Escucha este episodio de podcast sobre la vida de Allen F. Gardiner:
Allen Gardiner es de esos misioneros “anónimos” que no lograron grandes resultados en la historia de las misiones y tal vez por eso fueron olvidados. Pero como muchos siervos silenciosos, fue un hombre perseverante y fiel al llamado de Dios. Renunció a una excelente carrera militar y se entregó a la obra misionera por completo, soportando muchas derrotas pero alcanzando la victoria en el final.
Infancia y juventud
Allen Francis Gardiner nació el 28 de junio de 1794, en la pequeña aldea de Basildon, Condado de Berks, a 80 km al oeste de Londres. Fue el quinto hijo de Samuel Gardiner y Mary Boddam, de quienes recibió una buena educación cristiana. Desde niño ya tenía una pasión por el mar y solía jugar en su dormitorio a ser marinero. Estaba fascinado por las historias de Mungo Park, el famoso explorador británico que recorrió el río Níger y el Golfo de Guinea. Una noche su madre lo encontró durmiendo sobre las tablas del piso, porque quería acostumbrarse a la vida de marinero. A pesar de la oposición de su padre, finalmente cumplió su deseo y a la edad de 13 años ingresó al Colegio Naval de Portsmouth. En 1810 Allen Gardiner hizo su sueño realidad y se hizo a la mar por primera vez. Cuatro años después, vivió su primer combate naval en el océano Pacífico, a la altura de Valparaíso. Su excelente desempeño le valió premios y una promisoria carrera militar, aunque sus logros se vieron opacados por la dolorosa noticia de la muerte de su madre. Regresó a Inglaterra y permaneció con su padre unos meses hasta que nuevamente fue llamado a cumplir su deber en los mares. Su padre le dejó una carta antes de partir, y también recibió otra de una mujer cercana a la familia, que había acompañado a su madre en sus últimos días. Ambas cartas lo animaban a volver a Dios y le contaban de las constantes oraciones de su madre por él. Aquellos mensajes calaron hondo en su corazón, pero el cambio le llevó un largo proceso.
Su alma era como un barco a la deriva. A veces caía en vicios usuales de la vida de marinero y en otros momentos la sensación de culpa le obligaba a buscar a Dios de alguna manera. Navegó por los océanos Índico y Pacífico, desde el Cabo de Buena Esperanza, hacia Sri Lanka, Madrás, Penang, el estrecho de Malaca, Singapur, Macao y Manila, donde conoció varias misiones católicas que no le causaron una buena impresión. Luego pasó por Sydney y finalmente desembarcó en Chile y Perú, alrededor de 1821. En Lima visitó el tétrico salón donde la Santa Inquisición solía funcionar, acrecentando su desagrado con la religión. Por aquellos momentos, el General San Martín se encontraba en Perú y había ordenado desarticular esas viejas instituciones del poder español. Gardiner llegó a conocerlo, y describió al Libertador como un “hombre de unos cuarenta años, alto, robusto, de un aspecto de continencia pensativa, algo melancólico, pero de una mirada profunda y penetrante”.
En su regreso por el Pacífico, conoció la hermosa obra de unos misioneros protestantes en Tahití que cambiaron su opinión acerca de la religión, siendo impactado por la linda tarea que aquellos hombres realizaban. Durante el resto de su viaje de Sydney a Inglaterra, dejó en su diario anotadas muchas reflexiones espirituales y un profundo deseo de volver a Dios, primeros signos de cambio. En agosto de 1822, mientras estaba en Ciudad del Cabo, escribió: “La última vez que visité esta colonia, yo iba por el camino ancho, y me apresuraba con pasos rápidos y largos hacia la ruina eterna. Bendito sea el nombre de Aquel que nos amó y se dio a sí mismo por nosotros; un gran cambio se ha producido en mi corazón y ahora soy capaz de sentir placer y deleite en oír y leer la Palabra de Dios, y en ocuparme en los medios de gracia”. Su corazón había sido transformado; Gardiner se había encontrado con su Salvador. Al llegar a Gran Bretaña, estaba tan entusiasmado por su nueva vida que se ofreció como misionero a la London Missionary Society, con planes para alcanzar los pueblos del sur de Chile, que había conocido en sus viajes. Pero los miembros de la sociedad misionera no veían que las condiciones estuvieran dadas y decidieron declinar la propuesta. Por la misma época, sintió un deseo por dedicarse al ministerio y pensó en comenzar los estudios teológicos para ser ordenado pastor, pero pronto se dio cuenta de que esa no era su vocación y abandonó esa idea.
En 1823 se casó con Julia Susanna Reade, una joven piadosa y lúcida que sufría de una salud débil. Al año siguiente, fue llamado al servicio una vez más y navegó hacia las heladas aguas de Terranova, al extremo norte del continente americano. En recompensa por su servicio de tantos años, fue ascendido al grado de comandante y enviado de vuelta a casa. Desde allí en más, no volvió a participar en otra misión militar. Regresó con su familia, en especial a cuidar de su esposa. Juntos se dedicaron a participar de varias iniciativas de ayuda social y promoción misionera, hasta que finalmente la enfermedad de Julia empeoró de forma fatal. Para 1833, Allen Gardiner había perdido a su esposa, un hijo pequeño y una amada tía. Fue un año de mucho sufrimiento que lo unió más a Dios y lo confirmó para el llamado misionero que sentía, por lo que pidió la baja definitiva de la Armada Real para dirigirse a Sudáfrica y comenzar una obra misionera allí.
Tres años en Sudáfrica
El 19 de Noviembre de 1834 llegó a Puerto Natal, en Sudáfrica, y se internó en el territorio con la intención de contactar a la nación Zulú. Después de un viaje lento y dificultoso, logró llegar a la ciudad real de Mgungundlovu, desde donde gobernaba el rey Dingane. Gardiner tuvo hasta tres entrevistas para conseguir el permiso de asentarse en su territorio, pero tanto el rey como sus funcionarios se mostraron esquivos a sus propuestas. Finalmente, los zulúes hicieron explícitos sus verdaderos intereses; iban a permitir que el misionero inglés se quedara entre ellos sólo si les enseñaba a manejar armas de fuego. Para ese tiempo, las tensiones entre la nación zulú, los colonos ingleses y los neerlandeses iban en aumento. Esta era una condición que el capitán Gardiner no estaba dispuesto a cumplir y abandonó el lugar para regresar a Puerto Natal, en marzo de 1835.
Un grupo de residentes británicos del lugar, le ofrecieron a Gardiner establecerse en Puerto Natal para enseñar religión e industria, lo cual aceptó y se instaló en Berea, un pequeño asentamiento sobre una colina frente al puerto. Pasados algunos meses, volvió a visitar al rey zulú, quien finalmente accedió a permitir un pequeño asentamiento de misioneros en su territorio, cerca del río Tugela. Habiendo conseguido los permisos necesarios, Gardiner prefirió volver a Inglaterra y contactar a la Church Missionary Society (misión anglicana) para que pudieran enviar un ministro ordenado. Durante este tiempo en su patria, Gardiner se casó por segunda vez con la hija del reverendo Edward Marsh, viuda con tres hijos. A finales de 1836 regresó a Puerto Natal junto a su nueva familia y el misionero anglicano Francis Owen, quien fue encomendado a la nación zulú. Por su parte, Gardiner fundó una pequeña colonia que llamó Hambanati, que en el idioma autóctono quiere decir “ve con nosotros”. La obra misionera en Sudáfrica siguió sin grandes avances, hasta que estalló la guerra entre los zulúes y los colonos boers. Los misioneros se vieron obligados a huir hacia Puerto Elizabeth, donde Gardiner comprendió que ya era hora de partir. Por las constantes negativas del rey zulú y las guerras que luego se desataron, Gardiner tuvo más impacto entre los colonos que entre los nativos a los que deseaba alcanzar. Tal fue su impacto que hoy la ciudad de Durban (Puerto Natal) lleva una placa conmemorativa en honor a Gardiner, con el título de “Fundador de Durban”. El Capitán puso sus ojos en una región que había conocido durante sus viajes militares y que guardaba en su corazón.
Primer viaje al sur de Chile
Llegó a Buenos Aires en Julio de 1838, donde permaneció unos meses bajo la hospitalidad del ministro anglicano Armstrong, hasta que partió hacia la ciudad de Mendoza. Allí intentó vender algunas biblias, pero nadie las compraba por el prejuicio hacia la religión protestante, por lo que decidió entregarlas gratuitamente y para su sorpresa la respuesta de la gente fue positiva de manera contundente. Mantuvo este deseo de distribuir biblias en suelo argentino, pero por ahora debía seguir con su plan de cruzar la cordillera y llegar a los pueblos del sur de Chile. La travesía por la Cordillera de los Andes duró ocho penosos y lentos días a lomos de mula, en los que enfrentó mal clima y peligros en varios tramos del camino. Una vez hecho el cruce, se dirigieron a Santiago de Chile y de allí a las ciudades sureñas de Talca, Chillán y Concepción.
En esa época, el río Bio-Bio hacía de frontera con los pueblos mapuches al sur del territorio y con quienes el gobierno central mantenía buenas relaciones en ese momento. Gardiner y un guía de la zona se adentraron con dirección a la cordillera para ponerse en contacto con algún pueblo que estuviera dispuesto darle permiso de vivir entre ellos. Aunque fueron bien recibidos, una asamblea de jefes nativos decidió que no era bueno tener un extranjero entre ellos, por lo que el inglés tuvo que regresar a Concepción. Entre esta ciudad y la isla de Chiloé, el gobierno de Chile había creado una cadena de 25 fuertes militares de avanzada, en donde comerciaban con los nativos de la zona y varios curas estaban encargados de “evangelizar” a la población. Gardiner pensó que uno de estos fuertes militares podía funcionar como punto de partida de futuros viajes al interior, pero su pedido fue rechazado por las autoridades chilenas.
Nuevamente en Concepción, el 1 enero de 1839 tomó un barco rumbo al fuerte de Valdivia. Desde allí remontó el río hasta Arique, cerca del volcán Shoshuenco y continuó a caballo, hasta el lago Ranco, donde un jefe nativo le permitió quedarse solo si traía consigo un permiso de don Francisco, el comisario de Valdivia, a quien Gardiner había conocido previamente. Gardiner solicitó el permiso de las autoridades chilenas, confiado de que no habría ningún problema, pero cuando regresó al cacique con permiso en mano, se encontró con una amarga sorpresa. En el transcurso de ida y vuelta a Valdivia, el jefe nativo cambió de parecer y finalmente no le permitió pasar más de una noche en el lugar, suficiente para dormir y retirarse. Sin rumbo ni plan claro, comprendió que sus planes en Chile habían fracasado, por lo que exploró un mapa y luego de examinar sus chances, tomó la radical decisión de ir a Sydney, Australia. En su mentalidad de marinero, le parecía más cercano cualquier lugar que tuviera puerto y estuviera conectado por mar, antes que por tierra.
Un intento fallido y regreso a Chile
Luego de casi 4 meses de navegación, Gardiner y su familia llegaron a Sydney en septiembre de 1839. Tenía la intención de trabajar en la isla de Papúa, la gran isla al norte de Australia que hoy se encuentra dividida entre dos países. El viaje desde Sydney a Papúa resultó una travesía accidentada y en la cual su salud sufrió bastante debido al clima de la región. Pasaron primero por la isla de Timor, luego por el archipiélago de las Molucas y finalmente a la isla de Célebes, donde se encontraba la administración oficial neerlandesa, donde debían conseguir el permiso de residencia si querían vivir en Papúa. Luego de 6 días de espera, finalmente le comunicaron que desde hacía años ya no otorgaban el permiso a quienes no tuvieran ciudadanía holandesa. El archipiélago era escenario de guerras y disputas europeas, por ser la región donde se encontraban especias de exportación al continente europeo. Además, Gardiner había sido un comandante de la Armada Real Inglesa y en ese contexto de conflictos comerciales, le era imposible obtener un permiso.
Con un nuevo fracaso a cuestas, Gardiner decidió regresar a Chile para intentar una vez más asentarse entre el pueblo mapuche, pero esta vez aún más al sur. En mayo de 1841 llegó a San Carlos de Chiloé, hoy la ciudad de Ancud. Se asentó allí mientras esperaba el permiso oficial para adentrarse en el territorio y aprovechaba el tiempo repartiendo biblias y folletos entre los locales. Allí se encontró con fray Manuel, a quien ya había conocido años atrás en la ciudad de Valdivia y quien le confesó con remordimiento que él era quien había impedido a Gardiner conseguir los permisos para asentarse en la zona del lago Ranco, pues había convencido a las autoridades y jefes mapuches que Gardiner no era una persona en quien confiar. Como muestra de su arrepentimiento, el católico le obsequió un diccionario chedungun, una variante de la lengua mapuche del sur de Chile. Gardiner aceptó las disculpas y se ganó el respeto del resto de la población. De cualquier modo, la tarea evangelística en la isla no avanzaba, por lo que nuevamente tomó un mapa y decidió que, si quería ver frutos, debía alejarse de los asentamientos e ir hacia territorio inhóspito. Entonces fijó su mirada en la isla de Tierra del Fuego, pues él conocía que en Las Islas Malvinas había un puerto ballenero que podía utilizarse como base para realizar viajes al continente.
Primer viaje al Estrecho de Magallanes
El día de navidad de 1841 llegó a Puerto Soledad (Port Louis) y se trasladó a la isla de Goicoechea (New Island), donde consiguió que un viejo barco ballenero lo llevara al estrecho de Magallanes. Gardiner y Johnson, una especie de criado que lo ayudaba en el viaje, llegaron a la orilla norte de la Isla de Tierra del fuego, en la boca este del estrecho, e hicieron fuego para llamar la atención y atraer algunos nativos. Un grupo de Onas se acercó, con quienes pudieron intercambiar algunos regalos y no mucho más, ya que la comunicación verbal era prácticamente imposible. Al día siguiente avanzaron hasta la Bahía de San Gregorio, dentro del estrecho, y desembarcaron en la orilla norte del canal para buscar un campamento donde solían reunirse el pueblo Tehuelche. Los marineros de Las Malvinas les habían aconsejado buscar a un criollo oriental (uruguayo) que se había integrado a la vida entre los nativos, quien se hacía llamar San León. Este hombre tenía cierta influencia entre los indígenas, actuando como nexo entre los indios y los gobiernos tanto argentinos como chilenos. Aunque era cierto que San León era más fácil de tratar, la barrera del idioma seguía existiendo gracias al duro español de Gardiner. Unos días más tarde llegó al campamento otro cacique, llamado Wissale, quien venía de comerciar con el gobierno argentino en la frontera del río Negro, unos 1000 km al norte. Para sorpresa de Gardiner, entre los hombres del cacique Wissale se encontraba un afroamericano llamado Isaac Williams, que había desertado de un buque ballenero estadounidense que pasaba por el estrecho de Magallanes y había buscado refugio entre los patagones, adoptando su cultura. Gracias a la mediación de Williams, el capitán Gardiner estableció contactos amistosos y hasta pudo celebrar un sencillo servicio religioso, por lo que sintió que este era el lugar que estaba buscando para asentarse. Volvió a Las Malvinas para reencontrarse con su familia y pensar en un plan de evangelización del estrecho. Las puertas se le estaban abriendo, pero se dio cuenta de que sería imposible trabajar allí sin el apoyo de una sociedad misionera. Pensó que lo mejor sería regresar a Inglaterra y contactar a la Church Missionary Society (misión anglicana).
A finales de 1842 llegó a Gran Bretaña, e insistió por carta y personalmente a la Church Missionary Society para que apoyaran su plan, pero aquella sociedad no se encontraba en un buen pasar económico y prefería no extenderse a nuevos lugares. Sin rendirse, Gardiner presentó su pedido también a la Sociedad Wesleyana y a la London Missionary Society, pero obtuvo la misma respuesta. Ante las negativas, consideró que lo mejor sería pausar sus esfuerzos en la Patagonia, pero mantener los lazos con Sudamérica.
Vendiendo biblias en Argentina
En 1843 viajó desde Inglaterra rumbo a Buenos Aires, con el plan de vender biblias en ciudades del interior de Argentina, tal como había sido su experiencia en Mendoza unos años antes. Se trasladó a la ciudad Córdoba, donde trabó amistad con un médico inglés, el Dr. Gordon, gracias a quien consiguió una entrevista con las autoridades. Obtuvo permiso para viajar por Santiago del Estero y Tucumán, donde vendió biblias con gran éxito durante septiembre de 1843. Luego regresó a Córdoba para atenderse de una infección en la garganta que le estaba provocando fiebre, y después de 15 días partió a Buenos Aires y de allí a Montevideo. En la capital uruguaya conoció a Samuel Lafone, un rico comerciante inglés, descendiente de hugonotes franceses que huyendo de la persecución católica se habían instalado cerca de Liverpool. Lafone había prosperado en el Río de la Plata gracias al comercio con Inglaterra y también actuaba como protector de los ciudadanos protestantes que llegaban a aquellas ex-colonias católicas. Gardiner le contó su plan misionero a la Patagonia y Lafone le aseguró que las iglesias protestantes de Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro podían aportar 100 libras esterlinas anuales para el desarrollo del plan.
Segundo viaje al Estrecho de Magallanes
Ya con un plan más claro, el capitán Gardiner regresó a su país en 1844, totalmente convencido de que la solución era formar su propia sociedad misionera. Se radicó en la ciudad de Brighton, donde fundó la flamante Sociedad Misionera de la Patagonia, siguiendo los mismos reglamentos y estatutos de la Sociedad Misionera Anglicana. Su principal objetivo era conseguir un ministro ordenado que quisiera participar y levantar fondos necesarios para realizar el viaje. Sintió gran urgencia cuando supo que el gobierno chileno había fundado un fuerte militar en el estrecho de Magallanes, pues él sabía de la influencia católica que esos fuertes significaban y temía que esto entorpeciera sus planes, como había sido en sus experiencias anteriores en el sur de Chile. Aceptaron el ofrecimiento de Robert Hunt, un director de escuela que también ejercía como capellán, y junto a Gardiner atravesaron el Atlántico en febrero de 1845 hasta llegar a Puerto Oazy, en la Bahía de San Gregorio, dentro del estrecho de Magallanes. En aquella inhóspita zona construyeron algunas chozas improvisadas donde abrigarse y esperar algún contacto con los nativos. Luego de varios días recibieron a un desertor chileno, quien les comentó que los patagones se estaban convirtiendo al catolicismo en masa, gracias a la labor de un cura en Puerto Hambre, el fuerte chileno en el estrecho.
Los temores de Gardiner se estaban confirmando, por lo que decidió adentrarse en el territorio para encontrarse él mismo con los nativos. El viaje fue duro y penoso por el desolado paisaje patagónico, en especial para Hunt quien no tenía preparación física ni militar, a diferencia de Gardiner. El capitán entendió que su compañero no podría avanzar mucho más en estas condiciones, por lo que volvieron a sus chozas de Puerto Oazy. Días más tarde encontraron a Wissale, el cacique que había conocido años antes, en un mal estado de salud y su tribu disminuida por el hambre azotaba a la región. El otro cacique, San León, se había aliado con el gobierno chileno para conseguir comida y recursos a cambio de convertirse al catolicismo. En cambio, Wissale había deseado resistir por sus propios medios, pero era evidente que no lo estaba logrando. El cacique permitió a Gardiner quedarse entre ellos, según las viejas promesas que habían acordado la primera vez que se habían conocido, pero sorpresivamente el cacique empezó a mostrarse violento en sus demandas, llegando incluso a amenazar a los misioneros a punta de cuchillo. Gardiner y Hunt tristemente entendieron que el trabajo iba a ser imposible estando ellos solos, sin medios para defenderse de las amenazas. Cuando un barco a vapor pasó por el estrecho con dirección a Las Malvinas, embarcaron y desde allí regresaron a Inglaterra, en junio de 1845.
Intento en Bolivia
El regreso prematuro del dúo misionero fue de desaliento a la joven Sociedad Misionera de la Patagonia, y el directorio mismo ponía en duda los planes para el futuro. Gardiner escribió su respuesta en el diario que llevaba consigo:
“Cualquiera sea la resolución que ustedes (comité) tomen, yo he resuelto volver otra vez a Sudamérica, y no dejar una piedra sin remover ni un esfuerzo sin probar para establecer una misión protestante entre los aborígenes. Ellos tienen derecho a ser instruidos en el evangelio de Cristo. Mientras Dios me dé fuerzas, los fracasos no han de acobardarme. Esta es mi firme resolución: volver y realizar nuevos intentos entre los indígenas del interior, donde sea posible encontrar una puerta abierta (...) Jesucristo ha dado una orden: Predicar el evangelio hasta lo último de la tierra. Él proveerá para el cumplimiento de su propio deseo. Obedezcámosle”.
Ante semejante voluntad y resolución, el comité de la Sociedad no tuvo otra opción que acceder, pero el viaje al Estrecho de Magallanes no sería posible por ahora, por lo que decidieron aventurarse a Bolivia. Un joven español llamado Federico González, que se había convertido al protestantismo, se ofreció a participar del viaje y junto a Gardiner se embarcaron nuevamente hacia Sudamérica en septiembre de 1845. Como había un conflicto en el Río de la Plata, Gardiner y González tuvieron que viajar hasta Chile y de allí hasta el puerto de Cobija, en posesión boliviana en aquella época. Siguieron en mula por la calurosa y desértica puna andina, en meses de pleno verano. Pasaron por Atacama, donde el joven español sufrió gravemente los calores. En Rinconada, actual pueblo al norte de Argentina, tuvieron que esperar algunos días hasta que el intendente se recuperase de una borrachera de carnaval. Pasaron por Yavi y finalmente llegaron a la ciudad de Tarija, donde los recibió un irlandés afincado en aquella ciudad donde ejercía como gobernador. Intentaron contactar a las tribus que vivían cruzando el Río Pilcomayo, pero ninguna estuvo dispuesta a recibir extranjeros. Luego solicitaron el permiso de residencia ante las autoridades del país, pero tampoco lo lograron y, una vez más, el plan de Gardiner había fracasado. En febrero de 1847 regresó a su país de origen, dejando al joven González en Potosí, para que pudiese fundar una obra allí con el sostén de la misión.
Tierra del Fuego
De nuevo ante el comité directivo de la Sociedad Misionera a la Patagonia, que él mismo había fundado, insistió con su idea de volver a Tierra del Fuego. Debido a las experiencias poco exitosas, había cierto recelo para avanzar con los deseos del Capitán, pero era difícil hacer retroceder su voluntad militar. Accedieron a retomar los viajes con la condición de levantar todos los fondos necesarios para una expedición bien organizada que incluía la compra de un bergantín, una nave liviana y veloz ideal para los estrechos y canales de Tierra del Fuego. Con este objetivo en mente, Allen Gardiner comenzó una gira promocional por toda Inglaterra y Escocia, mostrando mapas y planes, de modo que muchos eran contagiados por su entusiasmo. También tuvo situaciones menos felices, en las que apenas podía conseguir un puñado de asistentes. Incluso una vez estuvo esperando un largo rato para dar su conferencia, pero finalmente nadie asistió. Recogió sus papeles y salió del lugar. En la calle se encontró con un amigo suyo, quien se disculpó por no haber podido asistir y le preguntó cómo había ido. “No muy buena, pero mejor que otras veces”, respondió Gardiner. Su amigo le volvió a preguntar de buena gana, cuántas personas habían concurrido, a lo que el capitán respondió: “ninguna, pero es mejor no tener una reunión, que tener una mala”. Este pequeño episodio ilustra a la perfección tanto los fracasos continuos, como la viva esperanza y férrea determinación de Gardiner.
Finalmente tuvo que aceptar la realidad de que no podría conseguir todos los fondos de acuerdo con el plan original, y decidió presentar al comité un plan menos pretencioso, que al menos le permitiera viajar a recoger información. El 7 de enero de 1848, Gardiner y un acompañante se embarcaron en el Clymene, que viajaba de Cardiff a Paita (Perú) y pasaba por el Cabo de Hornos. Luego de nueve semanas, hicieron puerto en la Isla Lennox y desde allí, Gardiner y su compañero remaron en bote hasta la Isla Picton, desde donde pretendían llegar a los nativos de Tierra del Fuego. Desde el punto de vista misionero y evangelístico, esta primera experiencia fue desastrosa. Los indígenas que se acercaron no eran hostiles, pero se robaban absolutamente todo a escondidas de los ingleses. Les era realmente imposible establecerse, pues tenían que estar todo el tiempo vigilando sus provisiones y así era imposible construir, cultivar o incluso dormir. Gardiner meditó mucho la decisión y nuevamente tuvo que aceptar que había fracasado; sabía que cuando el barco retomara su viaje hacia Perú, estarían en desventaja y en amenaza. Tras unos días en Picton, levantaron campamento y remaron de regreso a Lennox, donde había anclado el Clymene. Llegaron a Perú en mayo, y para agosto de 1848 estaban de regreso en Inglaterra.
El lado positivo era que habían recolectado información útil para el futuro. El mismo Gardiner había planteado antes de salir, que hacer este viaje serviría al menos para reconocer el lugar y finalmente eso fue todo lo que pudieron hacer. Durante los siguientes dos años, Gardiner se dedicó a recaudar fondos y buscar el apoyo de otras sociedades misioneras con más experiencia. También el comité de la Sociedad Misionera a la Patagonia cambió de director por aquellos años, de modo que todo se encaminaba a un nuevo intento. Para Gardiner, el plan era claro: la misión debía ser flotante, no asentada en tierra. Un barco anclado cerca de la costa sería una especie de “campamento móvil” que permita la seguridad tanto de las vidas, como de las provisiones, y que cada 3 meses pueda regresar al puerto Stanley, en las Islas Malvinas.
A pesar de los dos años recaudando fondos, aún no alcanzaban el monto necesario para la compra del bergantín y Gardiner juzgó que era tiempo de hacer el viaje de todos modos. Solo alcanzaron a comprar dos botes de 8 metros de largo y a reclutar 7 acompañantes que junto a Allen Gardiner conformaron el equipo misionero. El 7 de septiembre de 1850 partieron en el último viaje de sus vidas, rumbo a Tierra del fuego.
El último viaje
Todo lo que se conoce de este periodo es gracias a los diarios que Gardiner y otro hombre del equipo llevaban consigo, donde relataron lo que vivieron estos últimos meses. Llegaron a la Isla de los Estados el 29 de noviembre de 1850, donde anclaron por unos días. El 5 de diciembre llegaron a la orilla norte de la Isla de Picton, donde habían acampado dos años atrás. Allí construyeron una especie de fortín, con una pequeña empalizada y unas chozas dentro donde dormir. El plan era navegar por el Canal de Beagle en dirección oeste, hasta Caleta Wulaia donde esperaban encontrar un viejo asentamiento que serviría de refugio. Partieron remando a través del canal, tratando de encontrar una orilla donde descansar, pero el clima no los acompañó y ambos botes se separaron. A la mañana siguiente se reencontraron ambos grupos y decidieron que debían volver al “fortín” de Isla Picton y dejar las provisiones enterradas, pues eran demasiado pesadas y hacían imposible remar tantos kilómetros. Llegaron al campamento y al hacer el inventario, descubrieron que la mayoría de la pólvora se había perdido, por lo que debían utilizar con mucho cuidado lo que les quedaba. Enterraron las provisiones para evitar robos y volvieron a intentar el cruce del canal.
Cuando pararon a descansar sobre la orilla norte del canal de Beagle, un gran grupo de nativos se les acercó. Los misioneros intentaron hacer contacto de manera pacífica, pero pronto empezaron a llegar lanceros y la tensión empezó a subir. Ante el peligro, Gardiner debe haber sospechado que la tribu los seguiría por todo el canal hasta darles muerte, entonces tomó la decisión de remar fuera del canal, en dirección este, hasta Bahía Aguirre. El primer día de febrero empezaron las mayores dificultades, pues un violento huracán azotó el lugar, averiando uno de los botes. Unos días después, varios hombres del grupo empezaron a mostrar síntomas de escorbuto y a padecer hambre. Apenas recuperaron algo de fuerzas y pudieron reparar el bote dañado, remaron hasta la Isla Picton para buscar las provisiones que habían dejado enterradas. Tomaron lo que pudieron y dejaron rocas pintadas con señales para atraer la atención de posibles barcos. También enterraron notas escritas dentro de botellas, para guiar cualquier futuro rescate. En medio de todo esto, más nativos vinieron a hostigarlos, por lo que apresuradamente cargaron los botes y volvieron a Bahía Aguirre, donde se sentían más seguros. La decisión de refugiarse en esta bahía ha sido el centro de la polémica respecto al desenlace de la historia, porque esto significaba alejarse demasiado del curso usual de los barcos y por lo tanto quedarse en un lugar muy difícil de ver desde el mar. Es cierto que los indígenas no se acercaban a Bahía Aguirre, pero justamente porque la bahía no ofrecía ningún recurso. De alguna manera, era el único lugar donde escapar de las lanzas nativas. Se acomodaron como pudieron y trataron de administrar la comida y sus fuerzas, mientras esperaban un milagroso rescate.
En el mes de mayo comenzaron las nevadas y vientos helados del sur. Los ocho misioneros sólo tenían sus botes que habían volteado para usarlos como techos, y permanecían echados en el suelo, enfermos y débiles. Los siguientes meses fueron trágicos, padeciendo varios días seguidos sin comer hasta que lograban cazar alguna ave o ratón, alimentándose mientras tanto solo de algas y musgo de las rocas. A pesar de estas enormes penurias, el registro de los diarios demuestra mucha esperanza en el rescate divino, y gran humillación al aceptar todo lo que Dios les trajese, sea el ansiado milagro o la muerte. Gardiner se dedicó a escribir poesías en sus horas más oscuras y subrayó en su biblia el pasaje de Salmos 62:5-7, que parece haber sido su oración en estos momentos tan oscuros. Escribió la misma cita sobre las piedras y la pared de uno de los botes.
Uno a uno, sus compañeros fueron muriendo de inanición, hasta quedar sólo él. El 5 de septiembre de 1851 solamente escribió: “Grandes y maravillosas son las gracias de amor de mi maravilloso Dios. Me he preservado hasta ahora sin ningún sufrimiento de hambre o de sed”.
Llevaba cinco días sin comer absolutamente nada y aun así solo tenía palabras de agradecimiento y adoración para con su Dios. Tremendas líneas para un hombre que durante los últimos cinco meses había soportado tan duras condiciones, comiendo mal, pasando debilidad y enfermedad, tirado sobre frías piedras a miles de kilómetros de su hogar. Había visto a sus compañeros fallecer y ahora la misma sombra posaba encima suyo. El 6 de septiembre de 1851, el capitán Allen F. Gardiner venció a la muerte y pasó a los brazos de su dulce Salvador que lo había llevado por los extensos mares predicando el evangelio. Su cuñado y primer biógrafo, John W. Marsh, acertadamente agregó acerca de su muerte la siguiente paráfrasis del libro de Apocalipsis:
“Aquí está la paciencia de los santos; aquí están los mandamientos de Dios y la fe de Jesús. Y oí una voz del cielo que me decía: Benditos los muertos que de aquí en adelante mueren en el Señor. Si, dice el Espíritu, que descansarán de sus trabajos; porque sus obras con ellos siguen. No tendrán más hambre, ni sed porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de agua, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos”.
La victoria en mil fracasos
La vida de Gardiner es extraordinaria, como la de muchos de los misioneros de su época. Todos sus intentos estuvieron marcados tanto por el rotundo fracaso como por su voluntad incansable de no rendirse nunca. Tal vez su español nunca fue lo suficientemente bueno, o simplemente no era muy carismático con la gente, pero sabiendo él mismo de esto, trató siempre de estar acompañado por hombres mejor preparados en teología, ministerio y pastorado. Por otra parte, podemos aprender de su determinación y disciplina que lo hicieron fuerte en medio de tantas adversidades. Nada se le puede reprochar a sus intentos; Dios quiso llevarlo por este camino y Gardiner fue fiel hasta el último de sus días. Quedarán los debates acerca de sus últimas decisiones, que parecen realmente extrañas a la enorme capacidad logística y militar que siempre tuvo. La noticia de la tragedia estremeció a Inglaterra y movilizó personas y recursos para que una gran misión en Tierra del Fuego se llevara a cabo en los años posteriores. A pesar de sus innumerables fracasos, sus obras rindieron fruto abundante y alcanzó la victoria de Cristo, para que muchos conocieran el evangelio.
Fuentes
Canclini, A. (1951). Hasta lo último de la tierra: Allen Gardiner y las misiones en Patagonia. La Aurora. Buenos Aires. Recuperado en: https://bit.ly/377jMCh
Marsh, J. y Stirling, W. (1867) The story of Commander Allen Gardiner, with sketches of missionary work in south america. James Nisbet & Co. Londes. Recuperado en: https://bit.ly/379jY3P
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