A pesar de ser casi desconocido en la historia del cristianismo, Andrés Milne fue uno de los principales instrumentos que Dios escogió para hacer que Su Palabra corriera y fuera glorificada en Argentina y toda la América del Sur. Esto sucedió cuando en estas latitudes aún no había iglesias evangélicas, ni siquiera misioneros.
“Aquellos eran días en que la historia estaba en formación, pero el relato del rápido progreso del trabajo bíblico y la consiguiente inauguración de centros e iglesias evangélicos, que fueron su resultado directo, por lo general no es conocido por la actual generación”, escribió Inés Milne en su libro Desde el Cabo de Hornos hasta Quito con la Biblia, un “relato muy incompleto” de los viajes y labores que su padre realizó.
Mi propósito es presentar la vida y el trabajo de Andrés Milne, un verdadero “héroe de la fe”. Pero mi interés excede lo meramente biográfico: les propongo evaluar las convicciones que impulsaron su misión y sus lecciones para el estado actual de la obra evangélica, y más particularmente, para el trabajo bíblico.

Conversión y entrega de tratados
Andrew Murray Milne (1838–1907) sirvió a la Sociedad Bíblica Americana durante 43 años y fue testigo del “nacimiento y la infancia de toda la obra cristiana en castellano en el continente sur”. Al comienzo de su trabajo, “la obra evangélica en castellano no había empezado aún en ninguna de las 10 repúblicas sudamericanas (…). La Biblia era un libro desconocido entre el pueblo común”.
Nació en Escocia y rindió su vida a Cristo durante el avivamiento que experimentó aquel país entre 1857 y 1861. Su conversión se dio en una reunión de la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde se había predicado sobre “¿Qué os parece el Cristo?”. Al terminar la disertación, el predicador “puso amablemente la mano sobre su hombro y le dijo: ‘¿Y qué piensa usted del Cordero inmolado?’”. Esa pregunta cambió tanto su vida presente y futura como su eternidad.

“Su deseo de ir como misionero al extranjero databa de una conferencia (…) relacionada principalmente con la obra de David Livingstone en el África del Sur”. Aún así, las puertas parecían cerradas y sus intentos de abandonar los negocios habían fracasado. Pero buscó el consejo de un sabio pastor, quien le leyó el Salmo 37 y le pidió que orase.

Milne escribió: “Algunos de los versículos de ese salmo penetraron en mi corazón como una voz del cielo, y volví a mi alojamiento completamente entregado a la voluntad de Dios, dispuesto a seguir en mi trabajo o a hacer cualquier cosa que el Señor quisiera que yo hiciese”. O sea, su llamado no consistía principalmente en un destino geográfico sino en una entrega espiritual. No comenzaba con “salir”, sino con “confiar”.
Pero al fin en 1862, con apenas 24 años, llegó a Buenos Aires como empleado de un comerciante escocés, con quien trabajó por dos años. Desde el comienzo, aprovechó toda oportunidad para distribuir evangelios y tratados, y le sorprendía la buena disposición de la gente a recibirlos. Al relatarle algunas de estas experiencias al doctor Goodfellow, ministro de la Iglesia Metodista Episcopal en Buenos Aires, este lo invitó a dedicarse completamente al trabajo bíblico, lo que resultó en su nombramiento como agente de la Sociedad Bíblica Americana (SBA) en febrero de 1864.
El último día de ese mismo año, Milne contrajo matrimonio en Buenos Aires con Enriqueta Leggatt, una joven escocesa que había sido criada en un hogar profundamente piadoso. En su niñez, su abuela la exhortó: “Busca al Señor, querida, y no descanses hasta haberlo encontrado”. Pero, sin saberlo, el Señor la estaba buscando a ella, y la salvó durante el avivamiento de Escocia antes mencionado.

Impactos resonantes de su vida
Cuando Milne inició su trabajo en 1864, no existía testimonio protestante alguno en las 10 repúblicas de Sudamérica (con una excepción parcial en Brasil y Chile). La Biblia no solo era desconocida para el pueblo común; también era ocultada debido a la gran influencia católico-romana en las sociedades y los gobiernos. En ese contexto, él emprendió su misión pionera: viajar incansablemente pueblo por pueblo ofreciendo biblias, copias del Nuevo Testamento y de otras porciones de las Escrituras, abriendo brecha donde no había presencia evangélica.
Sus primeros esfuerzos se concentraron en las provincias y aldeas de la región del Río de la Plata (Argentina, Uruguay y Paraguay). Con el tiempo, amplió su radio de acción a Chile, Bolivia, Brasil, Perú, Ecuador y demás naciones, hasta abarcar “desde el Atlántico al Pacífico y del Cabo de Hornos a Quito”, es decir, toda Sudamérica.

El ministerio de Milne se caracterizó por viajes épicos y sacrificios considerables. Recorrió distancias enormes por tierra y agua para llevar la Palabra de Dios a lugares remotos. Su hija registró lo siguiente:
…por la costa del Brasil navegó durante días en el océano en un bote de remos, para visitar los pueblos de la costa. En Bolivia cubrió miles de kilómetros a lomo de mula entre las montañas, pasando las noches a la intemperie, con escarcha en el suelo y nieve cayendo a su alrededor.
También soportó climas extremos: desde el calor enfermizo de los bajos tropicales de Colombia hasta la falta de oxígeno en las alturas de los Andes ecuatorianos. Sin embargo, nunca se le oyó quejarse. Su motivación era, según sus propias palabras, “colocar el mensaje del amor de Dios en las manos y los corazones de aquellos por quienes Cristo murió”. Para Milne, esta tarea valía cualquier sacrificio. Tal como el apóstol Pablo dijo en Hechos 20:24: “no apreciaba su propia vida, sino que anhelaba acabar su carrera y el ministerio que había recibido del Señor, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios”.
A lo largo de cuatro décadas, Milne estableció redes de colportores —repartidores de libros y folletos para divulgar el Evangelio— y puntos de distribución bíblica en países enteros. Realizó múltiples giras misioneras, como su primer viaje a Brasil en 1874, en el cual visitó 18 localidades del sur e incluso contribuyó a inaugurar una sucursal de la SBA en Río de Janeiro. También incursionó en nuevas estrategias como la venta de biblias en ferrocarriles, aprovechando los trenes para hacer llegar la Escritura a pueblos aislados del interior.
En los Andes y Amazonía, forjó rutas de distribución usando caravanas de mulas y embarcaciones fluviales. Ningún obstáculo geográfico o político le detuvo: a fines de la década de 1890, logró finalmente entrar con biblias a Ecuador, país que hasta 1895 había prohibido la literatura protestante en sus fronteras.

Los pilares de su ministerio
Hubo, por lo menos, 5 pilares fundamentales que le dieron forma al ministerio de Milne, de los cuales podemos aprender valiosas lecciones hoy.
1. Su convicción teológica
En Milne encontramos una fuerte convicción teológica que permeó toda su misión: la creencia en el poder intrínseco de la Palabra de Dios y en la necesidad de la regeneración personal por la fe en Cristo. Milne era, doctrinalmente, un evangélico del siglo XIX con raíces en el protestantismo reformado (bautizado en la Iglesia Libre de Escocia). Esto significa que afirmaba la autoridad suprema de la Escritura, la salvación sólo por la fe en Jesucristo y la obra soberana de Dios en la salvación de las almas.
Esas convicciones se notan en cómo planteó su ministerio. Por ejemplo, Milne sostenía que “la distribución de la Biblia no es un mero empleo comercial, sino una obra de Dios, en la cual (…) Él permite que los hombres colaboren con Él en Su viña”. Detrás de esta afirmación hay una teología de la misión como obra de Dios (Missio Dei): Dios mismo es el primer interesado en difundir Su Palabra y salvar personas, y los misioneros son simplemente “colaboradores de Dios” (1 Co 3:9). Esta perspectiva teocéntrica le daba humildad (el protagonismo es de Dios), pero también gran confianza (nada podrá impedir el cumplimiento de Sus propósitos).
De muchas partes del país [Argentina], tanto de cerca como de lejos, llegan día a día nuevas indicaciones de que el poder de Dios se manifiesta por medio de Su Palabra escrita, y despierta el deseo de escuchar la predicación del Evangelio.

La siguiente cita puede ilustrar la fuerza de su convicción en cuanto al poder de la Palabra:
Si yo fuera 25 o 30 años más joven de lo que soy, estaría dispuesto a ir a algún centro como el Cuzco, y conseguir un cuerpo de lectores de la Biblia, hombres y mujeres convertidos, si se pudieran encontrar, y en caso contrario un grupo de mestizos o cholos, que supieran leer de corrido, y reunirlos cada mañana para orar y darles instrucción sobre la lección del día; luego los enviaría de casa en casa, ofreciendo el libro en venta o leyendo la porción asignada; eso solo, sin agregar ninguna explicación, dejando que el Espíritu Santo que lo inspiró abriera los corazones como abrió el corazón de Lidia (…). El sistema propuesto (…) no es análogo a la predicación, sino más bien al trabajo del regador, que simplemente abre el grifo para que la corriente de agua vivifique el suelo agostado.
Para Milne, Dios era quien ponía deseos espirituales en las personas, lo cual se veía reflejado en el aumento de ventas de biblias y literatura cristiana. Esto ocurrió especialmente, según él, tras la inauguración del “Depósito bíblico” —el equivalente a una tienda actual—, que “guardaba manifiestas demostraciones de la aprobación divina”. Este éxito “fue atribuido al Espíritu de Dios que despertó un deseo de paz y luz espirituales”.
Lo mismo ocurría en los asuntos administrativos. Milne tenía que lidiar con derechos de importación, trabas en las aduanas, derechos de patente en cada ciudad para poder vender, etc. Así que, cuando se consiguió el reconocimiento del carácter benéfico de la Sociedad Bíblica y se redujeron los derechos de importación, después de muchas gestiones y oración, sus palabras fueron: “Me gozo en que la mano de Dios nos ha favorecido manifiestamente, removiendo hasta cierto punto algunos de los principales obstáculos”. Parecía que sería muy difícil obtenerlo, porque quien lo concedía era un católico estricto, pero Milne citó la Palabra para explicar lo que pasó: “Así está el corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina” (Pro 21:1, RVR1960).

2. Su intrepidez y conocimiento de las leyes
Milne y su incansable compañero, el misionero y colportor italiano Francisco Penzotti, ganaron una experiencia notable en el trato con las autoridades, al enfrentar trabas de todo tipo, incluyendo el encarcelamiento.
Al tener que solicitar permisos para la venta en cada distrito, y frente a la oposición de obispos católicos que, en la práctica, tenían más poder que los gobernantes, defendían sus derechos con la constitución nacional de los países que visitaban. Al ir a Bolivia, por ejemplo, llevaron una carta de recomendación del embajador de los Estados Unidos en Argentina y del expresidente Sarmiento. “No buscábamos la condescendencia de nadie, sino que reclamábamos y esperábamos los derechos que la Constitución (…) acordaba a todos”. Por supuesto, la respuesta no siempre era positiva: “Nuestra única venganza será la oración para que cada ejemplar resulte una bendición”.
Milne exploró todos los medios: distribuyó personalmente, envió a otros, usó transporte moderno, publicó en la prensa y abogó por traducciones. Nada de esto fue fácil: debió sortear barreras de censura (en algunos países la aduana retenía los cargamentos de Biblias por meses), persecución (colportores encarcelados o expulsados, como le ocurrió a Penzotti en Perú), y obstáculos logísticos enormes. Sin embargo, Milne enfrentó todo con flexibilidad, valentía e ingenio santo.

3. Una profunda comprensión de la urgencia de la traducción bíblica
Desde su primer contacto con los quechuas (o quichuas), la pregunta que llenaba la mente de Milne era: “¿Cómo llegar hasta ellos con las benditas nuevas de la gracia de Dios?”. Él veía a estas 3.5 millones de personas como un “grupo no alcanzado” por el Evangelio, y llegar a ellos se convirtió en una verdadera ambición santa hacia el final de su servicio. “Llevar las Escrituras al Ecuador (…) y llevar el Evangelio a los indios quichuas de Bolivia y el Perú son las dos cosas especiales en que anhelo poder dar una mano antes de entregar las armas”, dijo al respecto.
Luego de pasar por un severo tiempo de enfermedad y estar a punto de morir al regresar de Perú, Milne estaba convencido de que Dios “le había prolongado la vida para que pudiera poner el Evangelio en manos de los indios quichuas”. Pero ese ardor misionero lo convirtió en acciones concretas: inició un proceso de investigación similar al que utilizan las agencias bíblicas hoy en día.
Entre otros puntos a considerarse estaban los siguientes: la proporción de los que hablan español en comparación con los que hablan quichua; la relativa diversidad y uniformidad de los dialectos del quichua; el número relativo de indios que saben leer en español; la densidad de población y el costo de los viajes. Era necesario también averiguar hasta qué punto se podía esperar que las autoridades locales permitieran a los colportores el libre ejercicio de sus derechos legales, y el grado de protección que podían esperar cuando fueran asaltados por multitudes instigadas por los sacerdotes.

Este ferviente deseo de Milne no era compartido por todos. “Unos opinaban que el objeto en vista no era del agrado de la Iglesia romana, mientras otros decían que nadie podría hacer que los indios entendieran el Evangelio, que sería mejor hacer que su idioma desapareciera, antes que perpetuarlo”. Esta opinión negativa era propia de los conquistadores españoles, quienes ya habían despreciado e intentado hacer desaparecer el idioma indígena por 400 años; pero sí sorprendía que la tuvieran algunos misioneros, quienes debían valorar las lenguas como medio para llevar a cabo la obra.
En cambio, Milne era consciente de la incomparable contribución que la traducción de la Biblia hace a la preservación de la lengua y la cultura de un pueblo. Él escribe: “Desde que, hace dos años, se dieron los primeros pasos tendientes a llegar al indio y elevarlo, se han publicado no menos de tres gramáticas, alguna con fondos públicos”. Y sobre una de ellas agrega: “Será adoptada en las escuelas elementales cuando se haga obligatorio el estudio del quichua”.
4. La transformación social en el lugar correcto
Milne era un hombre centrado en el Evangelio. En su cosmovisión, la Palabra de Dios afectaba todas las áreas de la vida, y por eso insistía en que esta debía llegar primero y luego todo lo demás. Su estrategia era no caer en un activismo político o social divorciado del Evangelio. No fundaba escuelas ni centros de asistencia, sin embargo, los efectos de su labor terminaban siendo transformaciones sociales espontáneas.
Con la Biblia en mano, el cambio ético y cultural empezaba a darse desde adentro, por la obra del Evangelio en los corazones, y no simplemente mediante una agenda humana externa. Este enfoque refleja una convicción teológica clásica del protestantismo de avivamiento: la reforma moral de la sociedad es fruto de la conversión de individuos, no al revés.

Por ejemplo, Milne estaba convencido de que el Evangelio era el remedio para la condición de absoluto desamparo en que se encontraban los indios quichuas:
La única esperanza que alentamos para la elevación de este pueblo pisoteado es el bendito Evangelio, “poder de Dios para todo aquel que cree, al judío primeramente” y también para el quichua. Si la divina Palabra puede ser puesta en contacto con el corazón de los indios, podemos confiar en que el Espíritu Santo aplicará la verdad con poder salvador.
Su preocupación por ellos era tan grande que, durante su enfermedad —cuando la fiebre era tan alta que llegó a delirar—, una y otra vez repitió: “Nada puede levantar a los quichuas, sino el Evangelio”.

5. La importancia central de la oración
La oración ocupó un lugar central en la estrategia misionera de Milne. Él creía firmemente en la dependencia de Dios para el éxito de la misión, y traducía esa convicción en la práctica constante de la oración. Un ejemplo notable eran las reuniones quincenales de oración que Andrés y Enriqueta organizaban en su propio hogar de Buenos Aires, abiertas a misioneros y creyentes locales, en las que se presentaban delante de Dios las necesidades de la obra en toda América del Sur.
Milne también inculcó esta prioridad en sus colaboradores. Al instruir a sus colportores, enfatizaba: “El colportor no debe nunca salir a ofrecer en venta la Biblia, sin haber orado especialmente para que Dios le guíe en su camino”. Cada jornada de trabajo comenzaba de rodillas, reconociendo que la guía y bendición divinas eran indispensables al salir a compartir la Palabra. También los animaba a orar por cada persona que recibía un ejemplar de la Escritura, y que, cuando les fuera posible, lo hicieran audiblemente en presencia del comprador, pidiendo que esta fuera una lámpara que le guiara al camino de la vida eterna.
Así se refirió a la salida de sus colportores para Bolivia: “Partieron hoy llenos de fe en Dios. Nos reunimos esta mañana para orar, y otra vez, antes de cargar las mulas, nos arrodillamos y los encomendé una vez más al cuidado del eterno Dios de Jacob. Corrían nuestras lágrimas y mi corazón ansiaba ir con ellos”.

Un matrimonio con un propósito eterno
En cuanto a su vida familiar, Andrés Milne y su esposa Enriqueta formaron un verdadero equipo ministerial. Dios no sólo los unió en matrimonio, sino también en vocación: se trató, según sus contemporáneos, de “una unión de rara comunidad de pensamientos, afectos e intereses en la vida”. Su hogar en Buenos Aires fue bendecido con hijos, a quienes Milne “instruía diariamente en la Palabra de Dios, dándoles él mismo el ejemplo en la obediencia a Sus preceptos”.
Pese a las prolongadas ausencias de Andrés por sus viajes, Enriqueta sostuvo el ministerio en el frente doméstico y local. Se la describe como “una verdadera colaboradora de su esposo”, quien “durante sus largas ausencias diseminando la Biblia, le reemplazaba [en la obra]”. Abría su casa para estudios bíblicos y oraciones, y usaba su pluma para despertar interés por comunidades indígenas no alcanzadas. Además, intercedía constantemente por el éxito del trabajo bíblico.

Según su propia hija, Enriqueta soportó “con paciencia y resignación los largos períodos de soledad y separación”, confiando en Dios mientras su esposo recorría los caminos. Incluso, en 1895, ella misma acompañó a Andrés en uno de sus viajes misioneros al Perú y Bolivia, para conocer de primera mano la situación espiritual de los indígenas quechuas y aimaras (pueblos por cuyo evangelismo no se había hecho nada hasta entonces). Aquella experiencia avivó en Enriqueta una carga misionera especial por los indígenas, que la acompañó hasta el final de su vida.
Milne sirvió fielmente hasta los últimos días de su vida. En marzo de 1905, Enriqueta falleció, dejando a Andrés viudo después de 40 años de matrimonio. Él continuó trabajando a pesar de su salud quebrantada, hasta que en 1907 partió con el Señor. Enfrentó la muerte con la misma fe tranquila con que había enfrentado la vida. Sus últimas palabras antes de partir con Cristo fueron: “Me estoy deslizando (...) buenas noches. Amén”.
Su legado: casi un millón de ejemplares
Este hombre de Dios dejó tras de sí un legado inmenso de Biblias distribuidas, almas alcanzadas y comunidades impactadas. Se calcula que bajo su gestión se distribuyeron aproximadamente 854.812 ejemplares de la Escritura (sumando Biblias completas, Nuevos Testamentos y porciones) en Sudamérica, un volumen asombroso para la época. Multitudes recibieron por primera vez la Palabra de Dios, dando origen a numerosas iglesias evangélicas en todas partes del continente.
El conocido misionero, pastor y filántropo William Case Morris, uno de los próceres de la obra en Argentina, expresó que cuando se escriba la historia del Evangelio en estas tierras, “el nombre que el historiador (...) escribirá como el primero entre los primeros (...) será el de Andrew Murray Milne”, a quien describió como “el más resuelto, laborioso, incansable propagandista del Libro de los libros en este continente, y uno de los más valientes, atrevidos, heróicos y esforzados portadores del Libro que el mundo moderno ha producido”. Un siervo humilde, valiente y perseverante que abrió caminos nuevos para el Evangelio desde el Cabo de Hornos hasta Quito.
El último capítulo de su biografía nos cuenta algo del testimonio de Milne hacia el final de su vida:
Cuando emprendí esta obra hace 43 años, en 1864, fue pensando solo en la gloria de Dios. Los proyectos terrenales, con vistas a la remuneración, fueron puestos a un lado. Mi experiencia siempre ha sido que el Señor hace mucho más que compensar cualquier sacrificio que nosotros honestamente hagamos por Él y Sus intereses.
Algunos creen que en la ancianidad hay pocos motivos de gozo, pero (…) nunca fue para mí tan real y precioso el Evangelio como lo es hoy (…). [El Señor] se torna más precioso para mí a medida que transcurren los años.
Milne cierra su testimonio citando una línea de un conocido himno: “Nada traigo en mis manos; sólo fío en Tu cruz”. Aquel hombre siempre había tenido algo en sus manos para ofrecer: un Libro. Ante Dios, podría ofrecer el fruto de vidas ganadas para Cristo en tantos años de intensa labor. Pero no es así: sus manos no tendrían nada que ofrecer. El “Cordero inmolado” lo había hecho por él.
En cuanto a nosotros, ¿tenemos la misma convicción que Milne respecto al poder intrínseco de la Palabra de Dios, como espada del Espíritu?
Referencias y bibliografía
Desde el Cabo de Hornos hasta Quito con la Biblia (1944) de Inés Milne. Buenos Aires: Librería “La Aurora”, p. 11, 12, 16-18, 22, 24, 25, 50, 51, 52, 60, 61, 67, 75, 78, 83, 93, 113, 159, 179, 180, 192, 193, 212-214, 216, 222, 230, 234, 235, 240, 251, 265, 266.
La Santa Biblia. Versión Reina-Valera 1960. Sociedades Bíblicas Unidas.
Deiros, Pablo A. Historia del Movimiento Evangélico en la Argentina. Buenos Aires: Fraternidad Teológica, 1986.
Varetto de Canclini, Agustina. Juan C. Varetto, Embajador de Cristo, Buenos Aires: Editorial Evangélica Bautista, 1955.
Smith, Elder C. Francisco Penzotti: Colporteur and Preacher. The Bible Society Record, vol. 40, 1925.
American Bible Society. One Hundredth Report. Nueva York: ABS, 1916.
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