Por Julieta Cano B.
El día se estaba apagando, así como sus esperanzas. Era un atardecer peor que los que vivían hacía unos tres años, cuando su vida era rutinaria y vacía. Ahora estaban decepcionados, su única esperanza había muerto y estaba terminando el segundo día de su ausencia. Cuando oscureció, Pedro dijo que iba a pescar y otros seis de sus amigos decidieron ir con él y distraer un poco la tristeza. Pasó toda la noche y no pescaron nada, ni un resfrío. El tercer día estaba aclarando y ya los siete pescadores estaban regresando a la playa. Pero a la orilla del mar de Tiberias, se dibujaba una silueta que apenas podían reconocer sus ojos cansados.
— “Hijitos, ¿tienen algo de comer?” preguntó el hombre desde la arena.
— “No”. Respondieron los hombres desde la barca.
— “Echen la red a la derecha”.
Casi de manera mecánica lo hicieron. Tal vez se removió ese recuerdo cuando su Maestro los llamó a ser pescadores de hombres en ese mismo mar, tal vez se sintieron envueltos por la ternura que aquel hombre les demostró con sus palabras. Su nostalgia fue fuertemente sacudida por la cantidad de peces que llenaron su red.
—“¡Es el Señor!”. Gritó el discípulo amado, y Pedro sólo pudo ponerse su ropa y echarse al mar. Cuando llegaron a la playa, al lado de su Señor, vieron un escenario que invitaba a una charla con su Esperanza Viva. Esas manos con marcas del dolor de su muerte y al mismo tiempo de su Victoria, habían alistado unas brasas y pan para desayunar un buen pescado con sus amados seguidores.
Era un amanecer inolvidable, mejor que el de tres años atrás, sus ojos fueron abiertos y sus corazones reconfortados. Sentados al lado de su Maestro, estaban siendo testigos de un llamado a lo imposible con quien lo haría posible; quien iría con ellos hasta el fin del mundo.
Un poco de esta historia
Mi nombre es Julieta Cano. Soy misionera, y unos años atrás, al igual que los pescadores en medio del mar, no tenía nada que hubiera pescado en mis fuerzas. Al parecer tenía algunos talentos para las artes escénicas, capacidad para la enseñanza, incluso una curiosidad por lo que me rodeaba, pero en sí, sentía que me había pasado una noche en vela en vano. Tenía 16 años y una vida por delante, pero no sabía exactamente qué hacer. El Señor del que había oído hablar durante mi niñez, me decía desde la orilla que le creyera y lanzara la red a la derecha. Lo conocí y llenó mis sueños. Me dio la oportunidad de conocerlo en un contexto misionero justo antes de ir a la universidad y se lo agradezco, porque me guardó de desviarme, de descuidar mi relación con él. También pude empezar a ver cómo Dios me capacitaba para algo grandioso, evidenciando los dones y talentos que él me había dado y poniéndome en contextos donde podía desarrollarlos y crecer más. Proveyó una visión y una misión. Capacitación y práctica. Gracia y paciencia para moldear mi carácter y una bella familia en la fe.
En su momento tuve el deseo de ser misionera, pero el medio en el que fui criada como la prima estudiosa, me exigía ir a la universidad y estudiar una carrera. No me disgustaba la idea. Era un sueño y no estaba mal. Mi curiosidad y mi pasión por enseñar y narrar me llevaron a elegir la carrera de Historia. Me encantaba la idea de conocer más sobre la historia antigua, incluso estuve muy contenta cuando estudié para un examen del libro de Daniel y saqué 5. Luego me interesaron otros temas y me poco a poco fui de nuevo a pescar al mar de Tiberias.
El llamado desde la orilla
Terminé mi carrera y en las vacaciones de fin de año el Señor proveyó para un viaje de una semana a una comunidad indígena en el Amazonas. Allí vi de primera mano el significado de ‘misiones transculturales’, donde el misionero aprende y se adapta a una nueva y diferente cultura e idioma con el fin de comunicar de una manera clara y eficaz el Evangelio. Vi cómo los misioneros que están en este lugar luchan, agradecen, se esfuerzan y ven la gracia del Señor a cada instante. Vi cómo el Señor me dio la gracia con los niños indígenas que, aunque no hablábamos el mismo idioma, nos divertíamos casi todo el tiempo. Vi la necesidad en los ojos de aquellos jóvenes y adultos de tener una esperanza que les ayudara a vivir más allá de sus temores. Pero, sobre todo, vi las brasas puestas, el escenario listo en el que el Señor me recordaba el llamado que había silenciado por años. Era una pregunta sobre qué estaba pescando, sobre si había una labor específica de extender su Evangelio, su iglesia a otras fronteras culturales, incluso dentro de mí país.
Fue como llegar a la playa, ver las brasas, el pescado y el pan, pero regresar a contar los peces. Volví a Medellín y empecé a trabajar enseñando Ciencias Sociales en bachillerato. Así transcurrió otro año, y el Señor, en su misericordia, regresó al mar de Tiberias, a recordarme el llamado. Volvió a proveer para ir al Amazonas, al mismo lugar. Los niños se veían más grandes, pero con más necesidad de conocer al Salvador. Me partió el corazón presenciar el paso al cementerio de una familia a enterrar un pariente. ¡Se iba a una eternidad sin Cristo! No podía perder más tiempo. Era hora de atender ese llamado. Regresé a Medellín con esa determinación.
Soy hija única y mis padres eran una preocupación primaria a la hora de pensar en ir a donde el Señor me estaba llamando. El Señor le dio a mi papá la compañía de una medio hermana, mi mamá le dio paz para animarme a salir. Cuando mi mamá me preguntó sobre qué iba a hacer con mi carrera y mi trabajo, le respondí tranquilamente que Dios los usaría, pero honestamente no tenía idea sobre cómo iba a hacer eso. Dios animó a la iglesia a enviarme para prepararme en el Instituto Misionero Nuevos Horizontes, en Fusagasugá, y en febrero de 2015 ya estaba llegando al instituto para capacitarme para su obra.
¿Cuál fue ese llamado específico? Dar a conocer su Evangelio a indígenas de nuestra Colombia en el idioma de su corazón y con el entendimiento de su cultura. Esto ha impactado su manera de ver al mundo, de ver a Dios. Han escuchado claramente que, por ser pecadores, necesitamos de un salvador que el Padre proveyó en la cruz y que ahora tenemos vida en él. ¡Que no haya lugar a dudas ni a confusiones, y que en cada etnia podamos ver una iglesia que camina hacia la madurez que el Padre quiere para sus hijos! Esto requiere tiempo y un esfuerzo grande para poder aprender el idioma y la cultura de la comunidad a la que el Maestro nos envíe, pero sí que lo vale.
El desayuno
Durante estos últimos cinco años he estado desayunando con el Señor, mientras él va moldeando mi carácter y me va equipando para su obra. En este tiempo de entrenamiento, el Señor ha usado mi carrera para comprender mejor los contextos históricos a la hora de estudiar su Palabra y a la hora de observar y analizar otras culturas. También he podido dar algunas clases en el mismo instituto, donde el Señor ha puesto a su servicio la experiencia adquirida cuando fui docente. Ahora veo que no fue perder el tiempo. Dios ha usado cada proceso que me ha permitido vivir.
Aún hay más. Otro de mis temores era no poder formar una familia, por la inestabilidad aparente de la vida de un misionero (digo aparente, pues ¿qué mejor estabilidad que estar en las manos del Padre?). Pero Dios es tan bueno que proveyó un esposo y una bella pequeñita, junto a los cuales anhelamos servirle. Hemos visto su especial cuidado con Juana, nuestra pequeña. Hemos visto su provisión hasta en los detalles más mínimos. Seguimos aprendiendo juntos sobre el plan del Señor con Su iglesia para hacer misiones y nos ha confirmado que nuestro papel como parte de Su Cuerpo es ser los misioneros, los que van. Es muchísimo más de lo que esperaba cuando empecé a nadar hacia él.
Conclusión: Un llamado a lo imposible con Quien lo hace posible.
Ni la historia con la que inicié esta charla, ni mi propia historia, ni la de aquellos héroes de la fe que conocemos, ni la de los misioneros que admiramos y vemos como héroes, ni la de aquellos que quieren responder “heme aquí, yo iré”; ninguna historia presente tiene sentido sin la presencia de quien lo sustenta todo. Es el Señor quien nos ha hecho el llamado para ir hasta lo último de la tierra, es su idea; es el Señor quien ha puesto un compromiso en la iglesia para enviarnos. Él ha usado de manera inesperada y creativa nuestras vidas, enfrentando y sanando nuestros más profundos temores y confirmándonos una vez más que es muchísimo mejor vivir para el propósito eterno que él tiene, que para nuestros limitados deseos y sueños. Es él el que nos ayudará en la difícil tarea de aprender un idioma y analizar una cultura distinta con el bello fin de que toda lengua y nación le adore por la eternidad. Es él el que hará que cualquier llamado que haya hecho a cada uno de nosotros sea llevado a cabo de acuerdo con su plan. Sin él, nada de lo que implica ir a las misiones sería posible, por eso el título de esta charla es “Una misión imposible con Quien la hace posible.” No en vano el famoso pasaje de la gran comisión termina diciendo: “y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén”.
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