*Una carta editorial de Christianity Today. Por Daniel Herrell.
La navidad de este año promete ser más memorable que nunca debido a la pandemia del coronavirus. Los fieles encontrarán sus celebraciones de la encarnación de Jesús en cuarentena, sus vacaciones y reuniones familiares restringidas. La Plaza del Pesebre en Belén, en los territorios palestinos en la víspera de navidad probablemente se encuentre con un silencio abrumador, al igual que innumerables iglesias donde la “noche silenciosa” tendrá más que ver con la angustia global que con la paz celestial. Los villancicos y los sermones se realizarán en línea, junto con todas las compras navideñas.
Las esperanzas y temores de 2020 hallan respuesta en Jesús en esta navidad.
Dios encarnado nos nació con todos los límites que impone la Encarnación. ¿Jesús pudo haber contraído un virus? Cómo era completamente humano, suponemos que sí. Pero como él era completamente Dios, también suponemos que cualquier virus solo habría tenido poder sobre Jesús si se hubiera concedido desde arriba (Juan 19:11). Además, suponemos que Jesús pudo haber repelido un virus con su característico poder divino, aunque de manera especial Él evitó el uso del poder divino para beneficio personal (Mateo 26:53; Marcos 15:30; Lucas 4:23).
Entre nosotros, meros humanos, el virus del COVID-19 continúa propagándose como un fuego en medio de un bosque reseco, sin discriminación alguna. Arde junto con los disturbios sociales que envuelven a la sociedad y junto al discurso público y la política profundamente polarizada en todo el mundo. Las pandemias no muestran parcialidad. Sin embargo, la discriminación ocurre entre las sombras. Los pobres del mundo, los que no tienen acceso a una buena atención médica, los ancianos y los que ya están enfermos, las minorías y los marginados, los trabajadores esenciales, y los que necesitan un trabajo más riesgoso para llegar a fin de mes, se hunden bajo las cenizas sufriendo de forma abrumadora la carga de una crisis que podría ser mucho más liviana si todos mostráramos la solidaridad necesaria. Puede que esta no sea nuestra última navidad con coronavirus. Una vacuna es prometedora, pero no erradicará inmediatamente la amenaza del virus de un día para otro, especialmente si no hay disponibilidad o acceso universal a ella, si las naciones y los individuos más ricos acaparan las dosis antes que estas estén disponibles para quienes se enfrentan a los mayores riesgos o si el virus muta en una cepa más letal.
Cualquier belleza que finalmente surja de las cenizas de la actual crisis será obra del Espíritu (Isaías 61: 3). La gran desigualdad social exacerbada por la pandemia entre privilegiados y pobres, es sin lugar a dudas un producto del pecado y el orgullo humano ante Dios que Jesús vino a enfrentar. Como María cantó sobre Dios en el momento de la concepción de su hijo: "Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes.”(Lucas 1: 51–53).
Aún así, en el espíritu de la humildad encarnada, Jesús insistió en que cada uno de nosotros debe tomar su propia cruz para seguirlo. Él nos llama a perder las seguridades que nos ofrece el mundo y las comodidades que nos son ofrecidas por una cultura basada en el individualismo y el consumismo. Pero el orgullo humano, un vicio viral de todo tiempo, rechaza ferozmente el sacrificio de La Cruz al afirmar la autonomía y el control humanos. El orgullo se niega a ceder ante la humanidad de Jesús con sus limitaciones y quebrantamiento, y en cambio se esfuerza por construir un frente falso de soberanía divina: independiente, distante y completamente a cargo de la realidad por sus propios medios.
En este contexto, el hombre se concibe a sí mismo como una divinidad invencible que no necesita ni de Dios ni de los otros y que por lo tanto no tiene obligaciones ni para con Dios ni para con la sociedad. El psicólogo Richard Beck etiqueta esto como “el lado oscuro y patológico” del éxito estadounidense. Trabajamos por la autosuficiencia material y emocional para eliminar todo rastro de vulnerabilidad. Nos esforzamos por ser como una deidad que en realidad no existe, y en este camino pasamos por encima de los demás, de los más pobres, de la naturaleza y de todo sentido de justicia al que rápidamente se etiqueta como una violación a la “libertad”. Jesús en cambio, con sus heridas en la cruz y más aún con las expresiones “Tengo sed” y “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, en su condición de Hijo de Dios encarnado, se reconoce vulnerable, necesitado y dependiente del Padre.
El verdadero Dios que nos nació en navidad, a quien adoramos, adquirió un cuerpo humano real, sujeto al envejecimiento y al error genético, la carne flácida y la vista disminuida, las arterias obstruidas, la memoria en declive y la muerte. Y la Encarnación ocurrió en medio de la pobreza y el escándalo, en medio de la opresión y de la incertidumbre. Jesús lloró como un bebé y atravesó la adolescencia. Él vivió una vida recta y murió a manos de lo que era la “justicia” humana por causa de nosotros, llevando una corona de espinas, que según los predicadores recientes se parecía al coronavirus (corona viene del latín, que significa corona).
La humanidad de Jesús en la navidad, en toda su pobreza y vulnerabilidad anticipa la resurrección del cuerpo, pues incluso Jesús resucitado todavía tiene sus cicatrices (Juan 20:27). Los cristianos creen en Jesús como completamente Dios y completamente humano, y en ningún lugar se manifiesta más la humanidad plena que en la muerte. Las fuerzas de la decrepitud y la decadencia, siempre obrando en nosotros, dan testimonio constante de nuestra necesidad, de nuestro constante caminar hacia la muerte en medio de la fragilidad y el dolor.
En esta festividad tampoco se pueden olvidar a todas las personas que han dejado sus hogares, bien sea por razones de fuerza mayor como por las crisis que enfrentan los refugiados alrededor del mundo en los países más pobres y golpeados por la guerra o los que han salido de sus países por causa del evangelio. Al pensar en los misioneros y en los refugiados podemos solidarizarnos con ellos, teniendo en cuenta sus necesidades con acciones concretas por medio de donaciones a las organizaciones cristianas que los ayudan y respaldan, así como elevar una oración al Padre para que sus angustias sean superadas y para que encuentren la fuerza que necesitan para continuar su camino en la gracia que les es transmitida por el Espíritu Santo a través del evangelio.
Al celebrar esta navidad, hagámoslo con una conciencia renovada de los límites de la naturaleza humana de la encarnación que celebramos en Jesús, quien no consideró la igualdad con Dios como algo de lo cual sacar provecho personal o de lo cual jactarse: “…el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Fil. 2: 6-8). Dejemos que esta conciencia alimente nuestra preocupación activa y nos lleve a permanecer en oración los unos por los otros, en especial por todos aquellos que en todo el mundo se encuentran amenazados y frustrados por el sufrimiento que ha causado esta pandemia. En cada temporada navideña debemos estar prestos a denunciar la comercialización de esta festividad y buscar volver a reconocer su verdadero significado. Si perder nuestras vidas y nuestro cómodo estilo de vida nos abre a la verdadera humanidad que compartimos con los últimos, los últimos y los perdidos en todo el mundo, y por lo tanto nos vuelve a conectar de manera significativa con el evangelio y el amor de Dios, entonces vale la pena decir Feliz navidad.
Sobre el autor
Daniel Herrell es oriundo de Minneapolis, donde trabaja y vive con su esposa e hija. Es ministro Principal de la Iglesia Colonial, Edina, Minnesota. Sirvió durante 23 años como ministro de predicación en Park Street Church, Boston, Massachusetts.
Además de una carrera como ministro congregacional, ha impartido muchos cursos sobre teología y psicología, ha escrito para Christianity Today y The Christian Century, y apareció en PBS. Tiene un doctorado del Boston College, estudió en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel-Hill y en el Seminario Gordon-Conwell.
Con información de Christianity Today.
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