El movimiento montanista surgió en la Frigia del siglo II, entre el año 155 y el 160, en la parte oriental del Imperio romano. Aquella localidad estaba inmersa en un ambiente religioso muy diverso, con influencias paganas, judías y cristianas de tradición joánica.
¿De dónde tomó su mayor influencia el montanismo? No hay un consenso actual. Como dice Baslez, en su útil estudio publicado en 2007, cuyo título en español es Del culto a Cibeles al cristianismo frigio: perspectivas sobre una identidad religiosa regional (Vom Kult der Kybele zum phrygischen Christentum: Ausblicke auf eine regionale religiöse Identität), parece que este movimiento se encontraba en medio de ambos extremos: el paganismo y la fe judía y cristiana.
El montanismo fue un movimiento de renovación, o reforma, si se quiere, que creció dentro del ambiente cristiano del siglo II, y pasó de oriente hasta la misma Roma; no era insignificante. De hecho, fue su gran impacto el que motivó tantas críticas y regaños por parte de la Iglesia. Así como el marcionismo gnóstico resultó ser un grave problema para el cristianismo antiguo, en una intensidad muy similar lo fue también el montanismo. Pero, ¿por qué tanta oposición? ¿Qué enseñaba a grandes rasgos el montanismo?
Predicación apocalíptica y Montano como “profeta final”
El autor y académico alemán Martin Arndt lo define de la siguiente manera: “proclamaron el inminente fin del mundo, que comenzaría con el descenso de la ‘Jerusalén de arriba’ sobre la aldea frigia de Pepuza”. Esta definición nos hace ver el carácter apocalíptico de la predicación montanista. De hecho, la misma interpretación de los sucesos de su tiempo se daba en tono apocalíptico: como menciona Ramos-Lissón en su Compendio de la Historia de la Iglesia Antigua, las guerras que se dieron desde los años 160 eran vistas por los montanistas como signos efectivos de la llegada del fin.
Pero el anuncio de la venida de Cristo no era todo lo que predicaban; otro elemento justificaba e impregnaba su énfasis en lo apocalíptico. Según Henry Wace, historiador eclesiástico y teólogo anglicano británico, Montano enseñó que “las revelaciones sobrenaturales de Dios no terminaron con los apóstoles, sino que se podían esperar manifestaciones aún más maravillosas de la energía divina bajo la dispensación del Paráclito [el Consolador prometido en Juan]”. Este es el punto importante.

La manifestación de Montano era llamativa, pero no porque anunciara que Jesús volvería pronto, sino porque afirmaba que Él era el instrumento que ahora usaba el Espíritu Santo en esos “últimos tiempos” para hablar a la Iglesia. En otras palabras, antes del fin del mundo, se daría el ministerio restauracionista de Montano. Él estaba convencido de que era el portador del Paráclito prometido en Juan 14 y 16, y esa era la crítica más esencial que le hacían los oponentes al movimiento.

Así pues, al verse como el profeta final antes de la segunda venida de Jesús, su papel en la historia era decisivo. El panorama de una Iglesia que se estaba consolidando con una firme estructura basada en el testimonio del canon, la autoridad de los obispos, una organización jerárquica y una detallada práctica penitenciaria, podría llevar a muchos a pensar que el cristianismo se enfriaba, que se estaba volviendo una institución humana más de este mundo, con un estilo rígido y autoritario, y menos fervorosa y expectante ante la promesa de la venida de Jesús. Era necesario, entonces, prepararla para el día final por medio de un mensaje “fresco” y “revolucionario” de parte del Espíritu, o al menos eso creían los montanistas.
La profecía montanista
¿Cómo se percibían los nuevos profetas? De acuerdo con el obispo y escritor Epifanio, Montano dijo: “Yo soy el Señor Dios, el Todopoderoso, que habito en el hombre”. Por su parte, Maximila, una de las principales profetisas del montanismo, exclamaba: “soy palabra, espíritu y poder”, según lo que Eusebio citó de Asterio, un crítico del movimiento, en su Historia Eclesiástica. Pero no confundamos estas frases: los nuevos profetas no creían que se convertían en Dios o en el Espíritu, como una especie de mezcla de naturalezas. Se veían como poseídos por el Espíritu, como sus instrumentos autorizados; “Dios hablaba” por medio de ellos de una forma única, incomparable con la naturaleza de la profecía de los hebreos o los profetas del tiempo apostólico.

Por un lado, es interesante que muy probablemente el montanismo criticara la estructura jerárquica de la Iglesia de aquel entonces, que tenía ministerios exclusivos para los miembros del clero. Digo que es interesante porque también Montano y sus profetas señalaban que ellos eran los portavoces exclusivos del Espíritu. Por otro lado, ante un sistema de gobierno definido por hombres, el movimiento montanista resaltaba el lugar de la figura femenina: había profetisas.
El lugar de Maximila y Prisca (o Priscila según algunos textos) era sin igual dentro de la historia del ministerio cristiano. Es cierto que en el Nuevo Testamento se menciona a mujeres que colaboraban en el trabajo apostólico, e incluso se define una especie de ministerios femeninos. También es cierto que, como señala Eusebio, las hijas de Felipe eran profetisas. Pero nada de esto tenía comparación con la relevancia que tomaban las profetisas montanistas: ellas eran las portavoces vivas del Espíritu; el Paráclito ya no hablaba por los obispos a través de una tradición forjada por hombres, sino por medio de mujeres dotadas de un don único y que definía el tiempo del fin. Esto era revolucionario para el cristianismo del siglo II.
Los montanistas traían la “nueva profecía”, una que no anulaba la antigua revelación del Antiguo Testamento y del tiempo apostólico, sino que, según creían, la completaba. Tertuliano, quien pudo ser influenciado por el montanismo (hay debate al respecto), explicó en De virginibus velandis (Sobre el velo de las vírgenes): “En las revelaciones de Dios se manifestó un proceso de desarrollo. Tuvo su principio rudimentario en la religión de la naturaleza, su infancia en la ley y los profetas, su juventud en el evangelio, [y] su madurez plena sólo en la dispensación del Paráclito”.

Tertuliano entendía esta madurez de la revelación bajo el tiempo de la nueva y final dispensación del Espíritu. ¿Podía esta revelación final tener un impacto determinante en la doctrina? No contamos con importantes testimonios sobre esto, pero sí podríamos hablar de una “teología montanista” propiamente dicha.
Sin embargo, hay un caso particular de impacto en la doctrina que se remonta a Tertuliano. En su tratado De anima, reflexionó sobre la naturaleza del alma; defendió su carácter material y su forma corporal, pues en eso creía. En el capítulo 9 de su libro, mencionó una experiencia montanista significativa que le ayudó a comprender su doctrina sobre el alma. Tertuliano dijo lo siguiente, informándonos de primera mano sobre la experiencia espiritual de una creyente de la comunidad montanista:
Tenemos ahora entre nosotros a una hermana a quien le ha tocado en suerte ser favorecida con diversos dones de revelación, que experimenta en el Espíritu [una] visión extática en medio de los ritos sagrados del día del Señor en la iglesia; ella conversa con los ángeles, y a veces incluso con el Señor; ella ve y oye comunicaciones misteriosas (...) ella tiene la costumbre de informarnos sobre las cosas que haya visto en visión (porque todas sus comunicaciones se examinan con el más escrupuloso cuidado, para que se pueda probar su verdad)... entre otras cosas, dice ella, “se me ha mostrado un alma en forma corporal, y un espíritu ha tenido la costumbre de aparecerse ante mí”… [cursivas mías].
Interesante, ¿no? Con el apoyo de esta experiencia, la cual Tertuliano aprobó como venida del Espíritu, acabó concluyendo que el alma es corporal, posee forma de cuerpo humano, tiene cualidades materiales, posee un color transparente, tiene ojos y oídos. No apunto este caso como una crítica, sino como un ejemplo muy ilustrativo de la forma en que actuaba la manifestación carismática dentro de una mujer montanista y su relevancia en un tema doctrinal, al menos en la vida de Tertuliano.

Puntos en común y críticas
Sin embargo, el movimiento montanista no se desvió de la fe en todos los sentidos. De hecho, al leer a los críticos de este grupo, vemos que resaltan no solo su error, sino también su coincidencia doctrinal con la fe de la Iglesia. Por ejemplo, Epifanio escribió que los montanistas “reciben las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento. Y afirman igualmente la resurrección de entre los muertos”. Al describir al grupo, añadió que “coinciden con la santa Iglesia católica en lo que se refiere al Padre, al Hijo y el Espíritu Santo”.
Otro crítico, Hipólito, escribió en la Refutación de todas las herejías que los montanistas “reconocen a Dios como Padre del universo y Creador de todas las cosas, de manera similar a la Iglesia, y [reciben] todo lo que el Evangelio testifica acerca de Cristo”. Pero, con todo, critican también a los montanistas por haber puesto su profecía, sus carismas y su posesión del Paráclito por encima de la revelación de los evangelios, resultando en un fatal autoengaño.

El testimonio de Hipólito es significativo al respecto, al señalar que los seguidores de las profetisas de Montano creen que “han aprendido algo más a través de ellas, que lo enseñado en la ley, los profetas y los Evangelios (...). [Ellos] magnifican a estas miserables mujeres por encima de los apóstoles (...), de modo que algunos de ellos presumen de afirmar que hay en ellas algo superior a Cristo”. Pensando en nuestros días, aquí cabe preguntar: ¿la originalidad de la experiencia del Espíritu en el creyente desplaza la revelación escrita o se superpone a ella? ¿Hay un versus entre la Biblia y el Espíritu?
Apolinar, Apolonio, Aterio, etc., fueron importantes autores eclesiásticos mencionados por Eusebio que refutaron al movimiento montanista, y lo hicieron de la manera más directa posible: respondieron a lo que ellos consideraban como profecías falsas, porque jamás se cumplieron. El verdadero profeta anuncia una palabra de parte de Dios, una palabra que es cierta, y que, por lo tanto, se va a cumplir. Pero los críticos vieron que esto no ocurría con la nueva profecía, ni en los tiempos fuertes del movimiento montanista, ni después de ellos. ¡La Jerusalén de lo alto jamás llegó! ¡El fin no ocurrió! Ese era el criterio para definir su falsedad.
Las prácticas que los caracterizaban
Otro criterio para refutarlos eran la conducta y prácticas que asumían algunos de sus miembros importantes, las cuales, de hecho, habían sido criticadas en el cristianismo del siglo II y III. Aquí contamos con el caso de Apolonio. Jerónimo, al describir la vida de Apolonio en De Viris Illustribus (Sobre hombres ilustres), menciona que escribió una obra contra los montanistas donde se apunta lo siguiente: “¿Un profeta se tiñe el pelo? ¿Un profeta se tiñe los párpados? ¿Un profeta se adorna con finas prendas y piedras preciosas? ¿Un profeta juega con dados y mesas? ¿Acepta usura? Que respondan si esto debe permitirse o no, [pues] será mi tarea probar que hacen [todas] estas cosas”. Sean ciertas o no, lo que está claro es que significaban una confirmación de que quienes las practicaban merecían el rechazo de su mensaje, y con mayor razón si decían ser profetas.

Pero, ¿qué prácticas caracterizaban a los montanistas? La lógica era que, si el fin era repentino, entonces la moralidad cristiana debía llevarse al extremo con prácticas que formaran un carácter preparado para el momento del fin. Quienes criticaban el movimiento recordaban sus características morales rigoristas: nuevo ayuno, negación a un segundo matrimonio, y una crítica en la práctica penitencial de la Iglesia donde el obispo mediaba la absolución y el perdón de los pecados del creyente que cumplía la penitencia establecida.
¿No era esto una directa crítica a ciertas estipulaciones de la Iglesia? Donde esta decía ayunos semanales, los montanistas defendían un ayuno constante e ininterrumpido. Donde la iglesia, con cierta diversidad de opiniones, aceptaba un segundo matrimonio, los montanistas lo negaban enfáticamente. De hecho, es interesante que, así como lo fue para algunos grupos gnósticos, la renuncia a la vida matrimonial era clave dentro del montanismo. Al respecto, Maximila y Prisca dieron el ejemplo, pues ambas dejaron su antigua vida matrimonial. Y no solo eso; según Eusebio, para los montanistas, el rechazo de la vida matrimonial generaba una mayor disposición y sensibilidad para recibir las revelaciones proféticas del Espíritu.
Conclusión: un movimiento marginal
El montanismo significó un “movimiento idealista”, o al menos así lo define el historiador Joseph Lortz. Con su estilo de vida, su mensaje, su crítica implícita a la Iglesia establecida, el montanismo buscaba formar un cristianismo ideal, genuino, espiritual y así preparado para el momento del fin que “pronto llegaría al mundo”. La historia fue la jueza del montanismo: el fin jamás llegó y el movimiento no recibió la aceptación de la Iglesia.
La motivación que dio fuerza al montanismo puede ser entendida como un movimiento de renovación, pero el medio de dicha reforma —el mensaje profético y la llamada a una praxis rigorista— no logró ser efectivo ni causar un impacto permanente. Era la palabra de los montanistas, o la de la Iglesia del canon, los obispos, la tradición y el credo. El montanismo pasó a la historia como un movimiento marginal, rechazado, pero que siempre creyó ser el cristianismo auténtico, el ‘pneumático’, es decir, el espiritual, opuesto al de sus detractores, quienes eran los psíquicos, los puramente mentales en su comprensión espiritual.
¿Qué podemos aprender del desarrollo y caída del montanismo? Aunque es difícil responder, pienso que hay tres principios básicos que se podrían redimir y aplicar desde una perspectiva bíblica y teológicamente consecuente: (1) el énfasis en lo primordial que es en la vida cristiana la guía del Espíritu, (2) la crítica constructiva a lo establecido para buscar su mejora o renovación, y (3) la preparación de la vida, tanto moral, doctrinal y experiencial cristiana ante el contexto expectante de la segunda venida de Jesús. El montanismo nació con una buena motivación, pero sólo quedó en eso. Hoy es un grupo muerto; es pura historia.
Nota del autor: La mayoría de los textos patrísticos los hemos tomado del trabajo de Bonwetsch, Texte zur Geschichte des Montanismus (De Gruyter, 1949). Además de los trabajos de Schaff, Wace y Frendt.
Referencias y bibliografía
Historisches Wörterbuch der Philosophie (1976) de Martin Arndt, vol. 5, Schwabe Verlagsgruppe.
Compendio de la Historia de la Iglesia Antigua (2009) de Domingo Ramos-Lissón. Eunsa, Pamplona, p. 117.
A Dictionary of Early Christian Biography (1999) de Henry Wace. Hendrickson Publishers, p. 739.
Panarion de Epifanio de Salamina, XLVIII, 11; II, 1, 3-4.
Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea, V, XVI, 17; V, XVIII, 3.
De virginibus velandis (206) de Tertualiano, cap. 1
De anima (210), Tertuliano, IX.
Refutación de todas las herejías de Hipólito, VIII, xii.
De Viris Illustribus de Jerónimo, p. 40.
Historia de la Iglesia. Desde la perspectiva de la historia de las ideas (1961) de Joseph Lortz. Guadarrama, Madrid, p. 90.
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