El 7 de octubre de 1805, nueve hombres firmaron un documento que gobernaría sus vidas y esfuerzos para proclamar el evangelio en toda la India. El documento se conoció como el Formulario de Acuerdo de Serampore (a veces incorrectamente llamado el “Pacto de Serampore”). Los firmantes, muchos de ellos pioneros en la historia de las misiones bautistas, incluían a William Carey, Joshua Marshman, William Ward, John Chamberlain, Richard Mardon, John Biss, William Moore, Joshua Rowe y Felix Carey (hijo de William Carey). En el Acuerdo, los firmantes aceptaron once principios que guiarían desde entonces el trabajo misionero en la India, con la “esperanza de que multitudes de almas convertidas tengan motivo de bendecir a Dios por toda la eternidad por haber enviado Su evangelio a este país”.
Al leer el Acuerdo hoy, podríamos sorprendernos por la cantidad de temas que siguen prevaleciendo entre misioneros y misiólogos: un énfasis en la antropología cultural, el deseo de iglesias autosuficientes, la prioridad de la traducción de la Biblia y la educación, y más. Por lo tanto, aunque originalmente escrito para guiar el trabajo misionero hace dos siglos, este documento sigue siendo profundamente relevante hoy en día, no solo para el servicio misionero, sino para cada discípulo de Cristo que busca darlo a conocer en un mundo cada vez más globalizado.
Dondequiera que necesitemos recordar nuestras prioridades como peregrinos en este mundo presente —en casa, en la escuela, en el trabajo, viajando, haciendo mandados o recibiendo a vecinos—, el Acuerdo de Serampore sirve como un maestro atemporal.
Prioridades de Serampore
William Carey llegó a la India en 1793, enviado por la recién formada Sociedad Misionera Bautista. Después de establecer su trabajo en Calcuta (ahora Kolkata), Carey se trasladó a Serampore, que estaba bajo control danés, en Bengala Occidental, en 1800, donde ministró hasta su muerte en 1834. Allí se unió a Joshua Marshman y William Ward, y juntos formaron una nueva iglesia, con Carey como pastor y Marshman y Ward como diáconos.
Cinco años después, con un número creciente de nuevos reclutas misioneros llegando y nuevos conversos uniéndose a la congregación, acordaron revisar la estructura de liderazgo de la iglesia, el progreso reciente del trabajo y establecer parámetros para el ministerio futuro. Fue en este contexto misional y eclesial que se formó el Acuerdo.
El documento consta de once convicciones que establecen “los Grandes Principios sobre los cuales los hermanos de la Misión en Serampore creen que es su deber actuar en la obra de instruir a los paganos”. El Acuerdo llama a los misioneros a fijar su “atención seria y constante” en estos principios. Reconociendo que el Señor, en Su soberanía, los había plantado en Serampore y les había dado un trabajo difícil por hacer, querían poner sus manos en el arado con diligencia y perseverancia bajo Su poderosa mano.
En lo que sigue, no resumo cada artículo del Acuerdo (aunque te animo a que leas el breve documento por ti mismo). En cambio, pretendo destacar tres prioridades expresadas en el documento que caracterizaron a estos primeros misioneros y que siguen siendo prioridades para los cristianos hoy en día.
‘Que nuestros corazones sangren’
¿Qué atrajo a Carey y a otros a la India en primer lugar? En su Investigación, publicada unos trece años antes del Acuerdo, Carey argumentó que la comisión dada por Jesús a los apóstoles en Mateo 28:18–20 “los obligó a dispersarse por todos los países del globo habitable y a predicar a todos los habitantes, sin excepción o limitación”. La afirmación de Carey no cayó en oídos sordos. Impulsados por el fervor de ver a personas de todo el mundo rendirse a Cristo, numerosas iglesias enviaron misioneros a los rincones más remotos del mundo.
Este mismo fervor establece el tono para todo el Acuerdo de Serampore. El artículo 1 dice:
Para estar preparados para nuestra gran y solemne obra, es absolutamente necesario que asignemos un valor infinito a las almas inmortales; que a menudo tratemos de afectar nuestras mentes con la pérdida terrible que sufre un alma no convertida que es lanzada a la eternidad (...). Si no tenemos este terrible sentido del valor de las almas, es imposible que podamos sentirnos correctamente en cualquier otra parte de nuestro trabajo.
Recordar que millones de personas estaban bajo el poder de las tinieblas era indispensable para la labor multifacética de las misiones en Bengala Occidental. Aunque los misioneros no solo se dedicaban a la evangelización, sino también a la educación, la agricultura, los negocios, la traducción y mucho más, el estado perdido de las almas y el peligro de la condenación eterna era la razón de ser de sus labores. Olvidar tal realidad terrible resultaría en un trabajo que se enfocaría meramente en necesidades temporales: tal vez mejorando las condiciones de los incrédulos, pero sin ofrecer la salvación.
La creencia en el juicio eterno ha disminuido últimamente en nuestro contexto occidental. Muchos ya no temen “el castigo de destrucción eterna” que vendrá sobre “los que no conocen a Dios y (...) no obedecen el evangelio” (2Ts 1:8–9). Tendemos a olvidar que cada persona que encontramos tiene un futuro eterno, por lo que nuestras interacciones se vuelven menos sazonadas con sal; perdemos un poco de nuestro brillo. El Acuerdo nos recuerda que todos caminamos al borde de la eternidad:
La vida es corta (...) a nuestro alrededor perecen muchos, e (...) incurrimos en un terrible mal si no proclamamos las buenas nuevas de salvación (...). ¡Oh! que nuestros corazones sangren por estos pobres idólatras, y que su situación pese continuamente en nuestras mentes.
‘En todos los climas’
El trabajo en Bengala Occidental y las regiones circundantes progresó lentamente. Un hombre llamado Krishna Pal se convirtió en el primer converso registrado del trabajo misionero, siete años después de que el trabajo comenzara en 1793. En 1805, en la formación de la iglesia de Serampore, más conversos estaban presentes, y dos hombres, incluido Krishna Pal, se convirtieron en diáconos.
La paciencia tenía que marcar cada aspecto del trabajo. En el artículo 2, los misioneros expresaron la necesidad de obtener tanta información como fuera posible sobre las costumbres y prácticas religiosas locales para que pudieran “conversar (...) de manera comprensible”. Querían aprender cómo y qué pensaban los locales, “sus hábitos, sus inclinaciones, sus antipatías, la forma en que razonan sobre Dios, el pecado, la santidad, el camino de la salvación” y más, reconociendo que solo a través de tal interacción cuidadosa podrían “evitar ser bárbaros para ellos”. Tal conocimiento no se adquiere de la noche a la mañana; se desarrolla con el tiempo a través de relaciones, conversaciones y estudio diligente.
Llevar a cabo conversaciones con los nativos casi cada hora del día, ir de aldea en aldea, de mercado en mercado, de una asamblea a otra, hablar con sirvientes, trabajadores, etc., siempre que se presente la oportunidad, y estar listo a tiempo y fuera de tiempo; esta es la vida a la que estamos llamados en este país (artículo 4).
¿Por qué este enfoque en lugar de una rápida sucesión de concentraciones masivas o un movimiento constante de ciudad en ciudad? “Es absolutamente necesario que los nativos tengan una confianza total en nosotros y se sientan completamente cómodos en nuestra compañía” (artículo 6). La fuerza, el comportamiento agresivo, presionar por resultados rápidos; todo esto “devaluaría mucho nuestro carácter en su estimación”. Los misioneros entendían que la obra de reunir, edificar y cuidar almas no ocurría en un solo día. “Debemos estar dispuestos a pasar algún tiempo con ellos diariamente, si es posible, en este trabajo. Debemos tener mucha paciencia con ellos, aunque crezcan muy lentamente en conocimiento divino” (artículo 7).
Tal paciencia es el fruto de una profunda confianza en la providencia de Dios. Las promesas de las Escrituras que sustentaban su entendimiento de la orquestación soberana de Dios de Su plan para redimir un pueblo de todas las naciones resultaban “totalmente suficientes para remover [sus] dudas, y hacer que anticiparan que no era un período muy lejano cuando Él privará de alimento a todos los dioses de la India, y hará que estos mismos idólatras (...) renuncien para siempre a la obra de sus propias manos” (artículo 1). Se entendían a sí mismos como pescadores de hombres en la gran flota pesquera del Rey, llamados a trabajar “en todos los climas”, convencidos firmemente de que mientras ellos pueden plantar o regar, solo Dios puede dar el crecimiento.
En nuestra era instantánea —comida instantánea, comunicación instantánea, “amistades” instantáneas—, necesitamos desesperadamente la virtud de la paciencia. La formación cristiana lleva tiempo. Mucho tiempo. Aunque el Señor es capaz de provocar un éxito rápido (como salvar a tres mil personas a través del sermón de Pedro en Pentecostés), en Su perfecta sabiduría, es más común que permita cambios lentos. El trabajo del reino requiere fortaleza y determinación. Estas no provienen de reservas internas de fuerza, sino de una profunda dependencia y confianza en el Señor de la mies.
‘Raíz de la piedad personal’
La explosión de la actividad misionera en Escocia e Inglaterra a finales del siglo XVIII comenzó con la chispa de la oración: como narró el reverendo John Sutcliff (1752 – 1814), una reunión mensual comprometida a “orar al Señor Jesús para que la obra continúe (...), que los reinos de este mundo se conviertan en los reinos de nuestro Señor”.
El equipo de Serampore reconoció que todos sus trabajos dependían de que fueran “diligentes en la oración” (artículo 10). Nombrando a David Brainerd como ejemplo, se comprometieron a la “oración secreta, ferviente y creyente”, sin la cual no serían “instrumentos aptos de Dios en la gran obra de la Redención humana”. También se comprometieron a la oración unida “en tiempos determinados, sin importar la distancia que nos separe”, con la intención de luchar juntos con Dios “hasta que Él despoje a estos ídolos y haga que los paganos experimenten la bienaventuranza que está en Cristo”.
La oración es el motor que Dios ha ordenado para impulsar Su reino en este mundo. En un breve discurso a sus colegas pastores, Sutcliff escribió: “[Cristo] se complace en estas materias no solo en mandarnos que pidamos, sino en representarse a sí mismo como esperando para dar gracia (...), como listo para otorgar estas misericordias siempre que oremos fervientemente por ellas”. Dios se deleita en responder oraciones que reflejan Su causa santa. Jesús enseñó a los discípulos a comenzar sus oraciones pidiendo que venga Su reino (Mt 6:9–10).
Cuando Carey escribió su Investigación, estimó la población mundial en 730 millones, con unos 122 millones profesando el nombre de Cristo. Él, sus compañeros de equipo y muchas iglesias en Gran Bretaña se comprometieron a orar para que el evangelio corriera entre esos 600 millones que vivían en tinieblas. ¿Y el resultado de esas oraciones? El Gran Siglo de las misiones mundiales. Hoy, la población mundial estimada es de ocho mil millones. El Proyecto Josué estima que solo el 11% sigue a Cristo. ¿Qué podría estar dispuesto a hacer Dios si Su pueblo se comprometiera a orar para que Su reino venga?
Resolución sin reservas
Originalmente escrito para guiar el trabajo del equipo misionero de Serampore, el Formulario de Acuerdo de Serampore sigue siendo relevante hoy en día, no solo para los misioneros, sino para cada seguidor de Jesús comprometido con la gloriosa causa de declarar las “buenas nuevas de paz a través de Jesucristo”, que “Él es Señor de todos” (Hch 10:36). El Señor resucitado envía a Su iglesia al mundo con este propósito. Que, con la ayuda del Espíritu Santo, resolvamos:
… entregarnos sin reservas a esta gloriosa causa. Nunca pensemos que nuestro tiempo, nuestros dones, nuestra fuerza, nuestras familias o incluso la ropa que llevamos son nuestras. Santifiquémoslas todas a Dios y a su causa. ¡Oh, que Él nos santifique para Su obra! (Conclusión del Acuerdo).
Amén. Que así sea.
Este artículo fue traducido y ajustado por David Riaño. El original fue publicado por Seth Porch en Desiring God. Allí se encuentran las referencias.
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