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En 1527, Martín Lutero escribió su himno más amado, Castillo fuerte es nuestro Dios, ahora un elemento básico en los cultos del Día de la Reforma en todo el mundo. Es posiblemente uno de los diez mejores himnos en la historia de la Iglesia. Las primeras tres palabras, Ein feste Burg, aparecen en estatuas e iglesias en Alemania e incluso han llegado a lugares como la repisa de la chimenea en la antigua casa de Billy Graham en Carolina del Norte. El himno es una clase magistral tanto en himnodia como en teología.
Sin embargo, el himno no fue compuesto en las comodidades del estudio de Lutero. Nació en las trincheras.
Si una frase de Henry Wadsworth Longfellow es correcta, que “en toda vida debe llover un poco”, entonces el año 1527 fue un diluvio para Lutero. Ese año, la plaga azotó Wittenberg, lo que provocó que Federico el Sabio cerrara la universidad y enviara a sus profesores y estudiantes lejos. Lutero desafió la orden y, con su familia, se quedó para ayudar. Vio morir a sus vecinos. Luego, la tragedia llegó a la propia casa de Lutero. Él y Katie, una antigua monja convertida en la esposa del reformador, perdieron a su propio hijo, Hans, en la infancia.

Habían pasado 10 años desde la publicación de las 95 tesis, y desde entonces Lutero se las había arreglado para acumular una horda de enemigos de todos los lados del espectro teológico y político. Lutero conocía el aguijón de la traición personal. Además de eso, todavía se estaba recuperando de los efectos de la Revuelta de los campesinos de 1524-1525, un levantamiento popular (inspirado en parte por las enseñanzas de Lutero) que dejó decenas de miles de muertos. Nubes oscuras cubrieron los horizontes de Lutero la mayor parte de ese año.
De ahí surge el verso que evoca un castillo: “Castillo fuerte es nuestro Dios, escudo siempre fiel”, que recuerda la estancia anterior de Lutero en Wartburg, el gran castillo con vistas a Eisenach. Con su llamado de clarín a declarar el poder de Dios, nuestra total insuficiencia, los ataques implacables de Satanás, la victoria total de Cristo y la confesión —con la última estrofa cayendo en cascada— “De Dios el reino eterno”, este himno es teología aplicada.


Nuestro Dios
Lutero, como todos esos grandes teólogos a lo largo del paisaje de la historia de la Iglesia, comienza con Dios. Dios es todopoderoso y fiel, “nunca falla”. Él es nuestro Ayudador. Él es nuestro Dios.
Lutero nos da la primera lección para los tiempos de diluvio y oscuridad, una lección que había aprendido de los himnistas que lo precedieron. La letra de Lutero se basa en el Salmo 46, uno de los cánticos escritos por los hijos de Coré, músicos del templo designados por David. Dos veces en ese salmo, escuchamos el coro: “El Señor de los ejércitos está con nosotros; nuestro baluarte es el Dios de Jacob” (Sal 46:7, 11). “Ejércitos” se refiere a ejércitos y poderío militar. Este Dios es el Comandante de los ejércitos celestiales, el Señor de señores y el Rey de reyes, Creador del cielo y la tierra. Él es el Dios de Jacob. Es el Dios de Lutero. Es nuestro Dios. Y lo necesitamos porque tenemos enemigos.

Nuestros enemigos
Lutero no tiene que buscar muy lejos a su primer adversario: “en todo trance agudo”. El sufrimiento, la enfermedad, la muerte. Una línea de una liturgia medieval proclamaba: “En medio de la vida, morimos”. Lutero, en otro de sus himnos, respondió diciendo: “En medio de la muerte, vivimos”. Lutero conocía muy bien la fragilidad de la vida. Él tenía sus propias dolencias. Pero ser débil y frágil no era el peor de sus enemigos. Habla principalmente de “Satán (...) por armas deje ver, astucia y gran poder”. Lutero volverá a nuestro enemigo, “Satán y su furor”, en la tercera estrofa.
Nuestros enemigos subrayan nuestras insuficiencias. No estamos a la altura de la tarea de enfrentarnos a Satanás, ni de esquivar el sufrimiento o derrotar a la muerte. Si confiáramos en nuestra propia fuerza, concluye Lutero, “con él todo es perdido”. Sería la más desesperanzada de todas las causas perdidas, la más necia de todas las misiones inútiles. No, la victoria no vendrá por nosotros ni de nosotros, sino que la victoria vendrá para nosotros.

Nuestro héroe
Lutero nos dice que nuestra única esperanza es que “con nosotros luchará”. Cada vez que escucho esta frase, pienso en mi amigo de la escuela, Jimmy. Era alto para su edad y mucho más fuerte que los otros niños del vecindario. No importaba qué juego improvisado jugáramos —kickball, béisbol, fútbol bandera—, si yo era el capitán del equipo, siempre elegía a Jimmy. Era el hombre adecuado para el trabajo.
Jesús es el Hijo amado del Padre, “de Dios el escogido”. Solo Él puede derrotar a nuestros enemigos; solo Él derrotó a nuestros enemigos. En la tercera estrofa, Lutero pasa a lo que los teólogos a veces llaman el “ya, pero todavía no”. Jesús ha derrotado el pecado y ha soportado sus consecuencias, manifestadas en el sufrimiento y la muerte. Jesús derrotó a Satanás y demostró que los reinos de este mundo son vanos. Derrotó a todos nuestros enemigos en la cruz. Ante Su triunfo, “se tambalearon los reinos” (Sal 46:6). Ese es el “ya”. Ya hemos sido levantados a una vida nueva, ya hemos sido perdonados, ya estamos unidos a Cristo y, a través de Él, ya hemos sido hechos partícipes de la plenitud del Dios trino. Jesús ya es Rey.

Sin embargo, todavía pecamos. Todavía sufrimos. Y a menos que Cristo regrese primero, nosotros y nuestros seres queridos probaremos la muerte. Satanás merodea como un león rugiente, y las naciones aún se enfurecen. Anhelamos que la victoria sea completa, que el “todavía no” llegue plena y finalmente. Por ahora, como nos recuerda Lutero, estamos en medio de la batalla.
Ciertamente, Lutero no nos deja con la duda de cómo terminará esta batalla. Satanás, aunque poderoso, no es rival para Cristo. Y en Cristo, tampoco es rival para nosotros; “dañarnos no podrá”. Lutero quiere que nos demos cuenta del estado actual de las cosas. Los enemigos de Dios todavía se enfurecen. Sin embargo, como pastor que es, también quiere que tengamos grandes medidas de consuelo, reservas de confianza que pongan acero en nuestra columna vertebral. Así, Lutero termina la tercera estrofa con una referencia velada a Cristo: “por la Palabra Santa”.

Nuestra confianza, Su reino
Esa palabra resulta ser la Palabra suprema, la Palabra que finalmente derribará a Satanás, la Palabra soberana sobre todo poder terrenal, que existe de forma totalmente independiente de ellos; de hecho, que existe eternamente desde antes. Como buen teólogo trinitario, Lutero comienza su himno con Dios y termina con Cristo y el don de Su Espíritu.
Todo el himno avanza hacia la gran conclusión en la estrofa final. Lutero aprendió muchas lecciones en las pruebas de 1527. Aprendió especialmente a distinguir entre lo temporal y lo eterno, entre lo que es secundario y lo que es fundamental. “Nos pueden despojar de bienes y hogar”. Él no se aferró a los buenos dones de esta vida con los puños cerrados y los nudillos blancos. Sabía que no fuimos hechos solo para este mundo. Incluso extendió esa perspectiva a sí mismo: “El cuerpo destruir”. Todo lo que es perecedero pasará. Lutero nos da una perspectiva adecuada de nosotros mismos y de este mundo. Luego descorre el velo sobre el mundo venidero.
Lutero nos deja con la verdad permanente y eterna: “Más siempre ha de existir de Dios el reino eterno”. La melodía ralentiza deliberadamente nuestro ritmo. Nos detenemos en cada palabra, pronunciamos cada sílaba, mientras reflexionamos sobre la finalidad, la ultimidad y la supremacía del reino de Dios. Saboreamos el triunfo seguro que vendrá. Entonces, como Lutero y una gran nube de santos antes que nosotros, salimos de nuestro culto congregacional, fortalecidos para la batalla una vez más.
Este artículo fue traducido y ajustado por David Riaño. El original fue publicado por Stephen Nichols en Desiring God. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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