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Hay varios temas sobre los que me aterra pensar en público... particularmente en Internet. Se me ocurren tres: la evolución, las vacunas y la manera en que mis hijos quizá ven demasiadas películas los fines de semana. ¿Por qué me aterra pensar en público acerca de esto? No es que no tenga conocimientos u opiniones, o que no haya tomado decisiones prácticas respecto a estos temas. No es que no sepa que existe un montón de información que puedo evaluar para continuar desarrollando mi entendimiento sobre ellos.
La verdad es que pensar en público me aterra porque ustedes me aterran. Bueno, no ustedes, ustedes. Me aterran los que forman los grupos que cerrarán su puerta en mi cara si “pienso mal” acerca de estos asuntos. Verás:
Si “pienso mal” acerca de la evolución, podría ser expulsada del grupo de los que se toman la ciencia en serio o del grupo de los que se toman la Biblia en serio.
Si “pienso mal” acerca de las vacunas, podría ser expulsada del grupo que lucha por preservar la salud del prójimo o del que lucha por preservar la libertad del individuo.
Si “pienso mal” acerca de los hábitos tecnológicos de mis hijos, podría ser expulsada del grupo de mamás antipantallas o del grupo de mamás antisobreprotección.
¿Por qué me aterra pensar en público? Porque quiero ser parte, incondicionalmente. Quiero que los que amo me reciban con los brazos abiertos y me hagan sentir segura. Quiero que los que admiro me indiquen que voy caminando en la dirección correcta. Quiero que los que me rodean me den palmadas en la espalda y sonrían después de escucharme.
Me aterra pensar en público porque me aterra dejar de pertenecer y estoy segura de que a ti te pasa lo mismo. Tú también tienes tu lista de temas que te pone de nervios comentar en voz alta. Existen preguntas que no te atreves a hacer. Opiniones que jamás has compartido fuera de las cuatro paredes de tu casa... ¡o tal vez ni siquiera dentro de tu casa!
No queremos “pensar mal”. El problema es que hemos definido ese “pensar mal” de manera equivocada. “Pensar bien” no es hacerlo exactamente igual que las personas que amamos, admiramos o tenemos cerca. No. Pensar bien es pensar en dirección a la verdad.
Por qué nos asusta pensar
Esto de “pensar bien” es una de esas cosas que es mucho más fácil celebrar que poner en práctica. En las últimas décadas, la ciencia cognitiva nos ha confrontado con los límites de nuestro razonamiento. Por ejemplo, para funcionar adecuadamente, nuestra mente toma atajos (la palabra elegante es “heurísticas”) que son útiles para tomar decisiones rápidamente (por ejemplo, “sal corriendo si ves a ese señor mal vestido caminar hacia a ti en el callejón”), pero muchas veces nos hacen caer en el error (el señor mal vestido tiene necesidad y quería pedirte algo de comida, no lastimarte).
Además, la psicología también ha identificado cientos de sesgos cognitivos que entorpecen nuestro pensamiento. Un ejemplo es el sesgo de confirmación: tendemos a buscar información que apoye nuestras ideas preconcebidas y a ignorar o distorsionar la evidencia contradictoria. Nadie va por la vida anunciando con orgullo “me encanta poner más atención a aquello que me da la razón... Lo que me contradice me pone incómodo y prefiero evitarlo”. Todos caemos en el sesgo de confirmación con frecuencia, sin darnos cuenta.
Por cierto: si mi uso de la palabra psicología provocó un sentimiento de aversión hacia el resto de lo que dije sin que puedas articular muy bien por qué, has sido víctima del “efecto de encuadre”. Este es otro sesgo que ocasiona que ciertas palabras o frases específicas despierten una determinada actitud en nosotros, independientemente de la idea que realmente se está comunicando.
La heurística de representatividad («los señores mal vestidos en los callejones son criminales»), el sesgo de confirmación y el efecto de encuadre son solo tres de los cientos de fenómenos cognitivos que nos obligan a admitir la realidad de que pensar bien es difícil. Es luchar contra nuestra naturaleza limitada e imperfecta.
Además, pensar bien nos obliga a confrontar nuestra ignorancia. Cuando decidimos dejar de repetir información como pericos acerca de —por ejemplo— las enfermedades mentales y ponernos a investigar, poco a poco nos vamos dando cuenta de todo lo que desconocemos acerca de la relación entre el cuerpo y la mente, la bioquímica cerebral, el trauma y la consejería. Empezamos a sentirnos menos cómodos en nuestras opiniones y empatizamos con Sócrates: “yo sólo sé que no sé nada”.
Definitivamente, pensar bien es trabajo duro.
Como si esto fuera poco, el resultado de todo ese trabajo duro no suele ser satisfacción y tranquilidad plena. A veces es todo lo contrario. Nos damos cuenta de que los asuntos controversiales precisamente lo son porque no tienen causas ni soluciones únicas o claramente identificables. Nos damos cuenta de que hay preguntas para las que nadie en el mundo tiene una respuesta. Nos damos cuenta de que las conclusiones a las que hemos llegado nos ponen en conflicto con aquellos que más amamos o con las personas que siempre hemos admirado.
Eso de “pensar bien” suena interesante... pero, ¿vale la pena?
Por qué no debería asustarnos pensar
Yo creo que sí. Con todas las dificultades que pensar bien puede traer a nuestras vidas, definitivamente vale la pena hacerlo.
Para empezar, pensar es inevitable. Nos guste o no, llegamos a conclusiones y formamos opiniones acerca del mundo que nos rodea. A muchos nos llega el momento de tener que heredar esas ideas medio cocinadas (“Papá, ¿por qué mi libro de ciencias dice que el universo tiene 13 mil millones de años? ¿No me dijiste que Dios lo hizo en 6 días?”). Todos tenemos una mente... ¿no queremos usarla bien? ¿No queremos que lo que pensamos corresponda con la realidad, por compleja y misteriosa que esta sea?
Creo que la respuesta de la mayoría será un “sí... pero…”. Un “sí” con miedo.
Si nos vemos solo a nosotros mismos —a la fragilidad de nuestras emociones y la insuficiencia de nuestro entendimiento– esta respuesta tiene todo el sentido del mundo. Por eso hoy quiero invitarte a poner la mirada en un lugar diferente. En un lugar seguro para pensar. Esto será lo que disipe nuestro miedo: comprender que, aunque pensar bien quizá nos pondrá en conflicto con los seres humanos que amamos y admiramos, jamás nos pondrá en conflicto con el Ser que más debemos amar y admirar.
Los cristianos creemos que Dios es Creador y Señor de todo. Él es el Autor de todo lo que vemos y de lo que no podemos ver. Él es la mente suprema detrás de lo que comprendemos y de lo que nos desconcierta. Él es la Fuente de la realidad; es quien determina qué es la verdad. De hecho, Él es la Verdad con “ve mayúscula”.
Si pensar bien es caminar en dirección a la verdad, pensar bien es pensar en dirección a la Fuente de la verdad.
Cómo pensar
La Biblia habla mucho de nuestra incapacidad de pensar correctamente. Dice que separados de Dios no solo nos rehusamos a pensar de manera adecuada, sino que simplemente somos incapaces de hacerlo. Aunque todo ser humano fue creado a imagen de Dios y tiene una mente que puede (incompleta e imperfectamente) observar y comprender el mundo en el que habita, la Biblia enseña que la maldad en nuestros corazones nos hace ciegos a la gloria de Dios e inútiles para comprender las cosas espirituales. Cada ser humano nace, como enseña Efesios 4 en los versículos 17 y 18, “en la vanidad de su mente”.
Para empezar a pensar bien —en dirección a la Verdad con “ve mayúscula”— nuestros ojos espirituales deben ser abiertos para que reconozcamos que somos pecadores, incapaces de salvarnos a nosotros mismos. El Dios justo no puede permitir que la maldad quede sin castigo así que —para gloria de Su nombre y para mostrar Su amor para con nosotros— llevó el castigo que nos correspondía sobre sí mismo, en la persona de Jesús. Por la fe en Él ahora podemos tener vida y ser parte de Su familia.
Ahora somos hijos aceptados. Ahora tenemos un refugio seguro.
El evangelio —la buena nueva de quien Jesús es y lo que Jesús ha hecho, para la gloria de Dios y el bien del pueblo de Dios, como lo resume Cole Brown— es lo que nos da la libertad para pensar sin temor a dejar de pertenecer. Porque ahora entendemos que nuestra identidad no se encuentra principalmente en pertenecer al grupo de “amantes de la ciencia” o “mamás antipantallas”... ni siquiera en pertenecer a los que tienen esta o aquella postura teológica... sino en pertenecer al Dios de la verdad. Y lo más increíble de todo esto es que esta identidad como amados de Dios es algo que “ni la muerte, ni la vida” nos puede quitar. Tenemos un refugio seguro.
Las verdades del evangelio son esas verdades fundamentales a las que debemos aferrarnos por sobre todas las cosas... son las verdades que nos otorgan identidad y pertenencia. Así, sujetos a ellas, podemos emprender la maravillosa aventura de buscar la verdad en cada esfera de la vida sin sentir que estamos siendo arrastrados de un lado a otro y sin temor de perder aquello que nos define. El evangelio es tu lugar seguro para pensar bien.
Esto, por supuesto, no significa que las únicas verdades que sostendremos son aquellas acerca de quien Jesús es y lo que Él ha hecho en la cruz. Una persona que utiliza su mente para la gloria de Dios no anda por la vida cantando “Jesús me ama, ¿qué más da lo demás?”. Hay muchos asuntos importantes en el mundo, asuntos sobre los cuales debemos reflexionar profunda y cuidadosamente.
Pensar bien no es —como dice la frase que se le atribuye a una decena de personas diferentes— “tener la mente tan abierta que se te caiga el cerebro”. La búsqueda de la verdad es, más bien, lo que describe el escritor G. K. Chesterton: “el objetivo de abrir la mente es, igual que al abrir la boca, cerrarla una vez más sobre algo sólido”.
Queremos alcanzar lo que el filósofo y teólogo John Frame describe como “descanso cognitivo”: el estado en el que hemos evaluado la evidencia lo mejor que podamos y hemos llegado a una conclusión... a veces sumamente firme, a veces tentativa. Estar firmes en nuestra identidad en la Verdad y ser humildes respecto a nuestras limitaciones nos permite estar abiertos a la nueva evidencia y considerarla, lo que en ocasiones resultará en cambiar de opinión y reconocer que estábamos equivocados.
Estar firme en el lugar seguro del evangelio también nos dará el tiempo que necesitamos para pensar bien. No tendremos que responder inmediatamente a todas las ideas con las que no estamos de acuerdo, porque no nos vemos amenazados por ellas. Después de todo, ninguna idea nos puede separar del amor de Dios. Seremos capaces de considerar los argumentos contrarios a nuestra postura respecto al origen del hombre o los derechos de la mujer porque, si hay algo en lo que estamos equivocados, reconocerlo nos llevará a alinear nuestra mente con la verdad... ¡y eso es lo que deseamos!
Además, pensar desde el lugar seguro del evangelio nos permitirá ver a los demás (especialmente a los que piensan distinto a nosotros) de manera diferente. Ya no son enemigos, sino personas hechas a la imagen de Dios, que pueden ayudarnos a ver lo que no vemos y con quienes podemos compartir la verdad, principalmente la Verdad con “ve mayúscula”, que los hará libres.
Sé valiente
En su fantástico libro Cómo pensar, el profesor Alan Jacobs nos ofrece una “lista para la persona pensante”, es muy útil y ofrece consideraciones como: “si te sientes provocado por una idea, espera cinco minutos antes de responder” y “no hables para ganar”. Mi favorita, sin embargo, es la última de sus observaciones: “sé valiente”.
Para pensar bien debemos ser valientes. Valientes para señalar hechos que no siempre son bienvenidos. Valientes para hacer preguntas sinceras cuando lo esperado es que aceptemos sin cuestionar. Valientes para enfrentarnos a la incomodidad de los argumentos contrarios a lo que siempre hemos abrazado como cierto. Valientes para enfrentarnos con las limitaciones de nuestra mente, confiando en que la verdad permanece incluso en esas ocasiones en las que nadie pueda —o quiera— comprenderla.
Si tu identidad y tu seguridad están puestas en la Verdad con “ve mayúscula” —y no en las verdades que este grupo o aquel sostienen (a veces completas, a veces parciales, a veces verdades entre comillas)— entonces eres libre. Eres libre para ser valiente en tu búsqueda de la verdad. Eres libre para pensar bien.
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