A mis hijas y a mí nos encanta la ficción, especialmente las historias que tienen finales felices. Nuestra vida con su padre y mi esposo, Ted, había sido tan feliz y bendecida. Tan es así, que si Dios me hubiera dicho: “Voy a permitir una crisis dolorosa en tu familia y todos ustedes van a sufrir”, yo contestaría con calma: “De acuerdo, Padre, que se haga Tu voluntad”. Podemos manejar cualquier situación juntos.
El 13 de mayo de 2011 nuestra hija menor, Jane, tuvo un accidente. Se estaba balanceando sobre su silla y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza en el piso de madera. Soy una enfermera especialista en pediatría, así que la evalué de inmediato. No mostraba signos de ninguna lesión. Mi hermana, que también es enfermera, estuvo de acuerdo en que parecía estar bien.
Jane tenía su cita de rutina con el pediatra el 16 de mayo de 2011. Le conté al médico lo que había sucedido, y él pensó que sería prudente hacerle una radiografía de cráneo. Llevamos a Jane al hospital de niños, donde los rayos X revelaron una fractura craneal. Una tomografía computarizada confirmó que no hubo otras complicaciones. Obviamente me sentí mal y tuve muchas preguntas, pero el personal médico nos consoló y nos aseguró que todo estaba bien. Alabamos a Dios todo el camino a casa por proteger a Jane de lesiones más graves.
Una semana después, estaba en casa con Anne, Paige y Jane. De repente llegaron unos detectives de la policía y trabajadores de Servicios de Protección Infantil (CPS, por sus siglas en inglés). Habían venido a investigar porque se había hecho una denuncia de “abuso infantil severo”. Sus preguntas fueron impactantes, acusatorias y confusas. Peor aún, mis hijas fueron testigos de todo.
El informe de “abuso infantil severo” provino de una doctora nueva en el hospital que solo vio los rayos X y realizó el informe a CPS basándose únicamente en eso. Como Jane tenía menos de doce meses, el informe se clasificó automáticamente como un caso criminal.
Nos quitaron la custodia de nuestras tres hijas.
No había evidencia de abuso, pasado o presente, en ninguna de nuestras hijas. No había factores de riesgo de abuso en nuestra familia. No había lesiones previas en ninguna de nuestras niñas. Todos los profesionales médicos que examinaron a Jane y hablaron con nuestra familia descartaron la posibilidad de abuso.
A pesar de la verdad, nuestra familia fue separada y no se reunió sino hasta nueve meses después. A Ted y a mí no nos permitieron vivir en la misma casa que nuestras niñas, por lo que nos vimos obligados a mudarnos, y solo nos permitieron visitas supervisadas.
Nunca olvidaré la primera noche lejos de nuestras hijas. Estaba furiosa, clamando a Dios, gritando de agonía. Entonces sucedió algo poderoso. Una profunda calma me inundó. De repente me percaté de que Dios estaba allí, abrazándome, indignado por la injusticia, llorando con nosotros, Sus hijos. Nunca me había sentido tan protegida en toda mi vida.
Ciertamente no estuve completamente confiada o en paz durante los siguientes nueve meses. Cada segundo se sentía como una malvada persecución. Nuestras hijas estaban sufriendo. Me estaban acusando falsamente de “abusar severamente” de Jane. También me atacaron personal y profesionalmente en muchos niveles. Llevaba más de una década trabajando como enfermera con familias de alto riesgo. Estaba capacitada específicamente para prevenir el abuso y la negligencia infantil.
Además del ataque emocional a nuestra familia, también sufrimos la enorme carga financiera de la defensa legal, de consultas relacionadas al caso, de facturas médicas y de la consejería que necesitábamos, y no me permitieron regresar al trabajo ya que implicaba estar con niños.
¿Y qué pasó con esa consciencia profunda y pacífica de la presencia y protección de mi Padre? Todavía estaba en mí, dándome fuerzas para seguir adelante. A pesar de las desilusiones, las frustraciones y las tristezas de cada día, dormía profundamente todas las noches. Cada mañana le daba gracias a Dios por renovar mis fuerzas.
Durante el día luchaba frecuentemente con Dios. A menudo me molestaba cuando Él no “arreglaba las cosas”. Estaba tan cansada de esperar a que la verdad prevaleciera. Hubo innumerables reuniones en la corte, peticiones, audiencias, visitas de CPS, procedimientos policiales, procedimientos legales, rumores, opiniones de expertos, consejos extraoficiales y cantidades masivas de papeleo. La mayoría de las veces recibía la valentía que Dios me daba para manejar todos estos desafíos. Otras veces me desmoronaba bajo la presión. Con el tiempo aprendí que a Dios no le importaba cuán fuerte o débil pudiera ser. Él seguía siendo el mismo. Este fue el verdadero milagro: no que Dios nos haya rescatado del horno de fuego, sino que mi familia vivió y sobrevivió en ese horno con la provisión de Dios.
A menudo nos encontrábamos pronunciando palabras de esperanza y aliento a los demás. Pero nunca oculté mis verdaderos sentimientos sobre mis luchas. Dios me hizo lo suficientemente vulnerable como para tocar los corazones de las personas, pero lo suficientemente resistente como para testificar sobre Su provisión. Muchos dijeron: “Si eso me sucediera, me derrumbaría; no sobreviviría; mi enojo me haría hacer algo lamentable. Pero ustedes son tan fuertes, tan fieles, tan pacientes!”. Cada vez que alguien decía esto sentía una chispa de alegría porque me encantaba ser el instrumento de Dios. Sí, sentí todas esas emociones terribles, pero Dios es fuerte y me fortaleció. Sí, me desmoroné, muchas veces, pero Dios siempre me volvía a levantar. A veces disfrutaba la idea de vengarme, pero Dios reemplazaba mi amargura con misericordia. Dios fue paciente, ¡yo no!
Finalmente llegamos al juicio de la Corte Juvenil. Técnicamente también era una investigación criminal, así que la policía realizó muchos procedimientos de investigación, pero no llegamos a ser acusados penalmente porque no hallaron evidencias contra nosotros. El juez era respetado por todos como un juez justo y objetivo. El abogado del CPS tenía la reputación opuesta. Mientras estaba en el estrado, a menudo me sentía dolida, enojada, molesta, derrotada, engañada, traicionada e indefensa, pero todo el tiempo pude sentir a Dios conmigo, luchando por mí. Al finalizar el tercer día del juicio, cuando ya estábamos solos Ted y yo, exclamé: “Gracias, Dios, por el privilegio de este sufrimiento, por estar con nosotros en medio de él, y por brillar a través de nosotros durante este sufrimiento…”.
El cuarto día, el juez hizo una declaración que sorprendió a todos. Desestimó todo el caso por infundado, sin siquiera escuchar nuestra defensa. Solo pude susurrar “gracias”, una y otra vez. Nuestro abogado nos dijo: “Esta no es mi victoria ni su victoria. Esta es la victoria de Dios. Agradézcanle a Él, no a mí”.
Cuando la batalla terminó, aún quedaban heridas de batalla que necesitaban atención. Al principio estábamos tan aliviados y tan alegres por la libertad, que no nos dimos cuenta de la tarea emocional que teníamos por delante. A pesar de la reunificación de nuestra familia, nuestras hijas siguieron sufriendo los efectos de nuestra crisis.
Ted y yo también enfrentamos algunos síntomas de estrés postraumático, pero aun así, el estado de ánimo predominante en nuestro hogar fue el alivio. Volvimos a experimentar paz y alegría, pero con una nueva intensidad y frescura. Mi asombro y gratitud por el regalo de mis hijas habían sido renovados. Fue sorprendente cómo el dolor persistente coexistió con el deleite, cómo nuestro duelo convivió con nuestra sanación.
Febrero de 2013 marcó el primer aniversario de nuestra prueba. La ayuda más poderosa para nuestra recuperación ha sido el perdón. Creo que la injusticia es difícil de perdonar. Personalmente, hubiera sido imposible perdonar sin la ayuda de Dios.
Después de nuestra exoneración, mi familia intentó repetidamente contactar al hospital de niños que inició todo. El jefe de personal finalmente acordó una reunión con el médico que nos reportó. Nuestra intención era tener una plática sobre los eventos para evitar daños similares a otras familias.
Relaté cada detalle espantoso de nuestra experiencia como familia al jefe de personal y a la jefa del Departamento de Abuso Infantil (la que nos reportó). Mientras hablaba, me sentí segura y tranquila, nunca enojada ni amargada.
Cuando terminé, el jefe de personal se disculpó y me dijo: “Se cometieron errores y siento mucho lo que tu familia tuvo que pasar”. Luego la doctora que hizo el diagnóstico erróneo de abuso infantil repitió la misma disculpa.
Cuando salíamos de la oficina, abracé a la mujer que nos había reportado. Créeme, no tenía ganas de mostrarle amor, pero Dios sí. Esa fue la sanación y reconciliación más poderosa que jamás haya experimentado. Dios me cambió en ese momento, más de lo que Él me había cambiado a lo largo de toda esa prueba. Él cambió milagrosamente mi perspectiva; de repente me vi en esta mujer defectuosa que estaba frente a mí. ¿Cuántos errores he cometido en mi vida? ¿A cuántas personas he lastimado, intencional o involuntariamente? ¿Cuántas veces he permitido que el orgullo me impida hacer lo correcto? ¿En qué soy diferente a quien me acusó?
Creo que nuestra historia tiene un final feliz, pero la verdad es que nuestra historia es interminable. Y alabo a Dios porque todavía está escribiendo capítulos de mi vida. Mi familia y yo estamos humildemente agradecidos por el sufrimiento que nuestro Padre soportó junto con nosotros. Sin Él estaríamos viviendo cómodamente nuestra “vieja normalidad”, en lugar de estar viviendo con valentía nuestra “nueva normalidad”.
Nota del editor: Este es un fragmento adaptado de Caminando con Dios a través de el dolor y el sufrimiento (Poiema Publicaciones, 2018), escrito por Timothy Keller. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.
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