Justo al final del siglo XVIII nació una inusual bebé que cambiaría parte de la historia científica para siempre: su nombre era Mary, hija de Richard Anning, un ebanista de la localidad costera de Lyme Regis en Inglaterra. Mary, llamada como su madre, era una de diez hijos, y de los cuales solo sobrevivieron la infancia dos: la misma Mary y un hermano varón de nombre Joseph.
La causa de esa dura realidad infantil era la pobreza de la familia Anning, que apenas tenían para comer, así como un desafortunado evento natural: un rayo cayó cerca de varios de los niños, entre ellos Mary, muriendo tres y siendo ella la única sobreviviente. La superación de estas tragedias ya indicaba (providencialmente hablando) que esta niña tenía un llamado singular.
Richard, el padre, era un protestante congregacionalista, o mejor dicho, un “disidente”, como se conocía popularmente a los cristianos ingleses que se separaban de la iglesia oficial y establecida de Inglaterra (o “iglesia anglicana”). Esta posición confesional y eclesiástica sólo hacía peor las cosas para la familia Anning, ya que los separatistas o “no conformistas” sufrían muchas desventajas sociales.
Por esta razón, además de su trabajo con la ebanistería, el Sr. Richard tuvo que desarrollar una peculiar afición/trabajo: la “caza” o búsqueda de fósiles de animales marinos en la costa de su localidad (por lo general de ammonoideos). Richard no era ningún experto científico con preparación universitaria en geología y biología: era un hombre sencillo con una familia hambrienta que vio una oportunidad. Los fósiles que descubría podía venderlos como souvenirs para turistas y, en algunos casos, a científicos interesados. Con lo ganado también podía compensar los ingresos de su trabajo principal.
Ya de niña Mary asistió por un tiempo a una escuela local congregacionalista, donde aprendió a leer: sus primeras lecturas fueron revistas teológicas de los disidentes, en las que, entre otras cosas, se hablaba del Dios creador de la naturaleza y se animaba a los creyentes al estudio de la ciencia, en especial de la geología (muy popular entonces). Era una niña curiosa y crítica, y desarrolló la habilidad del autoaprendizaje.
Pero la mejor enseñanza que recibió Mary (y su hermano Joseph) fue la de su padre: este los comenzó a llevar consigo a la costa para enseñarles cómo hallar y extraer los fósiles de las capas rocosas de los acantilados que alguna vez estuvieron bajo el océano. A causa de esto el padre fue duramente criticado por los vecinos, ya que este trabajo implicaba poner en riesgo a los niños entre los resbalosos acantilados que eran golpeados constantemente por las olas.
La tragedia no tardó en nuevamente golpear a esta familia: un día Richard, quien ya sufría de tuberculosis, se resbaló por uno de los escarpados acantilados y se hirió con gravedad; esta herida a largo plazo resultó fatal y lo llevó a su muerte cuando la pequeña Mary tenía 10 años de edad. Quedando la familia Anning en pobreza total, solicitaron ayuda estatal y el joven Joseph buscó empleo. Pero Mary quiso continuar la afición/trabajo de su padre: cazar fósiles para la venta.
La perseverancia de la niña pronto daría fruto. Al año siguiente (1811) descubrió el resto del esqueleto de un fósil del que su hermano ya había encontrado el cráneo. El animal era muy extraño, para nada reconocido por los locales, quienes creían que era un monstruo de alguna zona lejana del mundo que antiguamente había parado en sus costas.
El animal lucía como un pez y a la vez como un cocodrilo. Los científicos de la época no podían identificarlo. Pero no era ni pez ni lagarto, era ambas cosas. Se le apodó “pez lagarto”, o Ictiosaurio (el nombre científico con el que se conoce hasta hoy). El esqueleto de 5 metros de largo era un animal ya extinto, mitad acuático y mitad reptil. Era una especie marina que convivió con los dinosaurios. El fósil fue vendido por la madre a un museo natural, lo que alivió por un tiempo las necesidades familiares.
Mary continuó su trabajo a lo largo de la adolescencia y en 1818 vendió otro Ictiosaurio que descubrió. Estos hallazgos le proveyeron una buena base económica con la que trabajar en adelante, así como también le empezaron a dar algo de fama entre los geólogos, aunque a causa de ser una joven mujer no se le dio una mayor reputación. Pero Mary perseveró en sus búsquedas en la Costa Jurásica, hasta que en 1823 hizo un descubrimiento revolucionario.
Fue, con 24 años, la primera persona en descubrir un esqueleto completo e intacto de un Plesiosaurus (que significa “casi un reptil”), un enorme reptil marino también extinto, de una especie similar al Ictiosaurio. Este fue descrito por la gente como “una tortuga unida a una serpiente”. Sin embargo, un muy respetado zoólogo francés, Georges Cuvier, dudó de la veracidad del fósil, pero luego el geólogo William Daniel Conybeare lo hizo cambiar de opinión.
Luego de que Cuvier confirmara la veracidad del fósil, la fama de Anning como fosilista creció positivamente entre científicos, coleccionistas y turistas europeos. A todos les sorprendía que una chica pobre de Lyme Regis tuviera los conocimientos y las habilidades necesarias para una tarea como esta. Una rica mujer, que por curiosidad fue a visitarla, escribió esto en su diario:
Lo extraordinario de esta joven es que se ha familiarizado tan a fondo con la ciencia que en cuanto encuentra algún hueso sabe a qué clase pertenece. Fija los huesos en un marco con cemento y luego hace dibujos y los hace grabar… Es ciertamente un maravilloso ejemplo del favor divino el que esta pobre e ignorante muchacha sea tan bendecida, ya que mediante la lectura y la disciplina ha llegado a ese grado de conocimiento como para tener el hábito de escribir y hablar con profesores y otros hombres inteligentes sobre el tema, y todos reconocen que ella entiende más de ciencia que cualquier otra persona en este reino.
Aun así Mary no recibía entonces la reputación que merecía. Muchos científicos ni siquiera le daban crédito en sus artículos (donde presentaban sus hallazgos). Tampoco lo hacían los museos. Ella misma no podía publicar sus descubrimientos en revistas. La Sociedad Geológica de Londres se negó a admitirla como miembro, ya que no aceptaban mujeres. Una amiga cercana a Anning escribió una vez:
Mary dice que el mundo la ha utilizado hasta la saciedad, estos hombres de ciencia han chupado su cerebro, y han sacado un gran partido publicando obras, de las cuales ella elaboró los contenidos, sin recibir nada a cambio.
Pero, como hasta ahora, ella perseveró en su trabajo; abrió una tienda de fósiles que llamó “El almacén de Anning”, para coleccionistas, turistas y todo tipo de curiosos. Llegó a enviar algunos fósiles a científicos destacados como Adam Sedgwick (fundador de la geología moderna). Para este punto la situación económica de su familia había mejorado considerablemente, gracias al trabajo de Mary, llegando a adquirir su propia casa.
Por si fuera poco, y para tapar las bocas de muchos hombres científicos, en 1828 Mary hizo otro notable descubrimiento: el fósil de un animal con una larga cola y amplias alas. Parecía “un dragón volador”. Era un Pterosaurio, un reptil volador-terrestre ya extinto (popularmente llamado “Pterodáctilo”). Los científicos de toda Europa quedaron atónitos. Era el primer espécimen descubierto fuera de Alemania.
Todos estos hallazgos de Mary cambiaron la historia de la geología, paleontología y zoología. Durante los últimos años de su vida se siguió dedicando a la búsqueda de fósiles. En otros descubrimientos excavó el esqueleto de un Squaloraja o Hybodus, una especie de tiburón extinto. En colaboración con el paleontólogo William Buckland, uno de los pocos científicos que reconoció su trabajo, empezó el estudio de los coprolitos (heces fosilizadas) y hoy se le considera pionera en esta disciplina.
A pesar de las desventajas sociales que sufrió por ser una mujer de bajos recursos, Anning se educó a sí misma en geología, anatomía, paleontología e ilustración científica, llegando a tener más conocimiento científico de la fosilización que muchos de los paleontólogos de su tiempo. Su temperamento era fuerte y decidido, y nunca se dio por vencida. El mayor reconocimiento oficial que recibió en vida fue un salario anual de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia y de la Sociedad Geológica de Londres, y un discurso fúnebre del presidente de la misma Sociedad luego de que murió de cáncer de mama con solo 47 años.
Pero más allá de la carrera científica y exitosa de Mary (aunque más o menos estorbada), ella fue una cristiana sincera que siempre buscó refugio en la fe que le habían entregado sus padres. Aunque fue criada como congregacionalista, Anning con el tiempo se acercó a la iglesia anglicana, probablemente debido a la influencia de científicos ingleses que pertenecían a la iglesia oficial. Sin embargo, nunca se separó del todo de su iglesia natal, ayudando financieramente a la congregación independiente de su localidad.
Su fe la ayudó a escalar aquellos peligrosos acantilados que eran una fuente de ingreso para su familia pero también una amenaza para su vida. En una ocasión, en 1833, Mary se dirigió como cualquier día a la costa junto con su perro Tray. Este fiel amigo la acompañaba en sus travesías. Cuando Anning encontraba un fósil hacía que Tray se quedara quieto en el lugar mientras buscaba personas que la ayudaran a hacer la excavación.
Pero aquel día sería diferente. De repente hubo un gran rugido rocoso y en un instante varias rocas cayeron. Mary se libró de la muerte pero no su compañero Tray. La muerte de su “viejo fiel perro” la afectó profundamente, pero en esa situación halló el consuelo divino. Una amiga, Anna Maria Pinney, contó cómo Mary afrontó esto:
La palabra de Dios se está convirtiendo en algo muy valioso para ella después de su último accidente, en el que estuvo a punto de morir aplastada. Me di cuenta que esta sanaba su mente.
Durante los últimos años de su vida, mientras batallaba con su enfermedad mortal y la pérdida de su madre, siempre llevaba consigo un “commonplace book”, o libro de oración, que ella misma había elaborado en una libreta, escribiendo y copiando las oraciones que más tocaban su corazón. Una que con seguridad leyó y repitió mucho fue la del obispo anglicano Thomas Wilson (1663-1755). “La aflicción”, decía Wilson, “nos acerca mucho más a Dios”.
Otra oración de su libreta expresa su preocupación por el otro: “Dame una tierna compasión por las inquietudes y miserias de mi prójimo a fin de que tengas compasión de mí”. Esa preocupación la puso por obra cuando habiendo alcanzado un estado económico estable ayudó a los pobres y dio empleo a los necesitados, algo por lo que también fue recordada en su localidad de Lyme.
Luego de su muerte su cuerpo fue sepultado en el cementerio de San Miguel el Arcángel, la iglesia anglicana de su pueblo natal. Dentro de la capilla se elaboró y erigió un vitral “en conmemoración a su utilidad en el avance de la ciencia de la geología, y también a su bondad de corazón y su integridad”. En la imaginería puede verse a Anning realizando las “seis obras de misericordia” de Mateo 25, las cuales manifiestan que con confiada seguridad ella será una de aquellos a los que el Hijo del Hombre dará la bienvenida en el reino eterno del Padre.
Bibliografía: Mary Anning, la paleontóloga olvidada en nationalgeographic.com.es; Mary Anning: the unsung hero of fossil discovery en nhm.ac.uk; Mary Anning, una paleontóloga que hizo historia en eltiempo.com; Mary Anning, la primera paleontóloga del Jurásico, protagonista de un nuevo vídeo de 'La Mujer en la Ciencia' en europapress.es; Mary Anning (1799-1847) en ucmp.berkeley.edu; Mary Anning’s Story en lymeregismuseum.co.uk; Mary Anning en web.archive.org; Mary Anning: From Selling Seashells To One Of History's Most Important Paleontologists en forbes.com; 21 mujeres sorprendentes: Las vidas de los intrépidos que rompieron barreras y lucharon por la libertad (Student Press Books, 2021); Thomas W. Goodhue, The Faith of a Fossilist: Mary Anning, Anglican and Episcopal History, Vol. 70, No. 1 (March 2001), pp. 80-100.
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