En un siglo marcado por el choque entre civilizaciones, por el cruce de océanos y la forja de comunidades en territorios inciertos, la vida de Mary Rowlandson se convirtió en un testimonio de sintonía entre fe y quebranto. Su experiencia fue una de las más dramáticas del siglo XVII en Nueva Inglaterra: en 1676, durante la guerra del Rey Felipe, ella y sus hijos fueron capturados por una tribu de nativos americanos y retenidos por casi tres meses.
El legado más evidente de esta mujer fue el relato de su momento más oscuro: La verdadera historia del cautiverio y restitución de la señora Mary Rowlandson (1676). Lo escribió con la voz desgarrada de una madre herida y la firmeza de una creyente puritana que buscaba comprender las páginas de su vida a la luz de la soberanía de Dios. Esta historia es prueba viva de que aun en la peor adversidad es posible abrazar al Señor y, sobre todo, ser abrazados por Él con poder incomparable.

Volvamos, pues, a aquel confín de fuego y frontera, para ver de qué barro y de qué llamas fue forjada, y cómo en manos del Alfarero la obra final de su vida quedó grabada para siempre.
De Somersetshire a Lancaster, la frontera puritana
Mary White nació hacia 1637 en Somersetshire, Inglaterra, en el seno de una familia profundamente puritana. Su infancia transcurrió entre los sonidos de las campanas parroquiales y el clima húmedo del suroeste inglés, donde los ecos de la Reforma seguían moldeando conciencias.
Sus padres, Joseph y Mary White, decidieron unirse al gran éxodo puritano hacia el Nuevo Mundo. Como Abraham dejando Ur, emprendieron el viaje transatlántico en busca de una tierra donde la fe pudiera vivirse sin corrupciones ni presiones políticas. La pequeña Mary cruzó el océano con recuerdos de su tierra natal que no en mucho tiempo se volverían difusos, pero con la certeza de pertenecer a una comunidad de “peregrinos del pacto”.

En la Colonia de la Bahía de Massachusetts, los White se establecieron en Lancaster, un asentamiento fundado en 1653. Allí, Mary creció entre labores domésticas, la lectura de la Biblia y la vida congregacional. Aprendió a hilar, a preparar pan y a cuidar el huerto. La vida se definía por la estación: la siembra en primavera, la cosecha al final del verano y las reparaciones antes del invierno. Mary desarrolló una memoria precisa de salmos y una devoción por las Escrituras que marcaron su vida adulta.

En 1656, Mary contrajo matrimonio con el reverendo Joseph Rowlandson, graduado de Harvard y pastor de la iglesia en Lancaster. Su unión fue tanto espiritual como comunitaria: juntos forjaron un hogar en la frontera colonial —entre los asentamientos ingleses y las tierras de los indios– que se convirtió tanto en punto de referencia como en un refugio frágil, donde confluían esperanza y temor.

La pareja fue bendecida con hijos: el primero fue Joseph, Mary con su risa clara y la pequeña Sarah, frágil como flores de verano. La maternidad de Mary estuvo marcada por la tensión entre la ternura de criar y la dureza de vivir en tierras disputadas. La casa era un bastión vulnerable frente a un mundo de incertidumbre.
En las noches de invierno, mientras el pan se cocía en el horno y los niños jugaban alrededor de la mesa, Sarah se escondía bajo el mantel como si todo el mundo cupiera en aquel refugio. Mary enseñaba salmos y promesas divinas mientras cada ráfaga de viento contra las paredes de madera les recordaba que vivían en una frontera frágil. Le temían a algo sin una forma en particular, pero que aun así los acechaba: la certeza de que todo lo amado puede ser reclamado por fuerzas que no entendemos.
10 de febrero de 1676, el día del fuego
La Guerra del Rey Felipe —conflicto entre colonos ingleses y una coalición de pueblos indígenas liderada por Metacomet, hijo de Massasoit— se desató con brutalidad en 1675. Lancaster, en pleno corazón de Massachusetts, se convirtió en blanco de un ataque decisivo. El 10 de febrero de 1676, más de 400 guerreros descendieron sobre el poblado. Las casas ardieron, los mosquetes tronaron y el hogar pastoral fue tomado por asalto. Mientras intentaba proteger a sus hijos, Mary fue herida en el costado y, hablando figuradamente, en el corazón: vio morir a vecinos y amigos con quienes había compartido el pan la tarde anterior.

Pero todavía no había experimentado lo peor. Su pequeña Sarah, de 6 años, fue alcanzada por una bala. Mary y sus hijos fueron capturados por los indios y llevados lejos. La marcha los llevó por sendas estrechas y nieve hasta la rodilla. Sarah se mantuvo viva a fuerza de voluntad y de la misericordia de Dios hasta esa misma noche. Cuando su vida se apagó, Mary la sostuvo por horas, esperando un movimiento, una respiración o una señal que no llegó. Quizá la abrazaba como cualquier otro día, porque una parte de ella prefería creer que el amanecer se la devolvería.
“Mi pobre niña murió aquella noche, y a la mañana siguiente los salvajes me ordenaron que debía levantarme y seguir”, escribió Mary. “Dejé su cuerpecito allí en el desierto, sin sepultura, y seguí adelante con mi corazón más pesado que nunca”. No hubo luto, ni oración, ni aun el breve respiro que el corazón demanda cuando se entrega un hijo a la tierra. El bosque y el hielo eran paredes; el cielo, su único techo y abrigo.

El segundo día apenas recibieron alimento: un pedazo de carne ahumada que compartieron entre ellos. Durante once semanas, Mary Rowlandson marchó por bosques nevados y ríos helados, acompañada de sus hijos supervivientes y vigilada por sus captores. El hambre fue su compañera constante: “Muchas veces me vi forzada a comer aquello que antes habría considerado impensable, y que ahora era para mí tan dulce como el manjar más fino”.
El mayor pavor que asalta el corazón de un padre es que la vida del hijo se extinga, pero para el padre temeroso de Dios es más grave aún que en la hora postrera la fe de sus hijos desfallezca. Joseph y Mary fueron llevados por manos extrañas, apartados de su madre, sin poder recibir sus palabras de aliento para mitigar su miedo y recordarles verdades eternas a sus almas. No obstante, incluso en medio de la penuria y alejada de sus hijos, descubrió formas de resistir. Cosiendo ropas y reparando prendas, pudo obtener alimento y mantenerse viva. Aprendió a convivir con el idioma y las costumbres de quienes la retenían, percibiendo no solo hostilidad, sino también gestos humanos que desafiaban los estereotipos de su tiempo.

La fe sostuvo su pie, y cada pisada en la espesura se tornaba en un salmo susurrado. El eco de Hebreos 13:14 resonaba en su corazón: “porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (RVR1960). La experiencia de cautiverio se transformó así en un valle de sombra donde la soberanía de Dios era, para ella, la única luz. Su liberación llegó en mayo de 1676, tras un encuentro en las orillas del río Merrimack. Allí el señor John Hoar, abogado conocido en la colonia por su capacidad para negociar con los pueblos indígenas, consiguió su rescate. Para Mary, el cruce del río fue tanto geográfico como espiritual: significó la restauración de la libertad y la confirmación de que, aun en el sufrimiento más hondo, Dios cuida de Sus hijos. Por fin supo que Joseph y Mary habían sobrevivido y se reunió con ellos nuevamente.
La guerra no terminó de inmediato; las relaciones entre colonos y tribus quedaron marcadas por la desconfianza, hubo muchos desplazamientos y las treguas quedaron frágiles. La frontera siguió siendo un lugar de vigilancia y oración.
El libro que habló desde el cautiverio
Seis años después, en 1682, el relato de Mary fue publicado en Cambridge, Massachusetts, y en Londres, bajo el título: The Sovereignty and Goodness of God, together with the Faithfulness of His Promises Displayed; being a Narrative of the Captivity and Restoration of Mrs. Mary Rowlandson. Traducido a español, sería: La soberanía y bondad de Dios, junto con la fidelidad de Sus promesas manifestadas; siendo una narración del cautiverio y la restauración de la señora Mary Rowlandson.
La obra se convirtió en un éxito inmediato. Fue reimpresa en numerosas ocasiones y se consolidó como la captivity narrative (narrativa del cautiverio) más influyente de la época, siendo pionera en dicho género, muy común entre los siglos XVII y XVIII. Por medio de ella, la experiencia femenina se convirtió en voz pública: el dolor de una madre, el clamor de una creyente y la interpretación providencial de la historia se entrelazaron en un solo testimonio. Más allá del relato personal, el libro ofrecía a la comunidad puritana una lección espiritual: la guerra y el cautiverio no eran accidentes, sino pruebas en las que Dios mostraba Su soberanía. Su tono de sermón en prosa aseguraba que los lectores no vieran solo la tragedia, sino también la fidelidad divina.

Últimos años, resiliencia y un legado para nuestro tiempo
La vida de Mary no se volvió color de rosa tras la liberación. En 1678, su esposo Joseph murió, dejando a la familia sumida en una fragilidad económica y emocional. Al año siguiente, Mary contrajo matrimonio con Samuel Talcott, capitán y hombre de prestigio en Wethersfield, Connecticut. Allí vivió hasta su muerte, el 5 de enero de 1711.
De sus tres hijos, Joseph y Mary alcanzaron la adultez y formaron sus propios hogares. Sarah, la menor, permaneció como herida abierta en la memoria materna y como figura central en la narrativa de su cautiverio. Aun así, Mary Rowlandson encarnó la resiliencia de una mujer creyente: atravesó la frontera entre lo privado y lo público al convertir su sufrimiento en palabra impresa. Su voz, nacida de la penuria, se transformó en instrucción para generaciones.

La historia de Mary Rowlandson trasciende el siglo XVII. Su libro sigue siendo estudiado en universidades y seminarios, no solo como fuente histórica, sino como testimonio de espiritualidad en medio del dolor. En su relato, la maternidad no es idealizada, sino puesta a prueba en circunstancias extremas. Su fe no es ornamental, sino forjada en la pérdida. Y su escritura no es adorno literario, sino grito y oración que atraviesan el tiempo.
La esperanza no se edifica sobre seguridades humanas, sino sobre la providencia divina. ¿No fue acaso en el cautiverio de Israel cuando Jehová advirtió: “¡Ay de los que descienden a Egipto por ayuda, y confían en caballos, y su esperanza ponen en carros, porque son muchos, y en jinetes, porque son valientes; y no miran al Santo de Israel, ni buscan a Jehová!” (Is 31:1, RVR1960)? Y en las páginas de la Biblia resuena también la promesa apocalíptica: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Ap 21:4, RVR60).
Mary Rowlandson no fue poeta como Anne Bradstreet, pero su prosa ardió como salmo en medio del cautiverio. Si Bradstreet contempló los astros para ver en ellos la firma de Dios, Rowlandson contempló la nieve cubriendo a su hija y, aun así, afirmó que el Señor seguía siendo soberano. Ese es su legado: mostrar que la fe verdadera en Cristo no surge de la abundancia, sino del fuego y la destrucción, y que, aun en el bramido del bosque, cuando toda esperanza parece apagada, la voz de su Alfarero puede irrumpir como estruendo de misericordia y gracia infinita. Los puritanos —como escribió el predicador y pastor inglés Thomas Watson en All Things for Good (1663) (Todas las cosas para bien)— creían que Dios no libra a Sus hijos de la aflicción misma, sino del mal que esta podría engendrar en sus almas. Así, la vida de Mary confirma que, aunque la aflicción permanezca, la gracia preserva al creyente y lo guarda para siempre.
Referencias y bibliografía
The Sovereignty and Goodness of God (1997) de Mary Rowlandson. Ed. de Neal Salisbury. Boston: Bedford/St. Martin’s.
Introducción y notas en The Sovereignty and Goodness of God (1997) de Neal Salisbury. Boston: Bedford/St. Martin’s.
Records of Wethersfield, Connecticut, vol. 1.
Biblia, Reina-Valera 1960. Sociedad Bíblica.
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