Los primeros rechazos que experimentó el cristianismo primitivo, desde los inicios de la misión cristiana hasta la segunda mitad del primer siglo, provinieron principalmente del sector judío. El libro de los Hechos muestra cómo las autoridades religiosas de Israel se opusieron a la misión de los apóstoles Pedro y Juan (Hch 4) y cómo llevaron a Esteban al martirio (Hch 7). También estuvieron detrás de una persecución más generalizada de creyentes, lo cual los obligó a huir del territorio palestino (Hch 8:1-2). Además, fueron quienes le dieron muerte a Jacobo (Hch 12, 1-3) y a Santiago, hermano de sangre de Jesús.
Sin embargo, las persecuciones más brutales, difundidas y reconocidas que experimentó la Iglesia en los años, décadas y siglos que siguieron a la narrativa bíblica provinieron del Imperio romano. ¿Qué motivó esa oposición hacia los cristianos? ¿Por qué los romanos llegaron a constituirse peores enemigos de los cristianos que los judíos? No nos debemos limitar a saber quién, cómo y cuándo se ejecutó la persecución; también deberíamos detenernos en las razones o causas —tanto sociales como religiosas— que llevaron a que los primeros cristianos fueran vistos con recelo.
Un imperio de dioses
Es evidente que las culturas antiguas tenían un fuerte sentido religioso. Esto no solo es cierto de Israel y el resto de culturas orientales; en occidente, el Imperio romano no era la excepción. Por tanto, detenernos en su religión y su subsiguiente teología nos dará pistas para comprender mejor su oposición hacia el cristianismo.
El principio religioso en el Imperio era opuesto tanto a las convicciones de los judíos como de los cristianos. Como señala W. Cartes, en The Roman Empire and the New Testament (El Imperio Romano y el Nuevo Testamento: una guía esencial), el Imperio tenía, al menos, tres fundamentos teológicos: (1) los dioses han escogido a Roma; (2) los emperadores son los mediadores entre los dioses y el mundo; y (3) quienes se sometan a Roma participan de las bendiciones y el favor de los dioses. Estas prerrogativas ilustran claramente la naturaleza, misión y responsabilidades de todo integrante del Imperio. Todo esto se especifica con mayor detalle en la literatura romana.

En la Eneida, Virgilio escribió: “No le pongo límite de espacio ni tiempo, sino que he dado un imperio sin fin [a los romanos, que] serán señores del mundo”. Séneca dijo en su tratado De la clemencia: “¿He encontrado yo, entre todos los mortales, el favor del cielo y he sido escogido para desempeñar en la tierra el papel de vicario de los dioses? Yo soy el árbitro de la vida y la muerte para las naciones”.
Por su parte, Tácito explicó en Anales: “todos los hombres tenían que inclinarse ante los mandatos de sus superiores; aquellos dioses a los que ellos imploraban habían decretado que correspondiera al pueblo romano tomar la decisión de qué dar y qué quitar”. Estacio, en su colección de poemas Silvas, declaró: “Por mandato de Júpiter rige [Domiciano]; para él el mundo sea bendecido”. Por último, Plinio el Joven pronunció en su discurso en honor al Emperador Trajano, titulado Panegyricus, lo siguiente: [Los dioses son] los guardianes y defensores de nuestro imperio”.

Estos autores fueron, sin duda, los teólogos del Imperio. Ahora bien, conociendo estas prerrogativas, ¿cómo era asimilada la religión dentro de la cultura romana?
Religión como factor social y patriótico
En las culturas modernas actuales, la idea religiosa, entendida en su sentido primitivo, no cuenta con un lugar central. Sin embargo, en la cultura antigua, la realidad era completamente distinta. Antes y después del Nuevo Testamento, la religión permeaba los aspectos políticos, sociales y culturales de los pueblos; nada quedaba fuera de la influencia de lo religioso. Como dice Warren Carter, experto en el Nuevo Testamento y en cómo los primeros cristianos interactuaron con el Imperio romano:
La religión era mucho más pública, cívica y política. Esto no hacía menos genuino el culto, más bien reconocía que los lugares y el personal religioso estaban insertos en las estructuras político-económicas del mundo imperial romano. Aunque los templos llevaban a cabo la actividad cultural, también proporcionaban con frecuencia una sanción religiosa o divina al orden político y eran instrumentos del control económico y social mantenido por la élite.

La religión, en consecuencia, no era un asunto de la vida privada. Al contrario, como prosigue Carter: “su observancia era explícitamente pública, hondamente colectiva y absolutamente política”. Este punto es importante. Hoy estamos acostumbrados a separar lo religioso o la espiritualidad de la esfera política, social o económica, pero en el Imperio esta idea moderna era impensable.
Para Roma, los templos no estaban alejados de las otras realidades de la vida social. De hecho, todas las estructuras sociales que hoy veríamos como “seculares” estaban inmersas en el templo y el culto. Nada estaba alejado, ni una sola pulgada, de lo religioso. El Imperio tenía una fuerte cultura de dioses, sacerdotes y servicios religiosos que abarcaba a todas las personas, tanto individual como familiarmente, sin importar su oficio o vocación. La conciencia estaba marcada por la realidad de lo sobrenatural; la idea de los dioses como padres fundadores del Imperio obligaba a las personas a darles un servicio especial. Era una especie de deber civil.

La paz de los dioses y el deber religioso
El Imperio romano no podía contener gente que negara “la realidad” de los dioses y “su obra” en favor de Roma; ser ateo allí resultaba peligroso. Las convicciones fundamentales de la teología imperial eran la base de su prosperidad presente y futura. Así como Israel, creían que su historia e identidad eran resultado de la intervención divina. Las tradiciones abrahámicas de los judíos fueron evolucionando con las generaciones hasta acabar en un monoteísmo estricto y único en Oriente. Para los romanos, una diversidad de seres divinos habían elegido a su civilización para gobernar al mundo.
En el caso del Imperio romano, esta elección significaba tener el favor de los dioses, la Pax Deorum. Esta paz divina implicaba una alianza mediante la cual Roma se convertía en una realidad especial dotada de favor y llena de bendiciones, pero también de deberes religiosos. ¿Como cuáles? Los centrales eran el debido reconocimiento a los dioses, el servicio y la adoración. Si todo lo que el Imperio era se debía a la gracia de los dioses, entonces la obligación principal de todos sus habitantes era adorarlos en todo tiempo. Los dioses no se comprometían con bendecir una sola vez a Roma, sino siempre. Por lo tanto, mantener la paz de los dioses era una responsabilidad cotidiana del Imperio. Era una alianza de favores y deberes.

Imaginemos, entonces, a unos ateos en ese contexto. Por más libertad religiosa que hubiera, quienes no reconocían a los dioses eran un peligro para la sociedad. En un contexto en el que desde el juez hasta el comerciante más sencillo vivían bajo una estructura profundamente religiosa; en el que los sacerdotes —aunque no eran jueces civiles— ejercían autoridad en asuntos de su materia pero con impacto social y político; en el que los templos cumplían funciones sociales y de administración de justicia; en fin, en el que adorar a las deidades no podía ser visto como una opción, declararse ateo o ser visto como tal era realmente complejo. La estabilidad del Imperio estaba en juego.
En otras palabras, ser ateo era declararse abiertamente en contra de Roma, de sus dioses y de todo lo que ellos supuestamente habían hecho. La paz en la tierra dependía de la paz de los hombres con sus deidades. Así que, como dice Aleksander Keawczuk, destacado historiador polaco especializado en la Grecia y Roma antiguas: “si los romanos actuaban de acuerdo con los mandatos divinos, entonces los dioses actuaban a su favor. El mayor obstáculo para que los romanos mantuvieran este principio eran los cristianos”.
La amenaza cristiana: una religión no habitual
El Imperio era tolerante en el aspecto religioso. Las diversas creencias, aunque podían diferir en más de un punto, eran bien similares en su estructura externa. Como dicen la autora Isabella Tsigarida y el historiador Michael von Prollius: “La comprensión romana de la religión significaba que incluso en tiempos precristianos, todas las direcciones religiosas eran toleradas siempre que no incitaran al crimen, perturbaran la paz pública y orden, o estuvieran fuera de los fundamentos sociales”. Como se puede concluir de este párrafo, la libertad que ofrecía el Imperio era real pero condicionada; había quienes no serían tolerados si se colocaban fuera de los fundamentos sociales, e ir en contra de la religión era hacer precisamente eso.
Ahora bien, en un principio, los cristianos no fueron vistos como peligrosos. En el edicto con el cual Claudio expulsó a los judíos de Roma en el año 49, no había distinción entre cristianos y judíos. Fue desde el siglo II que se les empezó a ver de forma sospechosa. EL autor alemán Marcel Fidelak, cuyo libro en español se titularía “El cristianismo primitivo y el Imperio romano”, apunta que solo “cuando los cristianos comenzaron a emanciparse del judaísmo (...) fueron percibidos como algo nuevo que iba en contra de lo viejo y probado”.

¿En qué consistía la rareza de ser cristiano? Para el Imperio, este movimiento no era religioso en el sentido más tradicional. Como ya en el siglo II se había separado del judaísmo, sus integrantes pudieron ser vistos como un grupo con peculiaridades muy fáciles de identificar. Edwin A. Judge, historiador especializado en el cristianismo primitivo y su contexto, da en el blanco de esta diferenciación religiosa tan especial del cristianismo antiguo al decir: “Sin templo, estatua cultual ni ritos, carecían de la rutina venerable y tranquilizante del sacrificio que hubiera sido necesaria para relacionarlos con una religión”.
En otras palabras, todos los elementos distintivos de la esfera de lo religioso estaban ausentes en el movimiento cristiano. El sistema religioso de la fe de Israel contaba con imágenes en el Lugar Santo, un Templo con diferentes atrios, todo un sistema organizado de prácticas cúlticas y sacrificiales, e incluso con una orden especial de sacerdotes, así que tenía lo que podríamos denominar un “clero” muy definido. Todo esto, aunque diferente tanto en forma como en sustancia respecto a los politeístas, se encontraba en el espectro de las importantes religiones orientales y de lo que era “normal” dentro del Imperio romano. Pero en el cristianismo, por el contrario, no había nada común.

Pero no todo se limitaba al culto externo. La forma de vida y convicciones de los cristianos no eran populares ni familiares. Respecto a esto, Fidelak dice:
Había numerosos prejuicios y reservas contra ellos, sobre todo de carácter sociopolítico: por un lado, el comportamiento de los cristianos difería mucho de la forma de vida espiritual y cultural antigua; por otro lado, rechazaban la religión romana con sus templos paganos y el culto al emperador como religión de Estado.
¿No es claro lo que hacían los cristianos y que, a la vez, resultaba extraño a Roma? ¡Básicamente rechazaban el espíritu del Imperio a favor de sus propias prácticas y principios! Para los cristianos, los ritos romanos eran innecesarios porque los dioses —aunque reales— eran seres demoníacos que engañaban a los hombres. Además, el mismo emperador era visto como un mero hombre a quien no se le debía culto ni reconocimiento divino. Las palabras de Larry Hurtado, historiador y teólogo del Nuevo Testamento, son iluminadoras en este punto:
Esta negativa [de los cristianos] a venerar a los numerosos dioses (...) habría incluido el rechazo a rendir culto a las divinidades domésticas, a las deidades protectoras de la ciudad, a los dioses tradicionales de las distintas ciudades y pueblos del mundo romano e incluso a las deidades que representaban al mismo Imperio (…). Los cristianos debían tratar a los muchos dioses tradicionales como seres indignos de culto, como entidades falsas y engañosas… como seres demoníacos disfrazados de deidades (…). Lo que se consideraba como piedad [en el Imperio] era para los primeros cristianos el tipo más grande de impiedad.

Por lo tanto, los cristianos eran peligrosos. El desarrollo de su fe dentro del Imperio significaba una resistencia contra los principios básicos de la religión romana; eran candidatos para ser culpados ante una catástrofe. Entonces, aquel grupo debía ser relegado, ¿Qué se podía hacer al respecto? Calumniarlos.
Las calumnias contra los cristianos
No fueron pocas las calumnias de las que fueron objeto los cristianos. Entre ellas, podemos distinguir seis:
1. Que eran ateos porque no reconocían a los dioses.
2. Que eran los causantes de los desastres, pues con su culto extraño provocaban males que eran castigos de los dioses.
3. Que cuando se reunían (de noche y en privado) cometían lujurias sexuales, como incesto.
4. Que comían carne y bebían sangre humana (antropofagia).
5. Que tenían una religión sencilla que solo demandaba creer sin razón, de forma ridícula y simple, así que eran irracionales.
6. Que no reconocían el culto al emperador ni adoraban a los dioses del Imperio, por lo cual, sus creencias eran ilegales.
Todos estos señalamientos significaron el comienzo de la oposición formal del Imperio, de su pueblo y de sus intelectuales hacia los cristianos. Claro está, aquellas acusaciones —aunque ciertas en la mentalidad de los enemigos de los cristianos— eran infundadas. Sin embargo, era normal que se levantaran, sobre todo en un ambiente religioso tan fuerte como el del Imperio.
Para Roma, los cristianos eran ateos, pero sabemos muy bien que esta acusación no era cierta. En el siglo II, Justino Mártir, uno de los primeros apologistas cristianos en el mundo grecorromano, distinguía bien las cosas: “reconocemos que somos ateos si se trata de estos demonios que falsamente son considerados como dioses; pero en modo alguno [somos ateos] si se trata del Dios verdadero”.

La conducta cristiana, en cambio, no era verdaderamente problemática; ellos no eran ladrones, asesinos ni inmorales. Arístides de Atenas, apologista cristiano del siglo II, resumía la conducta cristiana con estos términos:
…no cometen adulterio ni fornicación, ni dan falso testimonio, ni malversan la prenda, ni codician lo que no es de ellos. Honran a padre y madre, y muestran bondad a los que están cerca de ellos; y cuando son jueces, juzgan con rectitud. No adoran ídolos (hechos) a imagen del hombre; y todo lo que no quisieran que otros les hicieran a ellos, no lo hacen a otros; y de la comida consagrada a los ídolos, no comen, porque son puros. Y apaciguan a sus opresores y los hacen sus amigos; hacen bien a sus enemigos; y sus mujeres, oh rey, son puras como vírgenes, y sus hijas, modestas; y sus hombres se guardan de toda unión ilícita y de toda inmundicia, con la esperanza de recibir una recompensa en el otro mundo.

Entonces, ¿qué razón había para perseguirlos? Atenágoras, a mitad del siglo II, le decía al Estado que este perseguía a los cristianos únicamente por el nombre, es decir, por llamarse cristianos, pero no por algún delito concreto:
…nosotros reclamamos el derecho común, es decir, que no se nos aborrezca y castigue porque nos llamemos cristianos (...) sino que cada uno sea juzgado por lo que se le acusa, y se nos absuelva, si deshacemos las acusaciones; o se nos castigue, si somos convictos de maldad; que no se nos juzgue, en fin, por el nombre, sino por el delito, pues ningún cristiano es malo, a menos que profese una fe fingida.
El autor de la Epístola a Diogneto llegó a la misma conclusión: “Al hacer lo bueno [los cristianos] son castigados como malhechores (...) y, pese a todo, los que los aborrecen no pueden dar razón de su hostilidad”. Para Tertuliano, el sistema había fracasado al perseguir a los cristianos; se contradecía a sí mismo. Él afirmó que, si había acusaciones, entonces debía haber pruebas, pero al no tenerlas, entonces solo quedaban dos alternativas: o las pruebas fueron ocultadas por los acusadores (un procedimiento sin sentido) o los acusadores fueron sobornados para no presentarlas. ¡Ambas posibilidades no tenían sentido! No había justificación para tanta oposición contra los cristianos.

De la marginación a la persecución
Una cosa era acusar a los cristianos de cometer un delito y llevarlos ante el juez para que ejecutara sentencia, o que hubiera oposición popular —justificada de vez en cuando por el aparato legal y los intelectuales—; otra cosa muy diferente era una oposición formal por parte del Estado. Desde finales del siglo I hasta finales del siglo II, no hubo un edicto imperial contra el cristianismo. Durante ese tiempo, las persecuciones fueron reales pero esporádicas, breves y locales, antes que imperiales o generalizadas. Sin embargo, llegando a los últimos años del siglo II, con Septimio Severo, la historia dio un giro que acabó poniendo la base para todo el programa de oposiciones imperiales contra la Iglesia cristiana.
Septimio estableció un edicto, el primero en la historia, que prohibía convertirse en cristiano y propagar tal doctrina. Con el paso de los siglos, no fueron pocos los emperadores —como Decio, Valeriano o Diocleciano— que hicieron uso de los edictos para poner a los cristianos entre la espada y la pared, no solo porque se prohibía su fe, sino también porque se obligaba a los miembros del Imperio a darle culto al Emperador y a ofrecer sacrificios. Desde cualquier punto de vista, todo estaba diseñado para estar en contra de los cristianos. Estos recursos del Imperio solo mostraron que, ante la ausencia de argumentos, la única alternativa era acusar por odio.
El cristianismo fue, desde el comienzo, un movimiento contracultural. Tanto sus creencias como sus prácticas pueden revolucionar cualquier sociedad. Por eso, lo que podía parecer una simple lucha de dioses ante el mundo, realmente era una lucha espiritual representada en la oposición imperial contra la Iglesia. A pesar de las calumnias, el movimiento no fue destruido ni puesto en pausa. La historia da testimonio de que varios emperadores intentaron ahogarlo, pero la fe en Cristo no solo terminó siendo aceptada, sino que llegó a convertirse en la religión oficial del Imperio romano. Posteriormente, se convirtió en la creencia más generalizada desde la caída de Roma.
Referencias y bibliografía
The Roman Empire and the New Testament (2006) de Warren Carter. Nashville: Abingdon Press, cap. 6.
Eneida (s. I a.C.) de Publio Virgilio Marón, 1, pp. 254-282.
De Clementia (s. I d.C.) de Lucio Anneo Séneca, 1.1.2.
Annales (s. II d.C.) de Publio Cornelio Tácito, 13.51.
Silvae (s. I d.C.) de Publio Papinio Estacio, 4.3.128-129.
Panegyricus (s. I-II d.C.) de Cayo Plinio Cecilio Segundo, 94.
Poczet cesarzy rzymskich (2004) de Aleksander Krawczuk. Varsovia.
Der historische Jesus, das frühe Christentum und das Römische Reich (2002) de Isabella Tsigarida y Michael von Prollius. Berlín.
Das frühe Christentum und das Römische Reich (2015) de Marcel Fidelak.
The Social Pattern of Christian Groups in the First Century (1960) de Edwin A. Judge. Londres: Tyndale Press.
El destructor de los dioses. El cristianismo en el mundo antiguo (2017) de Larry Hurtado. Salamanca: Sígueme, cap. 2.3.
Apología (s. II d.C.) de Justino Mártir, 1, 4, 6.
Apología (s. II d.C.) de Arístides de Atenas. XV.
Legatio pro Christianis (s. II d.C.) de Atenágoras de Atenas, 2, 4.
Epístola a Diogneto (s. II d.C.), 5.
Apologeticum (s. II-III d.C.) de Quinto Septimio Florente Tertuliano, VII.
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