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Reforma. Nuestro mundo habla mucho sobre la reforma. Parece que todos, en cierto grado, deseamos la reforma. Hay reforma de salud y educación, reforma agrícola y social, reforma fiscal y, sin duda, reforma religiosa.
La reforma evoca la idea de progreso hacia un resultado deseado. Es una palabra que sugiere un cambio positivo. Sin embargo, con el uso tan difuso que se le da, tiende a perder su virtud y eficacia. Por eso, cuando se habla de la Reforma protestante, la transformación pretendida y celebrada puede perderse en un mar de sinónimos y ambigüedad, y su riqueza puede diluirse y confundirse.
La Iglesia católica romana también habla de reforma y reconoce su necesidad dentro de ella. Su llamado a la transformación es anterior a la Reforma protestante. Aun sufriendo el Gran Cisma entre el Este y el Oeste en 1054, el Concilio de Constanza (1414–1418) buscó una profunda reforma en la Iglesia. Esto no ha cambiado en los muchos siglos transcurridos desde entonces y la Iglesia católica continúa haciendo el mismo llamado.
Entonces, cuando celebramos el día de la Reforma, ¿qué estamos celebrando exactamente? ¿Qué distingue a la Reforma protestante de otras? ¿Qué la diferencia de la reforma que la Iglesia católica busca? ¿Por qué la celebramos aún más de quinientos años después?
La respuesta a estas preguntas revela la verdadera genialidad de la Reforma protestante y explica por qué ha perdurado a lo largo de los siglos, por qué todavía se celebra y por qué seguirá siendo conmemorada.
Retorno de la supremacía de Dios
¿Qué viene a nuestra mente cuando consideramos la Reforma protestante? ¿Cuáles crees que son sus características distintivas? Ciertamente, las Cinco Solas están en lo más alto de la lista: sola fe, solo en Cristo, solo por gracia, revelada sólo a través de la Escritura y solo para la gloria de Dios. Estas son quizás las marcas más comunes de la Reforma. ¿Es aquí, entonces, donde se encuentra su genialidad? ¿Son ellas la razón por la cual ha perdurado por más de cinco siglos?
Sin duda, el retorno a estas verdades fue extraordinario. Hay que celebrar su claridad y los límites inequívocos que crean para la fe. En los postulados de la Reforma no hay confusión con respecto a la autoridad de la Escritura, la cual está por encima de la tradición. La salvación es definitivamente un don de la gracia de Dios y no puede atribuirse a las obras. Estas no admiten ambigüedad, indiferencia ni neutralidad; son un retorno al corazón de la fe y del evangelio bíblico. ¿Podemos, entonces, sugerir que las Cinco Solas explican la genialidad de la Reforma protestante?
¿O tal vez su genialidad radica en los grandes reformadores, como Martín Lutero y Juan Calvino? Seguramente la Reforma, en gran medida, debe su éxito a la brillantez de estos hombres. Sin embargo, una reflexión cuidadosa de ella revela que su genialidad no radica en la articulación de las Solas ni en la formulación de ninguna declaración doctrinal. Va más allá de los reformadores e incluso del simple retorno a las Escrituras como la fuente última de autoridad y verdad. Va aún más profundo. La genialidad de la Reforma está arraigada en Dios mismo. Es un retorno a la supremacía de Dios sobre todas las cosas. Es un retorno a la primacía de Dios en la iglesia, en la historia y en el corazón del hombre. Es una obra radical y reformadora del Dios soberano del universo mismo.
Dios reclamó lo que era Suyo
Sin embargo, esto no es una nueva revelación. No era un secreto para los reformadores. Ellos sabían que ningún hombre podría llevar a cabo una reforma tan radical. Debía ser la obra de Dios mismo. Lutero entendía esto bien. “La iglesia tiene necesidad de reforma, pero no puede ser obra de un solo hombre (...) ni de muchos (...); más bien debe ser obra solo de Dios”.
“Ninguna espada”, continuó Lutero, “puede convocar o ayudar a esta causa; solo Dios puede hacerlo, sin intervención humana alguna”. A pesar de ser un hombre con grandes dones y una gran mente, Lutero de ninguna manera podía enfrentar un conflicto de esta magnitud y proporciones. “Confieso libremente”, admitió, “que este esfuerzo no fue de ninguna manera una acción deliberada de mi parte (...) es un puro resultado solo de la voluntad de Dios”.
Lutero no fue el único reformador en compartir esta comprensión. Calvino también reconoció el alcance prodigioso de la Reforma y sabía que ningún hombre podía lograr semejante hazaña. Al escribir a Carlos V, Calvino dejó claro que la Reforma de la iglesia es obra de Dios y es independiente de las esperanzas y opiniones del hombre, de la misma manera que la resurrección de los muertos lo es.
En efecto, ni un solo hombre, ni ningún ejército de hombres, podría enfrentarse a la Iglesia católica romana y al poder e influencia que ejercía. Debía ser la obra de Dios mismo. Requería la voluntad y acción del Dios soberano del universo. El evangelio estaba en juego, y así Él actuó de manera radical para reclamar Su palabra y Su autoridad. Lo mismo sucedió en los tiempos de Josué, Asa, Ezequías, Esdras, Nehemías y los apóstoles. Es lo que Dios ha estado haciendo a lo largo de la historia y es lo que ocurrió durante la Reforma. Él intervino para reclamar lo que era Suyo.
El verdadero Reformador
El teólogo italiano Pietro Bolognesi captura el corazón de lo que estaba en juego: la Reforma “no fue simplemente un conflicto entre personas e ideas, sino entre Dios y el mismo diablo”. De hecho, dependía totalmente de Dios. Le pertenece solo a Él. Él es el verdadero “Reformador”.
Los reformadores se destacaron justamente por reconocer esta verdad. Su grandeza no se encuentra en su brillantez intelectual ni en su agudeza teológica. Más bien, se revela en su humildad al reconocer la grandeza de Dios y Su intervención para cambiar la historia. Los reformadores fueron meros instrumentos en las manos de un Dios soberano y Todopoderoso, y lo sabían y confesaban libremente. No fueron los innovadores ni arquitectos de la Reforma. Eran simples siervos.
“La Reforma”, dice Bolognesi, “debe entenderse como una acción que descendió desde arriba; mientras que su contraparte, la Contrarreforma, fue un intento de restauración que surgió desde abajo. La primera está arraigada en el hombre sirviendo bajo Dios, y la última está arraigada en Dios sirviendo bajo el hombre”. Sin embargo, Dios no se somete a ningún hombre. La Reforma protestante es Su obra y solo Suya. A través de ella, actuó para restablecer el poder y la autoridad de Su Palabra. Esta es su genialidad.
¿Ha concluido la Reforma?
Con el aumento del diálogo ecuménico y la reciente celebración del quingentésimo aniversario de la Reforma, la pregunta “¿Ha concluido la Reforma?” se discute y debate con frecuencia.
Algunos protestantes y católicos sostienen que las principales desavenencias teológicas que llevaron a la ruptura en la cristiandad occidental ahora se han resuelto. Un ejemplo de esto es la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación (JDDJ por sus siglas en inglés) de 1999, un documento redactado y acordado por la Federación Luterana Mundial y el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (PCPCU por sus siglas en inglés) de la Iglesia católica. El documento afirma que ambas iglesias comparten ahora una comprensión común de la justificación por la gracia de Dios a través de la fe en Cristo. Irónicamente, la Iglesia católica nunca ha renunciado a los anatemas del Concilio de Trento (1545–1563), uno de los cuales aborda explícitamente esta doctrina: “Si alguno dice que solo por la fe los impíos son justificados, sea anatema” (Canon IX sobre la justificación).
La JDDJ, junto con gran parte del diálogo ecuménico actual, sirve para recordar por qué es importante preguntarse periódicamente si la Reforma ha terminado de verdad. Cuando examinamos este acontecimiento del protestantismo y consideramos qué es una reforma real y bíblica y lo que requiere, queda claro que no es el producto de declaraciones doctrinales, ni del diálogo ecuménico, ni del discurso teológico. Con demasiada frecuencia, estos esfuerzos relegan a Dios a un lugar de subordinación al hombre y su agenda. Son iniciativas de abajo hacia arriba.
La verdadera Reforma es la obra e intervención de Dios mismo en la historia, en la iglesia y en el corazón del hombre. La verdadera Reforma destrona al hombre y vuelve a colocar a Dios en Su lugar legítimo de supremacía sobre todas las cosas.
La Reforma, en su núcleo, no se trata de afirmar las Cinco Solas. No es cuestión de afirmar la teología de Martín Lutero o Juan Calvino. Se trata de afirmar y abrazar la supremacía de Dios. Es buscar una relación con Dios mismo, posible a través de la obra expiatoria de Jesucristo en la cruz. Esto es lo que sucedió durante la Reforma protestante. Esta es su genialidad, y por eso continuará hasta que Dios reine de forma suprema y el hombre se someta completamente a Su gloria, palabra y autoridad. Por eso todavía se celebra hoy y por eso celebraremos la Reforma hasta el fin de los tiempos.
Este artículo fue traducido y ajustado por el equipo de redacción de BITE. El original fue publicado por Reid Kaar en Desiring God. Allí se encuentran las citas y notas al pie.
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