Antonio del Corro nació en Sevilla en 1527, y en esta misma ciudad se crió como joven y se formó como académico. Sus estudios los realizó en el Colegio de Santa María de Jesús. Aprendió varios idiomas, además de su lengua materna (el español), como el francés y el latín. Sin embargo, después de graduarse seguiría un nuevo rumbo.
Todavía joven, a los 20 años, empezó su formación religiosa como fraile “jerónimo”, esto es, de la Orden de San Jerónimo, una comunidad religiosa de la España medieval que seguía la erudición y piedad del Padre latino. De esta manera, se residenció en el Monasterio de San Isidoro del Campo a las afueras de Sevilla. Aquí recibió una educación humanística y teológica.
Durante este tiempo el curioso joven forjó una amistad con Juan Gil, o el “Doctor Egidio”, un teólogo y profesor residente en Sevilla que era ocultamente protestante. Las ideas de Gil atrajeron a Antonio y, con la ayuda de un buhonero y contrabandista de libros llamado Julián Hernández, pudo tener acceso a las más notables obras evangélicas de Lutero, Zuinglio, Bucero y Melanchthon.
Cuando se le interrogó en el monasterio por qué obtuvo estos escritos, respondió que los leía con el fin de refutarlos, pero la realidad es que Antonio ya estaba asimilando esas nuevas ideas de reforma, y comenzó a divulgarlas entre sus compañeros del monasterio, formando incluso reuniones secretas donde se cuestionaban algunas doctrinas tradicionales y se estudiaban las Sagradas Escrituras.
En 1557, al ser descubierto su grupo secreto de estudio y al comprobarse sus creencias protestantes (como la sola gracia, la sola fe y la sola Escritura), Corro y otros religiosos tuvieron que huir fuera del monasterio, de Sevilla y hasta de España, ya que la inquisición española inició un proceso de persecución contra ellos.
Corro logró escapar con vida al extranjero. Pero por aquel tiempo muchos otros protestantes en Sevilla no tuvieron la misma suerte, siendo la mayoría exterminados. En cambio, Antonio solo fue “quemado” simbólicamente por la inquisición. Sin embargo, tuvo que abandonar su país sin la esperanza de que este pudiera ser “reformado” conforme a las nuevas ideas reformistas.
El destino de Antonio del Corro fue la Ginebra del reformador Juan Calvino, que entonces era un lugar de refugio para muchos protestantes perseguidos de toda Europa. Allí conoció a Calvino y se ganó su confianza. Ingresó a la Academia de Lausana, una institución para la formación de ministros reformados-suizos. Estudió mejor la teología protestante con Teodoro de Beza y aprendió hebreo y griego, lenguas requeridas en la academia humanista.
Calvino lo recomendó para un trabajo en la Corte de la reina francesa Juana de Albret en Nérac. Esta requería de un maestro para su hijo el príncipe Enrique, entonces de seis años y futuro rey Enrique IV de Francia, al que Antonio, entre otras cosas, enseñó el castellano. Así se ganó el favor de la reina y esta, recientemente convertida al protestantismo reformado, lo ayudó en el avance de la “religión reformada” en su reino, estableciendo nuevas iglesias que el sevillano pastoreó por un tiempo.
Permaneció un par de años más en tierras francesas. Estuvo en Burdeos, Tolouse y Bergerac, donde sirvió como ministro reformado. Pero su estadía en estos lugares fue breve, ya que siempre levantaba sospechas entre los líderes del clero reformado. Sobre todo a causa de un tal Jean Cousin (ministro reformado francés) que lo veía con recelo. De hecho, este lo llegó a acusar de “servetismo” (derivado de Miguel Serveto) y otras herejías.
Una carta que envió en 1563 al reformador español Casiodoro de Reina (con el que tenía asiduo contacto), desde Teobon, empeoró las cosas para Antonio. En ella le consultaba por temas y autores que entonces se vinculaban con el servetismo y el racionalismo místico. La carta llegó a manos de Cousin, quien la divulgó, y en un sínodo general de la iglesia reformada de Francia realizado en Vertueil, Corro fue suspendido como ministro y excomulgado de la iglesia.
Todo ese ambiente hostil en Francia lo obligó a mudarse a Amberes, Países Bajos, en 1566, donde se le ofreció el cargo de pastor de la iglesia reformada. Pero para ello debía suscribir y firmar la confesión de fe de todas las iglesias holandesas: la Confesión Belga redactada por el reformador Guido de Bres en 1561 y que había sido adoptada recientemente por el sínodo de Amberes.
Antonio se negó a hacerlo, ya que no compartía el antianabautismo de la confesión, cuando esta rechaza la postura de los anabautistas en cuanto al bautismo infantil y el gobierno civil (artículos 34 y 36). El sevillano veía estas cosas como secundarias y consideraba que la condenación de los anabautistas se alejaba de la unidad cristiana que debía buscarse entre los creyentes.
En una carta a los pastores de Amberes, Corro expresa que se debe buscar una unidad entre protestantes, dando libertad a que los hombres puedan tener opiniones secundarias en cuanto a la religión. También, en esta misma línea, hace una dura crítica al hiperconfesionalismo:
Hay otros que hacen sus confesiones, catecismos, comentarios y tradiciones como si fueran un quinto Evangelio, y quieren autorizar sus interpretaciones particulares de manera que los ponen al nivel de los artículos de la fe, y se atreven a llamar heréticos a todos los que no siguen exactamente sus imaginaciones: las cuales, aunque fueran buenas y llenas de edificación, son hechas por hombres y, por consiguiente, indignas de ser comparadas con la palabra del Señor.
Durante su estadía en Amberes también escribió una carta al rey Felipe II de España, en la que lo invitaba a promulgar un edicto de tolerancia a favor del protestantismo y a convocar un concilio ecuménico entre protestantes y católicos. Para él se deben proteger los derechos de libre creencia de los grupos religiosos en disputa, cosa que la inquisición hispana impedía despiadadamente.
Pero las críticas de Corro no estaban dirigidas solo contra la iglesia romana; también para él, el protestantismo, sobre todo del tipo reformado, atacaba las libertades religiosas. Reflexionando sobre esta cuestión en la iglesia reformada de su tiempo, declara estas fuertes palabras: “En nuestra Iglesia Reformada he hallado menos humanidad y hospitalidad que entre turcos, paganos y gentiles; mayor y más inicua opresión y tiranía ejercen que la de los inquisidores españoles”.
Corro probablemente había adquirido esta postura a favor de la tolerancia religiosa por los diferentes autores a los que se expuso y por los distintos viajes que realizó. Y, por supuesto, también a causa de su propia experiencia personal, habiendo vivido múltiples veces y en carne propia las durezas del destierro civil y del ostracismo social por razones teológicas.
Pero aquí es donde él pudo mostrar mejor su carácter cristiano, ya que creía que la tolerancia religiosa se basaba en el principio de Cristo de amar a los enemigos. En su Diálogo de la carta a los romanos, expresó:
La doctrina celestial ordena que amemos a nuestros enemigos y que no compensemos a las injurias con injurias calibrando lo igual con lo igual, sino que más bien les hagamos el bien a nuestros aborrecedores y que por las injurias recibidas pidamos para ellos cosas favorables. Por consiguiente, siguiendo esta regla, pido a Dios Óptimo Máximo, Padre de nuestro señor Jesucristo, que conceda a mis perseguidores espíritu de arrepentimiento y mejor intención para conmigo a fin de que no obstaculicen el curso del Evangelio buscando mi infamia, sobre todo entre mis compañeros que pueden oír oscuros rumorcillos, si bien no así razones. Ojalá por estas mis preces y deseos suceda alguna vez que se dobleguen y se conviertan los corazones de quienes me persiguen.
No habiendo funcionado las cosas en los Países Bajos, decide mudarse a Londres, Inglaterra, en 1569, ciudad a la que también llegaban muchos exiliados protestantes. Allí ya había una comunidad protestante española, pero Antonio no fue capaz de reactivarla y dirigirla. Intentó acercarse a una comunidad protestante-francesa (y también a una italiana), pero Cousin y otros ministros reformados volvieron al ataque. Fue de nuevo excomulgado y a él y a su esposa se les prohibió la Cena en las iglesias reformadas.
Las cosas en Londres no pintaban bien, hasta que un obispo inglés, Lord Edwing Sandes, certificó la “ortodoxia” de Antonio ante un tribunal de la iglesia de Inglaterra. Este obispo lo protegería con su autoridad durante toda su estadía en Londres y hasta su muerte. A partir de aquí Corro se acercó más al protestantismo inglés-tradicional y se alejó cada vez más del protestantismo de tipo francés-reformado. En nuestros términos actuales diríamos que se volvió un “anglicano”.
Fue designado con varios puestos (profesor, lector, preceptor, catequista, etc.) en las cátedras de teología de diferentes instituciones universitarias de renombre, como Oxford, Gloucester Hall, St. Mary’s, Hart’s Hall y Christ College. Obtuvo buenas ganancias económicas y formó una familia (de la que no se sabe mucho).
Escribió varios libros de teología, como un comentario al Eclesiastés y una exposición de Romanos, que en realidad era una reflexión en forma de diálogo sobre la justificación por la fe. Todas sus obras fueron traducidas al inglés desde el latín, francés y español por John Thorius, un traductor y lexicógrafo inglés y amigo de Antonio.
Pero su obra literaria más destacada, y por la que hasta hoy es recordado en el mundo literato y académico, fue su Reglas gramaticales (1586), una gramática de la lengua castellana que había compuesto originalmente para el niño Enrique IV, pero que ahora en Londrés publicó de forma ampliada y con la imprenta de la Universidad de Oxford. Esta fue la primera obra en español en suelo inglés.
Sus últimos años de vida (entre las décadas de 1570 y 1580) fueron cómodos, alcanzando un nivel alto en la sociedad inglesa, y moviéndose entre las elites académicas y religiosas de la misma. Sus enemigos y críticos ya estaban muy lejos y no podían tocarlo. Su Sevilla quedó muy atrás en su vida, y ya tranquilo con la vida en Inglaterra se hizo ciudadano inglés. Murió de causas naturales en Londres en el año 1591, cuando ya estaba retirado de Oxford y disfrutaba de sus últimos días.
Aunque siempre fue visto con sospecha por sus enemigos y estuvo envuelto en controversias con estos, Antonio del Corro fue un cristiano de actitud tolerante, que buscaba una vía media entre las tradiciones cristianas de entonces (protestante, anabautista y romana) y un respeto a la libertad de estas de practicar la religión cristiana como sus conciencias les dictasen.
A causa de esta actitud tolerante también siempre estuvo en la condición de exiliado, yendo de un lugar a otro. Sobre esto hizo una bonita reflexión, expresando ser ciudadano del mundo, la cual comparto aquí para terminar (nota: ortografía de la época):
Quánto más generoso ánimo mostró aquel gran philósopho Sócrates que, preguntado de qué tierra era, respondió ser ciudadano del mundi universo, pareciéndole que la República de Atenas (aunque muy amplia y celebrada) no era digna de tener atado a un rincón de casa ánimo tan sublime y menospeciador de las cosas terrenas. De lo dicho se sigue el otro punto (que parece en nuestros tiempos algo más difícil), y es el travar y conservar tal amistad con las otras naciones que en nuestra conversación mostremos tenerlos a todos por vecinos de una misma ciudad, que es el orbe habitable, por súbditos de un mismo Monarca, que es Dios, y por hermanos de una misma herencia (para la que somos criados, que es la felicidad eterna). Para semejantes deseños y deseos de paz, unidad y concordia con el género humano, sirve mucho el don de lenguas.
Bibliografía: Jonatán Orozco Cruz, Antonio del Corro en upo.es; Octavio Esqueda, Antonio del Corro: El gran legado para nuestros tiempos de un reformador español en biola.edu; Antonio del Corro, Real Academia de la Historia en dbe.rah.es; Antonio del Corro: gramático y teólogo en protestantedigital.com; Antonio del Corro, heterodoxo y gramático en cvc.cervantes.es.
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