Con tantos valiosos libros de no ficción disponibles para los cristianos, muchos se preguntan si leer ficción vale la pena. Otros ven la ficción como una forma de escapismo, una huida de la realidad y del mundo de la responsabilidad. Pero, entendida correctamente, la lectura de ficción aclara la realidad en lugar de oscurecerla. El tema de la literatura es la vida, y los mejores escritores ofrecen un retrato de la experiencia humana que nos despierta al mundo real. La ficción dice la verdad de maneras que la no ficción nunca podría, incluso mientras deleita nuestras sensibilidades estéticas en el proceso. Leer ficción puede ser una forma de recreación, pero es de aquella que expande el alma y nos prepara para reingresar a la realidad.
Mi objetivo con este ensayo es despertar en mis lectores la determinación de saborear los beneficios que les esperan si dedican una cantidad modesta de tiempo a la lectura de ficción. Para algunos, esto significará revertir un proceso en el que, sin darse cuenta, han caído en el descuido de algo que alguna vez disfrutaron o que saben que les haría bien.
Para otros, el abandono de la lectura de ficción responde más a una cuestión de principios, basado en reservas firmes sobre su valor. Estas reservas han sido parte de la tradición cristiana desde los primeros días de la Iglesia. Por ejemplo: ¿no es la lectura de ficción una forma de escapismo que nos aleja del mundo real y de las responsabilidades humanas? ¿No deberíamos limitar nuestra lectura a escritos religiosos que nos informen y exhorten? Y si elegimos leer ficción, ¿no deberíamos limitarnos a la ficción explícitamente cristiana?
Estas son preocupaciones antiguas e importantes. Hablaré de ellas en la medida en que el espacio lo permita, y más allá de eso, sugeriré lecturas adicionales sobre estos temas. Antes de hacerlo, sin embargo, necesito comenzar definiendo los términos y el alcance de lo que cubriré en este escrito.

Definición y desafío
La etiqueta “ficción” denota algo que es imaginado o inventado en lugar de algo que ha sucedido literal y factualmente. Eso, por sí solo, no proporciona una metodología para leer y absorber una obra de ficción, por lo que necesitamos agregar que, cuando hablamos de ficción, realmente nos referimos a una narrativa o historia, de modo que las herramientas analíticas que debemos aplicar son las narrativas de trama, ambientación y personaje.
La ficción es un ámbito muy amplio, que existe en un continuo con el realismo en un extremo y la fantasía en el otro. La mayoría de las historias caen en algún punto intermedio de este continuo, siendo una mezcla de lo que es semejante a la vida y lo que no. Mi análisis está diseñado para abarcar tanto las novelas realistas como las obras de fantasía. Por supuesto, no toda ficción es igualmente merecedora de nuestro tiempo. La defensa de la lectura de ficción que estoy a punto de presentar debería entenderse en el marco de las obras de valor reconocido.

Para anticipar hacia dónde conducirá este artículo, quiero plantear un desafío a mis lectores. De hecho, daré mi propia defensa de la lectura de ficción, pero igualmente importante es la defensa que cualquiera puede elaborar basándose en su propia lectura de ficción. Por lo tanto, termino pidiendo a mis lectores que emprendan un experimento de dos semanas en el que se comprometan a leer una obra de ficción de grandeza reconocida. Al final del experimento, podrán evaluar qué ha sucedido con ellos como resultado de su lectura. Creo que las conclusiones a las que lleguen se asemejarán a lo que estoy a punto de presentar como una defensa formal de la lectura de ficción.

Noches con Iván Ilich
Tomaré la iniciativa a través de la reconstrucción de una experiencia reciente de lectura propia. La obra de ficción que bautizó mi imaginación (para tomar prestada una fórmula de C.S. Lewis) fue la novela corta de León Tolstói La muerte de Iván Ilich, que leí por primera vez recién entré a la universidad. Esta obra me abrió los ojos al hecho de que una obra de ficción puede (a) ser completamente cristiana y (b) tener un impacto en mí similar al que tiene la Biblia. En lugar de decir más sobre el contenido específico de esta historia clásica, simplemente describiré la naturaleza de mi relectura de la misma y, después de eso, utilizaré mi breve narración personal como punto de referencia para los aspectos específicos que voy a desarrollar al argumentar por qué los cristianos deberían leer ficción.
Cuando decidí releer La muerte de Iván Ilich, distribuí la lectura a lo largo de una semana (aunque si hubiera elegido una obra más larga, como Grandes esperanzas de Charles Dickens, habría destinado un mes). Mi momento elegido para la lectura fue la noche. Con el libro en la mano, busqué un sillón cómodo y adopté una postura relajada. Cada vez que comenzaba a leer, mi atención quedaba cautivada por el libro y los acontecimientos narrados en él. Entré en un mundo de la imaginación apartado de las responsabilidades y preocupaciones de la vida cotidiana.

Pero, paradójicamente, al apartarme del mundo real que me rodeaba, era plenamente consciente de que el mundo en el que había entrado con mi imaginación era como el mundo en el que vivía. Además, a pesar de la seriedad de los temas representados en la historia de Tolstói, disfruté el estilo, la maestría y la belleza verbal de la obra, con la conciencia de que esto entraba en la categoría de recreación y entretenimiento. También era consciente de que este disfrute era, al mismo tiempo, edificante.
Todo lo que diré ahora en defensa de la lectura de ficción está, en su forma más básica, en la experiencia de lectura que acabo de relatar.
Leer ficción como una forma de recreación
El marco general bajo el cual defenderé la lectura de ficción sorprenderá a algunos de mis lectores. Se trata del ocio ilustrado. Como lo demuestran mis escritos sobre trabajo y ocio a lo largo de casi medio siglo, un tema central ha sido que el ocio es un llamado cristiano tanto como lo es el trabajo. Dios lo espera y lo ordena. No tengo espacio para demostrarlo aquí, así que lo asumiré como una premisa. En términos prácticos, casi todo el mundo dispone de algo de tiempo libre para la recreación, y quien no lo tenga necesita hacer un ajuste inmediato. Si dignificamos el concepto de ocio como se merece, querríamos elevar el nivel en cuanto a la calidad de nuestras actividades de ese tipo. Me gusta la afirmación de un teórico cristiano que dice que el ocio está destinado a ser un tiempo de crecimiento para el espíritu humano.
En este punto, necesitamos hacer una distinción entre experiencias de ocio de alta calidad y las de mero relleno de tiempo o distracción por aburrimiento. Ver lo que habitualmente aparece en las pantallas o en los teléfonos inteligentes es principalmente una forma de pasar el tiempo, no un tiempo de crecimiento para nuestro espíritu humano. No pretendo menospreciar todas las distracciones ligeras, pero su limitación es que no nos dejan nada permanente que llevarnos del tiempo que les hemos dedicado. Existen opciones mejores, y Dios merece de nosotros un nivel de mayordomía más elevado que el simple entretenimiento para evitar el aburrimiento. La mayor parte de la ficción que leo se convierte en una posesión permanente; algo que, como mínimo, recuerdo, pero que más probablemente revisito en parte o en su totalidad.

Permítanme volver a mi lectura de La muerte de Iván Ilich y extraer de ella los elementos relevantes. El primer regalo que me concedió mi lectura fue el del transporte. En el momento en que comencé a leer, fui llevado de inmediato a un mundo imaginado. Experimento este transporte con una sensación de euforia y con la conciencia de la importancia del compromiso que he asumido al tomar un libro en mis manos. Todos necesitamos escapes beneficiosos de una realidad agobiante; nuestra salud psíquica depende de ello.
C. S. Lewis tenía exactamente la misma opinión y observó que un sentimiento natural cuando leemos ficción es la sensación de “haber salido” —salido del mundo limitado y monótono de la rutina y la perspectiva restringida—. Lewis también afirmaba que los lectores no suelen darse cuenta de cuánto deben a sus lecturas hasta que entablan conversación con alguien que no lee, y entonces se sorprenden al notar lo diminuto que es el mundo en el que habitan muchos no lectores.
El transporte que proporciona la lectura de ficción confirma que encaja en la categoría del ocio, cuyo componente esencial es que es una pausa del trabajo y el deber. Si rastreamos la palabra “ocio” hasta sus orígenes, encontramos que incluye la idea de “detenerse o cesar”, y que tiene relación con nuestra palabra para “escuela”, por sus matices de ser un tiempo educativo y enriquecedor.

La ficción como un viaje a la realidad
He defendido la lectura como un escape, pero, por supuesto, mucho depende de hacia dónde escapamos en nuestras excursiones a los reinos de la ficción. Entonces, ¿hacia qué nos transportamos cuando leemos una obra de ficción? Nos transportamos a un mundo de experiencia humana. El tema de la literatura no son las ideas, sino la experiencia humana, una experiencia presentada de manera tan concreta que la vivimos vicariamente en nuestra imaginación. En una guía de estudio que escribí sobre La muerte de Iván Ilich, llamé a la obra un espejo de la vida moderna. La historia es tan actual como las noticias del día y los anuncios que las acompañan. Las personas que nunca comprenden el sentido de la ficción son probablemente aquellas que no logran captar que el tema de la literatura es la vida.
Los buenos escritores de ficción son observadores cuidadosos de la experiencia humana y, además, poseen el don de expresar lo que observan. La escritora de ficción Flannery O’Connor dijo famosamente que los escritores nunca deberían avergonzarse de mirar fijamente, con lo cual se refería a mirar fijamente la vida. Como lectores de ficción, somos atraídos a un acto similar de observación de la experiencia humana. Y al contemplar las experiencias humanas que se nos presentan, llegamos a verlas con mayor claridad. La ficción nos proporciona conocimiento en la forma de una percepción correcta. La veracidad de la vida es el campo de la literatura. Desafortunadamente, esta es una categoría de verdad que no suele estar en el radar de la mayoría de las personas. La verdad es más que algo puramente conceptual, pero toda nuestra situación cultural, y en particular nuestra subcultura cristiana, tiende a limitarla al ámbito de las ideas.

Quiero relacionar lo que he dicho hasta ahora con la vida del ministro. Los ministros aman el discurso teológico. También se sumergen, con toda razón, en comentarios bíblicos y otras formas de erudición bíblica. En muchas iglesias, el sermón típico es intensamente ideacional y arraigado en el mundo del estudio del pastor. Una cierta cualidad artificial, alejada de la vida real de la persona en el banco de la iglesia, tiende a impregnar el sermón. A menos que algo intervenga, los predicadores y maestros de escuela dominical pueden producir sermones y lecciones que nos transportan a un mundo de abstracción teológica, comentarios bíblicos y jerga técnica de los eruditos bíblicos. Leer ficción puede ser una forma de intervención.
No quiero dar a entender que el problema de estar encerrado dentro de un mundo de experiencia personal y marco de referencia sea exclusivo de los predicadores. Todos enfrentamos la misma situación de perspectiva limitada y rango restringido de experiencia. En consecuencia, todos necesitamos ser liberados de los confines de nuestro mundo personal. Como maestro, necesito esforzarme tanto como cualquier otra persona para ir más allá de mi mundo personal y profesional. En palabras de C.S. Lewis: “Exigimos ventanas. La literatura (…) es una serie de ventanas, incluso de puertas”.
Leer ficción, por lo tanto, nos presenta una paradoja inesperada. Comienza apartándonos de la realidad concreta. Para quienes no valoran la lectura de ficción, este escape rápidamente se convierte en una acusación de escapismo. Sin embargo, considerada correctamente, la lectura de ficción no es una huida de la realidad, sino una huida hacia ella. Es un hecho evidente que la vida cotidiana tiende a oscurecer lo que realmente tenemos delante. Incluso la verdad se convierte en un cliché al que prestamos poca atención.

La imaginación ficcional nos presenta la experiencia humana en una forma intensificada y clarificada. Nos obliga a tomar nota, del mismo modo que una pintura de naturaleza muerta con un cuenco de frutas nos despierta de nuestra habitual falta de atención. La conciencia agudizada de la experiencia humana es uno de los mayores regalos que la lectura de ficción está lista para ofrecernos. Siempre he pensado que esto puede ser parte de lo que abarca el mandato bíblico de cantar un cántico nuevo (Sal 33:3; 96:1; 98:1; 149:1): crear una nueva metáfora, una nueva ficción, una nueva representación de la experiencia humana, una nueva reflexión poética sobre una doctrina cristiana.
La literatura en su conjunto es el testimonio de la humanidad sobre su propia experiencia. También es uno de los principales medios por los cuales la humanidad ha luchado con la realidad y ha intentado comprenderla. Dedicar tres horas a la semana a ese testimonio y a esa lucha es tiempo bien empleado.

Leer ficción como una forma de hedonismo santo
Hasta ahora he explorado la utilidad de leer ficción. Esta es la defensa utilitaria de la literatura. Pero hay otra defensa igualmente importante, que a lo largo de mi carrera he denominado “la defensa hedonista”. Como contexto para esto, permítanme hacer un breve excursión por la historia del tema. 20 años antes del nacimiento de Cristo, el autor romano Horacio legó una fórmula sobre el doble propósito de la literatura que ha resistido la prueba del tiempo. Los términos de Horacio, utile et dulci (útil y dulce) han sido perpetuados con mayor frecuencia por las palabras “sabiduría” y “deleite”, aunque otros sinónimos también han sido comunes. La literatura es edificante y placentera. El tipo particular de edificación que ofrece la ficción es lo que ya he cubierto arriba: nos pone en contacto con la esencia de la experiencia humana para que la veamos con claridad.
Los placeres de la ficción son múltiples. Perderse en un libro ofrece el placer del transporte, el olvido de uno mismo y la trascendencia personal (ir más allá de nosotros mismos). La ficción también es una forma de arte, que nos brinda el placer de la belleza verbal y la maestría narrativa. Las historias ofrecen los placeres narrativos de la construcción de la trama, la caracterización y la delineación de escenarios.

Más importante que un análisis de los tipos de placer que la lectura de ficción puede ofrecernos, es el principio que los sustenta. Necesitamos abrazar lo que los puritanos llamaban “los bienes” de la vida: los placeres terrenales que Dios da a Sus hijos y, en general, a la raza humana (Stg 1:17; 1 Ti 4:4–5; 6:17). El disfrute es una razón tan válida para dedicar tiempo a la lectura de ficción como lo es la edificación que imparte. La capacidad y el deseo por este tipo particular de disfrute surgen rápidamente una vez que nos comprometemos a hacer de la lectura una parte de nuestra vida. Después de todo, uno de los impulsos más universales del ser humano puede resumirse en cuatro palabras: “cuéntame una historia”.
Respondiendo objeciones
Habiendo expuesto el argumento de por qué los cristianos deberían leer ficción, permítanme abordar la resistencia que podría haberse acumulado en la mente de algunos de mis lectores a medida que este artículo se ha desarrollado. Una objeción comprensible es la siguiente: el ocio debería ser relajante, pero leer me cuesta trabajo. Comenzaré concediendo que leer requiere más esfuerzo mental que sentarse frente a un televisor y simplemente observar lo que pasa ante nuestros ojos. En épocas y generaciones pasadas, los niños adquirían el gusto por la lectura gracias a la iniciativa de sus padres. Hoy, la mayoría de las personas necesitan desarrollarlo por su propia cuenta, quizás en la adultez.
La manera de adquirir el gusto por la lectura es leer. Para impulsarnos en esa dirección, debemos detenernos a considerar lo que sucede cuando no hacemos de la lectura una parte de nuestra vida de ocio. Cuando me doy cuenta de que me estoy deslizando hacia formas de recreación pasivas y sin sentido, una voz interior me dice: “Esto es indigno, fuiste creado para algo mejor”. Un hábito de lectura rápidamente restaura mi autoestima.

Que la gente perciba la lectura como una tarea laboriosa es un fenómeno relativamente reciente, pero una objeción más antigua puede formularse de la siguiente manera: “¿No deberían los cristianos leer únicamente literatura que defienda una cosmovisión cristiana?” Para cualquiera que crea esto, recomiendo desempolvar las Instituciones de Calvino, y específicamente sus comentarios sobre la gracia común.
Calvino se muestra extasiado ante la capacidad de los escritores no cristianos para expresar lo verdadero, lo bueno y lo bello, y afirma que cuando lo hacen, están siguiendo los impulsos del Espíritu Santo. Una declaración ejemplar de Calvino es que, cuando encontramos lo bueno, lo verdadero y lo bello “en escritores seculares, dejemos que esa admirable luz de la verdad que brilla en ellos nos enseñe que la mente del hombre, aunque caída y pervertida en su totalidad, sigue estando vestida y adornada con los excelentes dones de Dios”.
Gran parte de la mejor literatura ha sido escrita por no cristianos, al igual que gran parte de la mejor música y pinturas han sido producidas por ellos. No leer lo que han creado sería una oportunidad desperdiciada de proporciones enormes.

Permítanme proponer una manera útil de pensar en esto. La tarea del escritor de ficción es triple: encarnar la experiencia humana para nuestra contemplación, ofrecer una interpretación de las experiencias que presenta, y crear belleza en la forma y maestría en la ejecución para nuestro placer artístico y enriquecimiento. Es raro encontrar una obra de ficción que no nos permita respaldarla en al menos uno de estos niveles, incluso si la interpretación del autor sobre la vida es errónea. Prácticamente toda la ficción que leemos puede ser asimilada de una manera devocional, incluso cuando ese no es el propósito del autor.
Responder a la objeción de que solo deberíamos leer no ficción religiosa requeriría más espacio del que dispongo aquí, por lo que ofreceré solo una declaración resumida: la no ficción abarca menos aspectos de la vida que la ficción. No ofrece la calidad de transporte que mencioné anteriormente. Y no responde a nuestro sentido estético ni a nuestro anhelo de belleza del mismo modo en que lo hacen la literatura y las demás artes.

Haciendo de la lectura una parte de la vida
Mi objetivo al escribir este artículo ha sido reclutar a cristianos, incluidos pastores y líderes de iglesia, para que se unan a las filas de quienes leen ficción. El propósito de esta sección final es ofrecer pasos prácticos para avanzar en la dirección correcta. Todo lo que menciono brevemente aquí está desarrollado extensamente en mi reciente libro coescrito, titulado Recovering the Lost Art of Reading (Recuperando el arte perdido de la lectura).
Espero, ante todo, despertar la conciencia de aquellos que se han cansado de hacer el bien en lo que respecta a la calidad de su vida de ocio. La mayoría de las personas en nuestra cultura nunca han sido lectores ávidos, pero incluso los que sí son lectores han sido negativamente afectados por la revolución electrónica y digital. Es hora de un llamado de atención en cuanto a la mayordomía de nuestro tiempo libre.

Necesitamos comenzar a un nivel teórico tanto en lo que respecta al ocio como a la ficción. Nuestra concepción del ocio debe incluir la convicción de que Dios quiere que tomemos tiempo para nuestro descanso, y luego, de que Él nos hace responsables de la calidad de nuestras actividades de ocio. Deberíamos aspirar a ser lo mejor que podamos en nuestro tiempo libre, abrazando el ideal de que nuestra vida de ocio puede ser un tiempo de crecimiento para nuestro espíritu humano. Quizás podamos llamar a este paso “más allá de la mera diversión”.
Si entonces nos preguntamos qué actividades de ocio alcanzan este nivel superior, la lectura de ficción emerge como una de las principales candidatas, pero solo si aceptamos la teoría literaria (pues así se llama en mi profesión) que he presentado en este artículo. Es probable que nos convirtamos en lectores solo si aceptamos las premisas de que la lectura de ficción puede ser una forma superior de entretenimiento y, además, que es un medio para clarificar nuestra comprensión de la experiencia humana y nuestra pasión por ella. Leer ficción activa nuestras mentes e imaginaciones de una manera que las formas pasivas de entretenimiento no lo hacen, y el hecho de que requiera más esfuerzo que ver una pantalla en movimiento es un punto a su favor, ya que ofrece recompensas más ricas.

Si tenemos una teoría correcta sobre el ocio y su mayordomía, así como una comprensión precisa de cómo funciona la ficción, nos hemos colocado en una posición favorable para dedicar parte de nuestro tiempo libre a la lectura de ficción. En este punto, el ingrediente clave es el compromiso. Necesitamos comprometernos a reservar tiempo para la lectura. No tiene por qué ser un compromiso de tiempo significativo si nuestro tiempo es limitado. Lo importante es establecer una barrera protectora contra las incursiones del trabajo y las ansiedades de la vida.
Esto me lleva a mi desafío. Como lector de este artículo, te pido que te comprometas a un experimento de dos semanas leyendo ficción. Elige una novela, una colección de cuentos o una obra de Shakespeare que sepas que te gusta o que tengas razones para creer que podría gustarte. Comprométete a un régimen de veinte a treinta minutos al día, cinco días a la semana. El principal impedimento para la lectura no es la falta de tiempo, sino la falta de compromiso.
Al final del experimento, haz una introspección y evalúa lo que ha sucedido como resultado de tu lectura. Las ideas que he presentado a lo largo de este artículo pueden servir como estímulos para tu reflexión. Hace cuatro siglos, el ensayista Francis Bacon afirmó que la lectura hace a una persona plena; ¿cuáles son las dimensiones de esa plenitud? Y recuerda la afirmación de C.S. Lewis de que exigimos ventanas, ventanas que nos saquen de nuestro mundo personal y nos introduzcan en los mundos de otras personas. Como despedida, ¿puedo tomar prestado el título de mi último libro, Recovering the Lost Art of Reading, y decir que nada me complacería más que verte convertido en un lector de este arte perdido?

Algunas notas del autor
Sobre el ocio desde una perspectiva cristiana
Los datos bíblicos sobre el ocio son tan extensos como la enseñanza bíblica sobre el trabajo, pero, al igual que con la gracia común, no se fundamentan tanto con textos de prueba como con inferencias extraídas de los datos bíblicos. El relato de la creación en Génesis nos presenta una imagen de Dios en reposo (un cese de la obra de la creación en el séptimo día), dejándonos un modelo a emular, y esto se refuerza con el cuarto mandamiento del Decálogo. Las festividades y fiestas del Antiguo Testamento exigían un cese completo del trabajo ordinario, y estas festividades eran tanto sociales como espirituales en su naturaleza. La vida de Jesús muestra que Dios desea que hagamos una pausa en el trabajo y nos renovemos. Aunque he escrito libros sobre este tema, recomiendo un breve resumen publicado en la revista en línea Ordained Servant, titulado Leisure as a Christian Calling (El ocio como llamado cristiano).
Gracia común
La mayor parte de la erudición disponible sobre la gracia común (la creencia de que Dios dota tanto a los no creyentes como a los creyentes de una capacidad para lo verdadero, lo bueno y lo bello) ha sido escrita por estudiosos de la tradición reformada o calvinista, comenzando con el propio Calvino. Se pueden citar pasajes dedicados al tema en muchos lugares de los escritos de Calvino, pero el pasaje más sucinto es el capítulo 2 del libro 2 de las Instituciones de la Religión Cristiana.
Si indagamos en la base bíblica de la gracia común, aunque los libros sobre el tema están cargados de referencias bíblicas, debemos reconocer que la doctrina se sustenta en gran medida en inferencias extraídas de estos pasajes dispersos de la Biblia. Esto no invalida la doctrina, pero significa que el uso de textos de prueba es menos concluyente que en la mayoría de las doctrinas. Por ejemplo, Filipenses 4:8 nos exhorta a pensar en todo lo que es verdadero, honorable, hermoso y digno de alabanza. El versículo no dice nada que implique que la prueba de si algo cumple con estos criterios depende de que su autor sea cristiano. La prueba es empírica: podemos ver por nosotros mismos que lo verdadero, lo bueno y lo bello pueden encontrarse en la literatura, el arte y la música de la humanidad en general.
Esto no significa que no haya pruebas directas en versículos bíblicos específicos. Por ejemplo, en Tito 1:12–13, Pablo cita de memoria y con aprobación a un autor pagano de Creta, añadiendo su elogio: “Este testimonio es verdadero”. El discurso de Pablo en el Areópago, registrado en Hechos 17, es una fuente importante sobre la gracia común y su doctrina complementaria de la revelación general o natural. En apoyo de su afirmación de que Dios “no está lejos de cada uno de nosotros” (Hch 17:27), Pablo cita a dos poetas griegos, mostrando nuevamente que consideraba que la literatura de escritores no cristianos era capaz de expresar la verdad.
En otras esferas de la vida, aplicamos una prueba empírica para determinar la verdad, la bondad y la belleza. Confiamos en los contadores si sus cifras son precisas y en los decoradores de interiores si una habitación es hermosa. Cuando Salomón necesitó artesanos para embellecer el templo de Dios, concluyó que “no hay entre nosotros quien sepa cortar madera como los sidonios”, por lo que escribió al rey pagano Hiram, quien envió a sus artesanos a trabajar en el templo (1 R 5:6, 18).
Este artículo fue traducido y ajustado por Maria Paula Hernández. El original fue publicado por Leland Ryken en Desiring God. Allí se encuentran las demás notas del autor.
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