Daniel Rowland nació en 1713 en la parroquia de Llancwnlle, cerca de Llangeitho, Cardiganshire (Gales). Era el segundo hijo del también reverendo Daniel Rowland, rector de Llangeitho, y de su esposa Jennet. Cuando era un niño de tres años, apenas escapó de la muerte. Una gran piedra cayó por la chimenea en el mismo lugar donde él había estado sentado dos minutos antes; de no haberse movido providencialmente de su sitio, lo habría matado. Nada más se sabe de los primeros veinte años de su vida, excepto que recibió su educación en la Hereford Grammar School y que perdió a su padre cuando tenía dieciocho años.
Rowland parece no haber ido a alguna universidad, es posible que la muerte de su padre influyera en las circunstancias de la familia. En cualquier caso, tras atravesar esa situación, lo siguiente que sabemos de él es que fue ordenado como clérigo en Londres a la temprana edad de veinte años, en 1733, mediante cartas del obispo de Saint David. El título con el que fue ordenado era el de coadjutor de su hermano mayor John, quien había sucedido a su padre. Parece que comenzó sus tareas ministeriales sin el menor sentido adecuado de sus responsabilidades y totalmente ignorante del evangelio de Cristo.
El momento y el modo exactos de la conversión de Rowland son asuntos envueltos en mucha oscuridad. Pero sí es claro que alrededor de 1738, cuando Rowland tenía veinticinco años, se produjo un cambio completo en su vida y en su ministerio. Comenzó a predicar con fervor, a hablar y actuar como alguien que había descubierto que el pecado, la muerte, el juicio, el cielo y el infierno eran grandes realidades. Dotado de dones corporales y mentales para el trabajo del púlpito, comenzó a consagrarse por completo a este, y se entregó en cuerpo, alma y mente a sus sermones. El efecto fue una enorme popularidad entre la gente.
Su fama pronto se extendió por todo el país y la gente acudía de todas partes para escucharlo. No solo se llenaban las iglesias sino también los cementerios de las mismas. No era fácil pasar por allí sin tropezarse con alguna persona. Por extraño que parezca, Rowland todavía no predicaba el evangelio completo que, según la enseñanza protestante, comprende dos partes: ley y gracia. Su evangelismo era eficaz para sus propios fines, pero aun así no era el mensaje completo. Él presentaba el poder condenatorio de la ley con colores tan vívidos que sus oyentes temblaban y clamaban por misericordia, pero todavía no presentaba la gracia cristiana en toda su plenitud.
No obstante, el gran apóstol de Gales, como empezó a ser llamado, fue gradualmente conducido a la realidad de la gracia de Cristo por influencia de su maestro, Mr. Pugh. Este lo exhortó diciendo: “Predica el evangelio, querido señor; predica el evangelio a la gente, y aplica el bálsamo de Galaad, la sangre de Cristo, a sus heridas espirituales, y muestra la necesidad de la fe en el Salvador crucificado”.
De esta manera, alrededor de 1742, en el trigésimo año de su vida, se estableció como el predicador de un evangelio singularmente completo, libre, claro y bien equilibrado. El efecto del ministerio de Rowland desde entonces hasta el final de su vida fue algo tan vasto y prodigioso que casi quita el aliento oír hablar de ello. Varios testigos aseguraron que Rowland se convirtió en una bendición para cientos de almas.
La gente solía acudir en masa a oírlo predicar desde todos los rincones del reino, sin pensarlo mucho viajaban cincuenta o sesenta millas. No era raro que los domingos tuviera quinientos, dos mil o incluso dos mil quinientos visitantes. La siguiente historia de una mujer que asistió a una predicación de Rowland describe el impacto que su ministerio tuvo en las vidas individuales de personas:
Una mujer de un granjero en Ystradffin, en el condado de Carmarthen, tenía una hermana que vivía cerca de Llangeitho. Ella iba a veces a ver a su hermana y en una de esas ocasiones oyó algunas cosas extrañas sobre el clérigo de la parroquia, es decir, Rowland. Se decía que no estaba bien de la cabeza, pero fue a oírlo y no lo hizo en vano. Sin embargo, no dijo nada a su hermana ni a nadie acerca del sermón, y regresó a casa con su familia. El domingo siguiente fue de nuevo a casa de su hermana en Llangeitho. “¿Qué ocurre?”, le preguntó su hermana, muy sorprendida. “¿Están bien tu marido y tus hijos?”. Temió, al verla de nuevo tan pronto y tan inesperadamente, que algo desagradable hubiera sucedido. “Oh, sí”, fue la respuesta, “no pasa nada malo”. Volvió a preguntarle: “¿Cuál es el problema?”. A lo que ella respondió: ‘No sé muy bien qué me pasa. Algo que tu clérigo chiflado dijo el domingo pasado me ha traído aquí hoy. Se me quedó grabado en la mente durante toda la semana, y no me abandonó ni de noche ni de día”. Ella fue de nuevo a escucharlo, y continuó viniendo todos los domingos, aunque su camino era duro y montañoso, y su casa estaba a más de veinte millas de Llangeitho.
Después de seguir oyendo a Rowland durante medio año, sintió un fuerte deseo de pedirle que fuera a predicar a Ystradffin. Decidió intentarlo y un domingo, después de la misa, fue a ver a Rowland y lo abordó de la siguiente manera: “Señor, si lo que usted nos dice es cierto, hay muchos en mi vecindario en condiciones muy peligrosas, yendo rápidamente a la miseria eterna. Por el bien de sus almas, venga, señor, a predicarles”. La petición de la mujer cogió a Rowland por sorpresa, pero sin vacilar un instante, dijo, con su rapidez habitual: “Sí, iré, si puede conseguir el permiso del clérigo”. Esto satisfizo a la mujer, que regresó a casa tan contenta como si hubiera encontrado un rico tesoro. Aprovechó la primera oportunidad para pedir permiso a su clérigo y lo consiguió fácilmente. El domingo siguiente fue alegremente a Llangeitho e informó a Rowland de su éxito. De acuerdo con su promesa, Rowland fue a predicar a Ystradffin y su primer sermón fue maravillosamente bendecido. Se dice que no menos de treinta personas se convirtieron aquel día. Muchas de ellas fueron después regularmente a oírlo en Llangeitho.
A Rowland le resultó imposible limitar su labor a su propia parroquia. El estado del país era tan deplorable en cuanto a religión y moralidad, y las solicitudes de ayuda que recibía eran tantas, que sintió que no tenía elección en el asunto. A partir de ese momento, Rowland nunca dudó en predicar fuera de su propia parroquia, dondequiera que se abriera una puerta. Cuando podía, predicaba en las iglesias. Cuando las iglesias estaban cerradas para él, predicaba en una habitación, un granero o al aire libre.
Además, estableció en la mayor parte de Gales un sistema regular de sociedades, según el plan de John Wesley, a través del cual consiguió mantener una comunicación constante con todos los que valoraban el evangelio que predicaba, y así los mantenía bien unidos. Todas estas sociedades estaban conectadas con una gran Asociación, que se reunía cuatro veces al año, y de la cual él era generalmente el moderador. El grado de su influencia en tales eventos puede medirse por el hecho de que más de cien ministros del reino lo consideraban su padre espiritual. Desde el principio, esta Asociación parece haber sido una institución útil y organizada, a ella se debe la existencia del cuerpo metodista-calvinista en Gales hasta el día de hoy.
Rowland realizó las obras mencionadas, pero también atravesó muchas pruebas, lo cual evitó que se enorgulleciera en medio de su éxito. La mayor de ellas fue, sin duda, su expulsión de la Iglesia de Inglaterra en 1763, después de servir allí durante treinta años a cambio de casi nada como clérigo ordenado. El obispo envió a Rowland un “mandato” mientras este estaba en la capilla, revocando así su licencia. La sobrina de un testigo presencial describió lo sucedido con las siguientes palabras:
Mi tío estaba en la iglesia de Llangeitho esa misma mañana. Un desconocido se acercó y entregó al señor Rowland un aviso del obispo en el momento en que subía al púlpito. El señor Rowland lo leyó y dijo a la gente que lo que acababa de recibir era “del obispo, revocando su licencia” y agregó: “debemos obedecer a los poderes superiores. Permítanme rogarles que salgan en silencio, y luego concluiremos el servicio de la mañana junto a la puerta de la iglesia”. Así salieron, llorando y lamentándose. Mi tío dijo que no había un ojo seco en toda la iglesia en ese momento. El Sr. Rowland predicó fuera de la iglesia con un extraordinario efecto.
Rowland no tenía nada que objetar a los Artículos de la Religión Cristiana ni al Libro de Oración Común, pero fue expulsado de la Iglesia de Inglaterra solo por el exceso de celo. El hecho estaba consumado. Fue expulsado y un inmenso número de los suyos, de todo Gales, lo siguieron. Se abrió una brecha en los muros de la Iglesia Establecida que nunca se cerró.
Sin embargo, esto no cambió en nada la línea de acción de Rowland. Sus amigos y seguidores pronto le construyeron una capilla grande y cómoda en la parroquia de Llangeitho, y emigraron allí en masa. Este gran predicador galés no fue silenciado prácticamente ni un solo día, y la Iglesia de Inglaterra solo recibió odio y aversión en Gales.
Desde el momento de su expulsión hasta su muerte, el curso de la vida de Rowland parece haber sido relativamente tranquilo. Ya no era perseguido, aunque sí despreciado, por los superiores eclesiásticos, pero siguió su camino durante veintisiete años con su popularidad intacta y siendo de inmensa utilidad. Alguien cercano a él contó lo siguiente:
“Pudo continuar con su ministerio en Llangeitho, aunque apenas iba a algún otro sitio. Era su deseo particular que pudiera ir directamente de su trabajo a su descanso eterno y no ser retenido mucho tiempo en un lecho de muerte. Su Padre celestial se complació en concederle su deseo y, cuando se acercaba su partida, tuvo una visión agradable de su fin venidero”.
También uno de sus hijos ha proporcionado el siguiente relato de sus últimos días:
Mi padre hizo las siguientes observaciones en sus sermones dos domingos antes de su partida. Dijo: “estoy a punto de partir, y estoy a punto de ser separado de ustedes. No estoy cansado del trabajo, sigo en este. Tengo el presentimiento de que mi Padre celestial me liberará pronto de mis trabajos y me llevará a mi descanso eterno. Pero espero que mantenga su misericordiosa presencia con ustedes después de que me vaya”. Nos dijo, conversando sobre su partida después del culto del último domingo, que le gustaría morir de una manera tranquila y serena, y que esperaba no ser perturbado por nuestros lamentos y llantos. Añadió: “No tengo nada más que decir, en cuanto a la aceptación de Dios, de lo que siempre he dicho: muero como un pobre pecador, dependiendo plena y enteramente de los méritos de un Salvador crucificado para mi aceptación ante Dios”. En sus últimas horas utilizó a menudo la expresión, en latín, que Wesley usó en su lecho de muerte: “Dios está con nosotros”; y finalmente partió con gran paz.
Así, Rowland murió en la rectoría de Llangeitho el 16 de octubre de 1790, a la madura edad de setenta y siete años. Fue enterrado en Llangeitho, en el extremo este de la iglesia. Sus enemigos pudieron sacarlo del púlpito, pero no del cementerio. Un viejo habitante de la parroquia contó: “recuerdo bien su tumba, y muchas veces he leído la inscripción, su nombre y edad, con el de su esposa, Eleanor, que murió un año y dos meses después que su marido. La piedra estaba colocada sobre un muro de tres pies, pero ahora está desgastada por la mano del tiempo”.
Rowland estuvo casado una vez. Se cree que su esposa era hija del Sr. Davies, de Glynwchaf, cerca de Llangeitho. Tuvo siete hijos que lo sobrevivieron y dos que murieron en la infancia. No se sabe con exactitud qué fue de toda su familia ni si existen descendientes directos suyos.
Lo que sí es claro es que fue uno de los más grandes campeones espirituales del siglo XVIII, aunque es un hombre poco conocido. Muchos conocen a Whitefield, Wesley y Romaine, pero nunca han oído el nombre del reverendo Daniel Rowland, de Llangeitho, en Cardiganshire, que, sin embargo, está al nivel de estos.
Rowland no fue a Londres ni a las principales ciudades de Nueva Inglaterra. Su ministerio se desarrolló casi exclusivamente entre las clases media y baja de unos cinco condados de su país, pero esto lo convirtió y lo estableció en la historia como el gran apóstol de Gales.
Bibliografía: traducido, resumido y adaptado libremente de The Family Treasury Of Sunday Reading (1867), por Andrew Cameron.
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