Todos los cristianos, sea cual sea la tradición a la que pertenezcan, tienen una opinión sobre el papado; algunos lo ven de forma negativa y otros de manera positiva. Esto revela que el impacto y la importancia de esta institución religiosa no genera posiciones intermedias. Bajo esa premisa, queremos hacer un acercamiento a la historia del papado romano o, al menos, a sus desarrollos más significativos. También presentaremos las opiniones formales que tienen al respecto dos tradiciones cristianas: el protestantismo y la Iglesia ortodoxa oriental.
Aspectos históricos relevantes
Los siglos IV y V son importantes en este asunto. Desde entonces, los obispos de Roma desarrollaron importantes prerrogativas que terminaron forjando decisivamente el carácter único del papado. Pero antes de referirnos a ellas, señalemos algunos puntos importantes.
Desarrollo del papado
La historia evidencia claramente que, antes del siglo IV, el título “papa” estaba reservado para todos los que ejercían el cargo de obispo. En otras palabras, no era un título honorífico dado a un solo obispo occidental que lo distinguiera de los demás. Además, en los primeros siglos del cristianismo, las llamadas “tradición apostólica” y “sucesión apostólica” no estaban vinculadas de manera exclusiva a la Iglesia de Roma; tampoco tenían como fin defender la supremacía de una iglesia sobre las otras. En cambio, buscaban preservar la integridad doctrinal de los apóstoles y rastrearla hasta los orígenes de la Iglesia —lo cual la diferenciaba de las enseñanzas heterodoxas—. Así, la tradición y la sucesión eran transversales a todas las comunidades apostólicas, como Jerusalén, Roma, Antioquía, etc.
Sin embargo, no podemos negar el hecho indiscutible de que, en una época tan temprana como la primera mitad del siglo II, encontramos testimonios de elogios hacia la Iglesia romana que no es posible aplicar a otras congregaciones. Como ejemplo, están las cartas de Clemente de Roma a los corintios (Ep. Cor., 57 y 59) y de Ignacio a los romanos (Ep. Rom., 1, 1); así como las palabras —más tardías— de Ireneo en Contra las herejías (Adv. Haer., III, 3, 2). Estos testimonios dirigen sus elogios hacia la Iglesia romana por una razón: allí estuvieron, ministraron y murieron Pedro y Pablo. Pero no fue en este período que aparecieron las prerrogativas fundamentales del papado.
Por tanto, los siglos clave en los que se desarrolló el papado romano no son el II o el III. Georg Denzler, teólogo, historiador de la Iglesia católica y sacerdote alemán, afirma que es a partir de la segunda mitad del siglo IV, con Dámaso I (305-384) y Siricio (334-399), que los obispos romanos comienzan a adjudicarse el “ser poseedores de la cátedra romana y, por lo tanto, ser llamados sucesores del apóstol Pedro”. Así pues, lo que antes eran solo “peticiones y consejos, ahora se reemplazaba a menudo por instrucciones y órdenes. Y la denominación ‘sede apostólica’, que antes se extendía a todas la fundaciones de las iglesias apostólicas, quedó [desde entonces] cada vez más reservada al obispado romano”, adquiriendo así un significado jurídico único. En consecuencia, la jurisdicción del obispo romano llegó a superar a la del resto de los obispos debido a la prerrogativa atribuida a la sede apostólica de Roma.

A partir del siglo IV, el título “papa” comenzó a usarse con mayor frecuencia para referirse específicamente al obispo de Roma, aunque todavía no de forma exclusiva. La constancia documental más antigua que se tiene dándole ese uso es una carta de Siricio, en la que emplea el término para designarse a sí mismo. Sin embargo, durante los siglos IV y V, el título seguía aplicándose ocasionalmente a otros obispos en el Occidente cristiano, manteniendo un sentido más amplio equivalente a “padre” u “obispo”. Fue con el paso del tiempo —y especialmente a partir del siglo IX— que el uso de “papa” se consolidó como un título distintivo y exclusivo del obispo de Roma. Esta exclusividad quedó plenamente establecida en tiempos de Gregorio VII (1073–1085), quien, en el contexto de su reforma del papado, determinó que solo el obispo romano debía llevar dicho título, reforzando así la singularidad de su autoridad dentro de la Iglesia.

Sucesores gobernando en nombre de Pedro
Como la sede apostólica estaba en Roma y había sido fundada por Pedro, entonces sus obispos tenían un honor superior. Esta idea se confirmó notablemente en el año 382, en una carta emitida tras un concilio romano: “la Santa Iglesia Romana no ha sido colocada por encima de las demás iglesias por medio de decretos sinodales, sino que ha recibido la primacía mediante las palabras del Evangelio”. Así, se concluyó que en la Iglesia romana los obispos gobernaban en nombre de Pedro al asumir su cargo y que, incluso, según la creencia de la época, eran asistidos por él en su labor. Siricio, obispo de Roma, lo dijo en sus propias palabras: “el bienaventurado apóstol Pedro... como herederos de su oficio, nos protege y nos ayuda en todo”.
El hecho de ser sucesor de Pedro es el punto central en toda esta historia. Eso lo tenía muy claro Inocencio I (m. 417), quien por ese motivo creía que sólo el obispo de Roma tenía la autoridad para definir la fe verdadera. Algo similar se observa en el pensamiento de León I (390–461), quien no solo afirmaba la primacía de Roma sobre otras iglesias y la legitimidad de la sucesión papal, sino también la autoridad doctrinal del obispo de Roma. En su obra Los guardianes de las llaves del cielo: una historia del papado, el historiador británico Roger Collins explica: “Como guardiana de la tradición petrina, Roma se veía a sí misma como la única fuente de decisiones autorizadas (...) cuando se trataba de cuestiones centrales de creencia y práctica, las incertidumbres solo podían resolverse adecuadamente en Roma”.
León I fue una figura central en la historia del desarrollo del papado. Para él, el obispo de Roma representaba tanto a Cristo como al apóstol Pedro. Según su visión, había una herencia de poder episcopal que pasaba de Cristo a Pedro, y de él a quien lo sucediera en el trono papal. León afirmaba: “Esa firmeza que él [Pedro] recibió... también la derramó en sus herederos”. Bajo esta lógica, el obispo romano debe tomar las decisiones condicionantes y vinculantes para todas las iglesias. León sostenía que Cristo le otorgó a Pedro un lugar, un poder y una gracia únicos que lo distinguían de los otros apóstoles, y si alguno de ellos compartía algo con Pedro, no era por derecho propio, sino porque lo había recibido a través de él. Esto, que aplicaba a los tiempos de los apóstoles, para él sigue vigente.

León también sostenía que la autoridad dada a Pedro fue de origen divino: un poder que Cristo, como Dios, le confirió a él, un hombre. En ese sentido, Pedro poseía una autoridad superior a la del resto de los apóstoles e incluso similar a la de Cristo en Su relación con la Iglesia. El obispo de Roma heredaba esos derechos petrinos. Este poder fue denominado plenitudo potestatis, es decir, “autoridad plena”.
Como explicaba el historiador alemán Klaus Herbers, León recurrió a las categorías del derecho sucesorio romano para interpretar la transmisión de esa autoridad: de Cristo a Pedro, y de Pedro a los obispos que lo suceden. De este modo, los obispos romanos eran vistos como los legítimos herederos de las funciones que Cristo le confió a Pedro. León no solo reforzó la idea de la primacía de la sede romana —algo que ya se venía formulando desde el siglo IV—, sino que amplió su alcance: a partir de esa primacía, defendió la reivindicación universal y absoluta del papado sobre toda la cristiandad.
Vicario de Cristo
A finales del siglo V, la historia del papado recibe un nuevo aporte con Gelasio I (m. 497), una de las figuras más influyentes en la consolidación de la autoridad papal. Hasta León I, ningún papa había sido nombrado oficialmente como “Vicario [representante] de Cristo”; aunque existían menciones ocasionales del título, aún no se había formalizado. Pero durante el pontificado de Gelasio I se reforzó su uso. Fue en el Sínodo Romano del 491 que se declaró por primera vez que el obispo de Roma era el representante oficial de Cristo en la tierra.
Además, Gelasio desarrolló con firmeza la política de la jurisdicción romana. En una carta escrita en el 496, afirmó que el Papa tenía la autoridad para liberar a los fieles de obligaciones impuestas por otros obispos, que podía juzgar a cualquier iglesia, y que la sede romana, por su misma naturaleza, no podía ser juzgada por nadie. Incluso, buscó la separación de la Iglesia y el Estado, pues alegaba que la autoridad del obispo de Roma era superior a la del emperador de Oriente.
Recapitulemos, entonces, lo que tenemos hasta el momento. Durante los siglos IV y V no solo se definieron temas centrales de la doctrina cristiana, sino que también se emitieron las declaraciones más importantes sobre el papel del obispo de Roma para la cristiandad. Para el siglo V, los derechos del papado ya estaban claramente definidos. Se determinó que el obispo de Roma ministraría una iglesia que tenía primacía por sobre todas las demás; sería reconocido como sucesor de Pedro y, por lo tanto, sería la piedra y cabeza visible de toda la cristiandad. Su enseñanza gozaría de una autoridad única por provenir de la autoridad que Cristo le confirió a Pedro.

Consolidación del poder papal y controversias
Ya para los siglos VI y VII, junto con los derechos que hemos mencionado antes, aparece con más claridad la idea de una independencia territorial del papa, al menos respecto al control del Imperio de Oriente sobre Italia. Así, tras haber establecido con éxito sus derechos fundamentales, el papado de la época medieval solo los llevó a sus conclusiones más naturales y visibles, que en muchos casos generaron críticas e inconvenientes de orden político. Mencionemos dos casos en particular.
1. Gregorio VII (1020-1085): en el año 1075, este papa reformador introdujo un elemento decisivo a la configuración del poder pontificio. En su Dictatus Papae proclamó que él, y sus sucesores en el trono de Pedro, tenían autoridad y soberanía no solo sobre la Iglesia, sino también sobre monarcas o emperadores. Esto ocurrió en un contexto sumamente tenso de enfrentamientos entre Gregorio y el rey Enrique IV, quien resultó excomulgado.
Entre las afirmaciones del Dictatus se encuentran: que sólo el pontífice romano puede ser llamado, con toda razón, “universal”; que sólo él puede nombrar y deponer obispos; que nadie lo puede juzgar; y que quien no esté de acuerdo con la Iglesia católica, no puede ser considerado un cristiano. Según esta visión, la autoridad del papa se situaba por encima de toda autoridad humana, por ser un representante de la autoridad divina en el mundo. Esto, como dice el teólogo alemán Hermann Pesch, significa “la pretensión de interferir en sus acciones políticas [de los gobernantes seculares] bajo los estándares de la fe romano-cristiana”.
2. Bonifacio VIII (1235-1303): retomó y reforzó las reformas papales iniciadas por Gregorio VII, pero además añadió un elemento clave. Como su predecesor, él creía que el poder espiritual de la Iglesia era superior al poder secular, porque no se derivaba del hombre, sino que era, en última instancia, un poder divino. Por eso, quien se oponía al papa no se enfrentaba simplemente a un líder humano, sino —según su visión— a Dios mismo.
Esta concepción quedó expresada con contundencia en su famosa bula Unam Sanctam (1302), donde afirmó: “Toda criatura humana, bajo pena de la salvación de su alma, debe estar sujeta al papa de Roma, y esto lo decimos y lo determinamos”. Siglos más tarde, Pío IX pronunció una afirmación similar en Pastor aeternus (1870): “Ésta es la doctrina de la verdad católica, de la cual nadie puede apartarse sin pérdida de la fe y peligro para la salvación”.

No podemos dejar de lado el dogma de la infalibilidad papal, proclamado en el Concilio Vaticano I (1870). En el capítulo IV de la constitución Pastor aeternus, Pío IX declaró que el Espíritu Santo no fue dado a los sucesores de Pedro para que inventaran nuevas doctrinas, sino para que custodiaran la revelación. En consecuencia, dice Pío IX, la sede romana “permanece inmune a todo error” y, por tanto, el Papa goza —solo cuando habla ex cathedra (acto de enseñanza oficial del papa)— de “aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del romano pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables”.
Hasta aquí hemos apuntado algunos de los hitos centrales en la historia de cómo se desarrolló el papado. Con este recorrido introductorio, ya podemos hacernos una idea general de lo que estamos tratando. Ahora bien, corresponde explorar cómo la Iglesia católica define y comprende teológicamente a esta figura central para su institución.

Definición católica del papado
La constitución dogmática Lumen Gentium (LG) menciona que, en la figura de los doce apóstoles, Jesucristo “formó un grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él” (LG, 19). Esto ocurrió, se dice, cuando Jesús le dio a Pedro un nuevo nombre, poniéndolo como piedra de la Iglesia. La doctrina católica usa como justificación para esta idea el relato de Mateo 16:18-19. Allí no solo se pone a Pedro como elegido de entre los doce y como piedra de la Iglesia; también se le entregan las llaves del reino, lo cual, entre otras cosas, denota una gran autoridad.
También se señala Juan 21:15-17 para justificar que Pedro fue instituido como pastor del rebaño, que es la Iglesia, un puesto elegido sólo para él. Sin embargo, los otros apóstoles también recibieron esa autoridad, pero solo en la medida en que, como colegio apostólico, se encuentran unidos a Pedro. Así, entonces, por derivación, ellos también reciben parte en la función de atar y desatar dada a Pedro (LG, 22).
Ahora bien, el ministerio y oficio pastoral de Pedro —de ser piedra y pastor de la iglesia— no cesó con su muerte en el siglo I. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) afirma que esta misión la continúan “los obispos bajo el primado del papa” (881). Y, como dice la constitución Pastor aeternus, “el que sucede a Pedro en esta cátedra obtiene, por la institución del mismo Cristo, el primado de Pedro sobre toda la Iglesia” (II). Es decir, el principio de sucesión apostólica es decisivo.

Entonces, ¿qué es el principio de “sucesión apostólica”? La Comisión Teológica Internacional lo define como “aquel aspecto de la naturaleza y de la vida de la Iglesia que muestra la dependencia actual de la comunidad con respecto a Cristo a través de sus enviados”, es decir, los ministros, entre los cuales también se encuentra el papa. De esta forma, su ministerio apostólico se presenta como “el sacramento de la presencia actuante de Cristo y del Espíritu en medio del pueblo de Dios”.
Lo central aquí es que el ministerio del papa es el factor de unidad visible de la Iglesia católica, tanto para los obispos como para todos los fieles. Esta posición tan relevante le otorga, como es evidente, una potestad única: “El pontífice romano... [recibe] la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con plena libertad” (LG, 22). El Código de Derecho Canónico dice al respecto: “El romano pontífice obtiene la potestad plena y suprema en la Iglesia mediante la elección legítima por él aceptada juntamente con la consagración episcopal”.
Sin embargo, tal potestad no proviene de sí mismo, sino en virtud de su doble función: Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia. Esto lleva a la conclusión de que todo el cuerpo episcopal, no posee autoridad ni puede ejercer potestad sobre la Iglesia si no está en comunión con el pontífice y no cuenta con su consentimiento (LG, 22). La jerarquía en el catolicismo romano no solo tiene que ver con temas de orden, sino también con el principio de autoridad y ministración.

Para la teología católica, el papa cumple la función de “atar y desatar”, es decir que ejecuta el llamado “Poder de las llaves” que se le entregó a Pedro (Mt 16:19). Pero, ¿en qué consiste este poder y cómo lo lleva a cabo el Papa? El Catecismo dice: “El poder de atar y desatar connota la autoridad para absolver pecados, emitir juicios doctrinales y tomar decisiones disciplinarias en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia mediante el ministerio de los apóstoles y, en particular, mediante el ministerio de Pedro, el único a quien confió específicamente las llaves del reino” (553).
Ahora bien, el Papa también cumple la función de ser “Vicario de Cristo” en la tierra. ¿En qué consiste este oficio? Según el Diccionario Católico Moderno, “vicario” es quien “sustituye a otro en el ejercicio de un oficio (...) actúa en su nombre y con su autoridad”. Por lo tanto, dice el Catecismo:
El Papa, Obispo de Roma y sucesor de Pedro, es la fuente y fundamento perpetuo y visible de la unidad tanto de los obispos como de toda la congregación de los fieles. Pues el Romano Pontífice, en virtud de su oficio de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, tiene pleno, supremo y universal poder sobre toda la Iglesia, poder que puede ejercer siempre sin impedimentos (882).
El Código de Derecho Canónico también se refiere a esto: “En virtud de su oficio, el romano pontífice no sólo tiene potestad sobre toda la Iglesia, sino que ostenta también la primacía de potestad ordinaria sobre todas las Iglesias particulares y sobre sus agrupaciones”. Entonces, según la doctrina católica y lo establecido respecto al rol de “Vicario de Cristo”, el papa posee infalibilidad en su rol como pastor y maestro de los fieles. Si el Papa es, según esta perspectiva, la piedra sobre la que Cristo edifica su Iglesia —es decir, quien la gobierna, la enseña y la mantiene unida visiblemente—, entonces resulta fundamental preguntarnos en qué consiste su autoridad para enseñar, es decir, su labor docente.

La doctrina católica enseña que Cristo compartió con su Iglesia un atributo propio, otorgándoselo por participación: la infalibilidad. El propósito de esta infalibilidad, de la cual el papa goza, es mantener la pureza de la fe que primero fue transmitida a los apóstoles. Teológicamente —según el sacerdote, teólogo y profesor estadounidense R. McBrien—, la infalibilidad “se refiere a un carisma, don del Espíritu Santo, que protege a la Iglesia de un error fundamental cuando define solemnemente una cuestión de la fe o la moral”. Según el Catecismo, esto quiere decir que:
El romano pontífice, cabeza del colegio episcopal, goza de esta infalibilidad en virtud de su oficio, cuando, como pastor supremo y maestro de todos los fieles —quien confirma a sus hermanos en la fe— proclama mediante un acto definitivo una doctrina relativa a la fe o la moral. La infalibilidad prometida a la Iglesia también está presente en el cuerpo episcopal cuando, junto con el sucesor de Pedro, ejercen el Magisterio supremo, sobre todo en un Concilio Ecuménico. Cuando la Iglesia, mediante su Magisterio supremo, propone una doctrina para la fe como divinamente revelada y como enseñanza de Cristo, las definiciones deben ser respetadas con la obediencia de la fe. Esta infalibilidad se extiende hasta el mismo depósito de la Revelación divina (891).
Esta infalibilidad no quiere decir que toda palabra que diga el Papa está carente de error. Tampoco que lo que el Papa haga en su vida es inspirado o carente de toda falta. Al contrario, especifica que solo lo que el Papa define en cuanto a doctrina, moral y prácticas, en uso explícito de su rol como maestro y pastor de los fieles (ex cathedra) en obediencia a la revelación, carece de error. Pues, se dice, que no inventa doctrina, sino que custodia lo que ya se ha recibido. Estas y otras prerrogativas religiosas han llevado a darle al papa diversos títulos honoríficos, los cuales señalan su función y servicio en la cristiandad católica, por ejemplo: “Sumo Pontífice” y “Siervo de los siervos de Dios”.

Interpretaciones sobre el papado
Desde los tiempos más tempranos de la Reforma protestante del siglo XVI, la figura del papa ha sido blanco de diversas críticas. Además de los reformadores magisteriales, también los anabaptistas, puritanos, anglicanos, presbiterianos y bautistas particulares cuestionaron su autoridad, especialmente en el plano teológico. Puede afirmarse, entonces, que toda la tradición protestante percibió al papado como una institución humana con prerrogativas que contradecían la enseñanza de las Escrituras. Al lado de otras razones, este rechazo puede considerarse uno de los elementos centrales del protestantismo.
La tradición protestante ha sostenido que el papado “no es bíblico”, es decir, que no se encuentra en la Biblia ni tampoco se puede justificar mediante ella a partir de una interpretación fiel de su contenido. El juicio más contundente de esta tradición ha sido considerar al papado como usurpador de lo que se entiende como derechos únicos de Jesucristo. Así, la fe protestante ha visto al papa como un falso representante de Cristo en la tierra, una cabeza visible ilegítima de la Iglesia cristiana en el mundo y un propagador de doctrinas que, al estar basadas en doctrinas humanas, solo esclavizan las conciencias y comprometen la enseñanza de las Escrituras.

Para los reformadores, el papado era la piedra fundamental sobre la cual se levantaba todo el edificio del catolicismo romano y, a la vez, era la institución que justificaba todas aquellas doctrinas que consideraban invenciones sin respaldo bíblico. Ellos usaron ampliamente la expresión “Anticristo” para referirse a los papas y al papado. Aunque aquel no fue un título originalmente protestante —pues ya para la época medieval había sido aplicado al Papa—, fueron ellos quienes lo utilizaron con más fuerza y frecuencia.
Pero, ¿qué han dicho históricamente las iglesias protestantes sobre el papado? A continuación veremos algunos testimonios a nivel confesional:
- Confesión de Westminster: “No hay otra cabeza de la Iglesia sino el Señor Jesucristo; ni puede el papa de Roma, en ningún sentido, ser cabeza de ella; sino que es el Anticristo” (25).
- Artículos de Esmalcalda: “el Papa es el verdadero Anticristo que se ha alzado sobre Cristo y se ha puesto en contra de él, porque el Papa no permitirá que los cristianos se salven excepto por su propio poder” (2, 4).
- Apología a la Confesión de Augsburgo: “El reino del Anticristo es una nueva forma de adoración a Dios, ideada por la autoridad humana en oposición a Cristo (...). Así pues, el papado también formará parte del reino del Anticristo si sostiene que los ritos humanos justifican” (15).
En síntesis, la visión general que el protestantismo histórico ha tenido sobre el papa de Roma, siempre ha sido negativa y sumamente crítica. Ahora bien, la Iglesia ortodoxa oriental también tiene su apreciación sobre el papado romano.

Las relaciones entre la Iglesia ortodoxa y la católica romana nunca fueron fáciles. A pesar de las diferencias evidentes entre cada sector, del Gran Cisma del siglo XI y de los eventos de la Cuarta Cruzada en el siglo XIII, las relaciones entre ambas Iglesias se han desarrollado con bastante sabiduría a medida que ha pasado el tiempo. El papado actual o del siglo pasado no es el mismo de la época medieval, por lo tanto, las relaciones entre oriente y occidente han sido pacificadas con el tiempo. Como dijo el Patriarca Toecist en 1999: “El segundo milenio de la historia cristiana comenzó con una dolorosa herida en la unidad de la Iglesia; [pero] el final de este milenio ha sido testigo de un verdadero compromiso para restaurar la unidad cristiana”. Entonces, ¿cuál es la valoración que hace la teología ortodoxa de la figura del papa romano?
La eclesiología de las iglesias ortodoxas orientales difiere con la estructura jerárquica de la Iglesia católica romana. Para los ortodoxos, aunque entre cada obispo haya diferencias, todos son iguales. En ese sentido, “ninguno puede hacerse obispo de obispos” (Ep. 70). Con esto, ya es evidente que la idea de un papa como obispo y sumo sacerdote universal no es compatible con la visión ortodoxa. La siguiente es una reflexión del Metropolitano Alféyev:
…si el papa es infalible (...) significa que el patriarca de Constantinopla, el patriarca de Moscú o cualquier otro arzobispo debería tener esta infalibilidad. Si el papa de Roma es el Vicario de Cristo, entonces cualquier otro obispo debería ser nombrado Vicario de Cristo (...). Cada obispo posee autoridad episcopal en su plenitud siendo igual a la de cualquier otro.
Así, para los ortodoxos, los principios de la eclesiología romana resultan, como dice el teólogo, historiador y sacerdote John McGukin, “objetables (...) entre ellos el principio de la superioridad jurisdiccional tal como se expresa en la teología católica romana del papado” y “cada obispo ortodoxo es, por tanto, coigual con todos sus hermanos obispos en todo el mundo”.
Para los ortodoxos, el papa es un obispo con un lugar especial, pero no como quien tiene una autoridad por sobre el resto de obispos del mundo cristiano ni uno en quien recae de forma exclusiva la infalibilidad. En consecuencia, el papa no es la cabeza visible de la Iglesia en un sentido universal. Como dice el Catecismo de San Filaret:
…la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, no puede tener otra Cabeza que Jesucristo. La Iglesia, para permanecer a través de todas las generaciones del tiempo, necesita también una cabeza que permanezca siempre; y esa cabeza es únicamente Jesucristo. Por lo cual, también, los Apóstoles no toman un título mayor que el de ministros de la Iglesia”.
En la Iglesia ortodoxa sí existen cabezas, son los obispos, pero ellos no tienen un alcance universal. Así, la Confesión de Fe de San Pedro Mogila, dice: “los Gobernantes de la Iglesia son llamados cabezas, en sus diversas Iglesias sobre las cuales están colocados; pero esto es solo como administradores y vicarios de Cristo, en sus diversas provincias, sobre las cuales se dice que son cabezas”.
Conclusión
Como dijimos al comienzo, nadie puede ser neutral cuando del papado de Roma se trata. Es una de las instituciones religiosas más importantes que existen; su alcance e influencia trastoca a millones de personas. También cuenta con una historia de altos y bajos que resulta sumamente interesante. Aunque representa una expresión fundamental de la fe para una parte de la cristiandad —la católica romana—, pero sus derechos y prerrogativas son meras pretensiones y adjudicaciones ilegítimas para el resto de las tradiciones cristianas. Para unos es el factor de unidad; pero para otros acaba siendo el fundamento mismo de la desunión.
La historia, mientras siga desarrollándose, no tiene la última palabra. Para todos los cristianos, la Biblia determina lo que es válido o no. Por eso, más allá de lo que el papado dice de sí mismo, nos corresponde también preguntarnos qué dice la Escritura sobre nuestras propias estructuras, sobre nuestras formas de liderazgo y sobre lo que cada uno de nosotros ha construido en nombre de Dios. La historia del papado es un capítulo más en la historia del cristianismo, que nos hace pausar y reflexionar: ¿qué hemos hecho?, ¿qué buscamos en el mundo y qué nos motiva a servir a Dios?
Referencias y bibliografía
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The Medieval Papacy (2014) de B. E. Whalen. Basingstoke: Palgrave Macmillan, pp. 89–90.
Die Geschichte des Papsttums, Teil 2 (2013) de Hermann Pesch.
Pontifex. Die Geschichte der Päpste. Von Petrus bis Franziskus (2017) de Volker Reinhardt. Múnich: Verlag C. H. Beck, pp. 384–385.
La apostolicidad de la Iglesia y la sucesión apostólica (1973) de la Comisión Teológica Internacional, p. 5.
Código de Derecho Canónico (1983). Libro II, cánones 332 §1 y 333 §1.
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The Pocket Guide to the Popes (2006) de Richard P. McBrien, p. 6.
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The Orthodox Church (2008) de John Anthony McGuckin. Main Street: Blackwell Publishing, p. 28.
Catecismo de San Filaret, p. 259.
Confesión de Fe de San Pedro Mogila, p. 85.
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