a Francia. Solo los ingleses, comandados por el rey Ricardo, se enfrentaron a las tropas turcas de Saladino.
Sin embargo, no hubo grandes ataques; por el contrario, se concertó una alianza entre Ricardo y Saladino. Aunque los cristianos de Occidente podían peregrinar a Tierra Santa, los territorios permanecieron bajo dominio musulmán. El resultado final fue desastroso: los lugares sagrados no se recuperaron, la relación con los turcos quedó marcada por una alianza de dudosa reputación y algunos reinos europeos retomaron las luchas internas.

La Cuarta Cruzada
Inició en 1202 y se extendió hasta 1204. Se desarrolló en el contexto de un nuevo siglo y se caracterizó por un giro inesperado. El obispo de Roma Inocencio III la presidió y, a diferencia de las anteriores, no tuvo un carácter internacional, sino que se limitó a los señores franceses.
En contra de la intención original de las cruzadas, la Cuarta se desvió por completo de su meta. En lugar de seguir el camino hacia Tierra Santa para reconquistar Jerusalén, los cruzados franceses se dirigieron a Constantinopla, en donde el escenario político era confuso. El emperador de turno había sido derrocado por la fuerza y Enrico Dandolo aspiraba a ocupar su lugar, pero no contaba con el apoyo necesario. Entonces, tras convencer a los venecianos y a los cruzados, los condujo hasta Constantinopla.
Los cruzados llegaron a la gran ciudad y la conquistaron, saqueándola durante tres días. Allí los franceses establecieron un gobierno latino que perduró unos 56 años. Después de tomar Constantinopla, regresaron a Europa con botines y con el recuerdo fresco de haber instaurado un imperio francés en tierras orientales.
Esta Cuarta Cruzada fue un fracaso en el sentido de haberse apartado de su propósito original: recuperar Tierra Santa. Movidos por la ambición y el poder, los franceses truncaron los planes iniciales y conquistaron un territorio aliado, libre y, más aún, cristiano.

Las últimas cruzadas
La historia de la Quinta hasta la Séptima Cruzada no fue muy distinta a las anteriores: ninguna logró recuperar Tierra Santa mediante la victoria.
La Quinta Cruzada (1217-1221), encabezada por Andrés II, rey de Hungría, y promovida por el obispo de Roma Honorio III, tuvo como meta principal Egipto más que Jerusalén. Aunque las tropas cruzadas tomaron Damieta en 1219, dos años después fueron derrotadas y perdieron el territorio a manos de los sarracenos.
La Sexta Cruzada (1227), dirigida por el emperador Federico II, sí se encaminó hacia Tierra Santa, aunque sin enfrentamientos bélicos. Jerusalén y otros territorios circundantes fueron recuperados mediante transacciones diplomáticas. Los cristianos de Occidente obtuvieron así libertad para peregrinar a Tierra Santa.
La Séptima y la Octava Cruzada fueron emprendidas por Luis IX, rey de Francia. Se desarrollaron en dos fases: una expedición contra Egipto en la década de 1240 y otra hacia Túnez en la de 1270. Ambas terminaron en fracasos. De hecho, ninguna llegó a acercarse a Jerusalén, y concluyeron con la muerte de su dirigente en Túnez, a causa de la peste.

La condición humana
En conclusión, las cruzadas fueron expediciones que mezclaron la fe, las armas y el poder; pueden verse como un reflejo de la condición humana en la historia de la Iglesia. Aunque comenzaron con una meta clara, y que en su momento parecía legítima, con el tiempo se deformaron profundamente.
Si bien las primeras cruzadas reflejaron decisión y fuerza, al final resultaron en fracasos para la Europa cristiana. A pesar de sus intenciones, no afectaron decisivamente al mundo islámico. Los territorios que los cruzados recuperaron no eran centrales, y aunque perdieron algunos lugares, los musulmanes conservaron el dominio de Oriente.
No obstante, estas campañas dejaron huellas importantes: significaron el auge del poder nacional, con reyes más empoderados y con mayor independencia. Además, permitieron un flujo de contacto entre dos mundos distintos, lo cual favoreció un diálogo cultural y el intercambio de elementos.
Finalmente, todo el impacto económico, intelectual y político de las cruzadas contribuyó a la llegada de una nueva época y al declive de la Baja Edad Media. No sería exagerado afirmar que las cruzadas prepararon el camino para la Edad Moderna.
Referencias y bibliografía
Las cruzadas y el Reino de Jerusalén (2018) de F. Cardini. En La Edad Media III, Umberto Eco (ed.). Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, pp. 47-51.
Historia de la Edad Media (1984) de Jacques Heers. Barcelona: Editorial Labor, p. 177 ss.
Poder y tronos: Una nueva historia de la Edad Media (2022) de Dan Jones. Madrid: Ático de Libros, pp. 317-367.
Las guerras de Dios: Una nueva historia de las cruzadas (2007) de Christopher Tyerman. Barcelona: Crítica.
Historia de las cruzadas (1985) de Mijaíl Zaorobov. Madrid: Sarpe.
Historia de las cruzadas (2025) de Steven Runciman. Madrid: Alianza Editorial.
Las cruzadas: Una nueva historia de las guerras por Tierra Santa (2019) de Thomas Asbridge. Madrid: Ático de los Libros.
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