A diferencia de la Navidad, que siempre se celebra el 25 de diciembre, la Semana Santa no tiene una fecha fija en el calendario; unos años cae en marzo, otros en abril. ¿Por qué? La respuesta no es tan sencilla como parece. Para entenderlo, hay que remontarse a una compleja combinación de factores: antiguos calendarios, decisiones tomadas en un concilio de la Iglesia y, sorprendentemente, un poco de astronomía. La historia detrás de esta variación es tan antigua como fascinante, y revela cómo la fe cristiana ha dialogado con el tiempo, el cielo y la tradición a lo largo de los siglos.
Semana Santa y los calendarios antiguos
A lo largo de la historia, distintas civilizaciones desarrollaron calendarios para organizar el tiempo según sus necesidades religiosas, agrícolas, políticas y astronómicas, entre otras. Sin embargo, casi todas han recurrido de alguna manera a la astronomía para darles mayor estructura o coherencia a estos sistemas de medición. En términos generales, han existido dos grandes formas de contar el tiempo: una basada en el movimiento del sol y otra en las fases de la luna.

Nuestro calendario occidental es solar, es decir, se basa en el tiempo que dura la tierra en darle una vuelta completa al Sol. Esto genera efectos evidentes en el planeta, como que algunos años sean de 365 días y otros de 366. La fecha cristiana de la Navidad está basada en este calendario, por lo que siempre la celebramos el 25 de diciembre. El calendario lunar, en cambio, se organiza alrededor de las fases de la luna. Como resultado, un mes dura 29 días y medio, lo que en consecuencia hace que el año lunar tenga once días menos que el solar. Algunas religiones, como el islam, lo usan para sus fiestas.

Pero el calendario lunisolar, como se puede intuir por su nombre, es una combinación de los dos. El calendario hebreo es un buen ejemplo de este tipo, ya que determina los meses según los ciclos de la luna, pero introduce ajustes periódicos —como la incorporación de un mes adicional— para mantener las festividades en su estación correspondiente dentro del año solar.
¿Qué tiene que ver la astronomía con la Semana Santa?
Si queremos entender la relación de la astronomía con esta celebración religiosa, debemos hablar primero del equinoccio, un término con el que no estamos muy familiarizados quienes vivimos en países sin estaciones. Este nombre se le da al momento en que el día y la noche tienen aproximadamente la misma duración en todo el planeta, debido a que el Sol se encuentra justo sobre el ecuador terrestre. Ocurre dos veces al año: alrededor del 21 de marzo, evento conocido como el equinoccio de primavera, y cerca del 23 de septiembre, al cual se le denomina equinoccio de otoño.

Es aquí donde el asunto de los calendarios solar y lunar se vuelve clave. El calendario solar que nosotros usamos tiene fechas para los equinoccios, aunque pueden variar ligeramente. No obstante, la fecha de esta luna llena cambia dentro del calendario solar porque, como se mencionó antes, el ciclo lunar no encaja de manera exacta con el solar.

Originalmente, la Iglesia fijó el 21 de marzo como fecha de referencia para el equinoccio de primavera en el calendario litúrgico, independientemente del momento astronómico exacto en que ocurriera cada año. Esto significa que la llamada “luna llena pascual” que determina la Semana Santa es la primera luna llena que ocurre después de esa fecha. Ahora bien, ¿cómo encaja realmente todo esto con las fechas concretas de la muerte y resurrección de Cristo?
La última cena de Jesús con Sus discípulos ocurrió durante la Pascua judía, festividad en la que se celebra la liberación del pueblo de Israel de su esclavitud en Egipto. Según el calendario hebreo, esta se lleva a cabo precisamente en la noche de la primera luna llena después del equinoccio de primavera.
Entonces, si tratamos de encajar la fecha exacta de la crucifixión de Cristo según el calendario gregoriano que usamos en Occidente, es probable —aunque discutible— que la fecha fuera el 3 de abril. Según el calendario judío, esta correspondería con el 14 y 15 de Nisán, el mismo día que se sacrificaban los corderos pascuales.

Sin embargo, debido a las diferencias entre el calendario solar gregoriano y el calendario lunisolar hebreo, las fechas exactas no coinciden perfectamente, lo que hace que la interpretación de los eventos de la Pasión de Cristo en relación con la Pascua judía sea compleja. No obstante, para comprender la consolidación de la fecha de la Semana Santa, es clave entender que hay una conexión entre la muerte de Cristo y la Pascua.
Pero, ¿en qué momento la Iglesia estandarizó o unificó esta celebración?
El papel de Nicea
El Concilio de Nicea, convocado en el año 325 d. C., estableció, como vimos anteriormente, que la Semana Santa debía celebrarse el primer domingo después de la primera luna llena que ocurriera tras el equinoccio de primavera. Para estandarizar este cálculo, se fijó el 21 de marzo como la fecha del equinoccio eclesiástico, independientemente de las pequeñas variaciones del equinoccio astronómico. Este sistema de cómputo pascual se basa en el ciclo lunar, lo que significa que, aunque el punto de partida es siempre el 21 de marzo, la fecha de la Semana Santa varía cada año, ya que el ciclo lunar no encaja perfectamente con el calendario solar.
Miremos un ejemplo. En 2022, la primera luna llena después del 21 de marzo cayó el 16 de abril, por lo que el Domingo de Resurrección se celebró el 17 de abril. Como podrás notar, aunque el punto de partida es fijo, la fecha de la Semana Santa varía cada año debido al desfase entre los ciclos lunar y solar.

Una celebración del corazón del cristianismo
Esa variación anual de la fecha de la Semana Santa no debería ser vista como un producto del azar histórico, sino más bien como el reflejo del gobierno soberano de Dios sobre el tiempo y la historia. También deberíamos ver esa interesante interacción entre los calendarios solar y lunar como una respuesta al deseo de la Iglesia antigua de conmemorar con orden y reverencia el centro de nuestra fe: la muerte y resurrección de nuestro Salvador Jesucristo.
Entonces la utilidad de este trasfondo histórico y astronómico, más allá de dar a conocer el valor espiritual de la celebración, resalta la profundidad del misterio de la redención. La creación misma, con sus ciclos y ritmos marcados por el Creador, simplemente se convirtió en testigo de la obra salvadora. El darnos cuenta de estos aspectos nos debería conducir a una mayor gratitud, pues esto revela la forma en que la Providencia de Dios ha guiado a Su Iglesia, incluso en detalles tan técnicos como un calendario litúrgico.

Por eso, los cristianos de todas las épocas han considerado esta celebración como la más importante del calendario. Honestamente, no se conmemoran y celebran hechos menores: la crucifixión y resurrección de Cristo constituyen los eventos esenciales del cristianismo, sin los cuales no podría existir nuestra fe. No hay acontecimientos más determinantes; si no hubiesen ocurrido, la Iglesia simplemente no existiría.
En la cruz y en la tumba vacía se cumplen las promesas del Antiguo Testamento, se afirma la victoria definitiva de Jesucristo sobre la muerte, y se funda la esperanza de vida eterna para todos los que creemos en el Evangelio. La Semana Santa, entonces, no es solo una fecha simbólica; es una afirmación profunda de nuestra fe en un Salvador que venció la muerte.
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