En el mundo de la publicidad (en el que trabajo desde hace más de una década), existe un dicho popular: “las grandes marcas en realidad no venden productos, venden experiencias”. Tal es el caso de Apple, que no vende aparatos electrónicos, sino innovación; y Coca-Cola no se muestra en su publicidad como una marca que ofrece sodas, refrescos o gaseosas, sino felicidad.
Al hacer esto, apelan a nuestra aspiración de estar completos, de darnos algo que nos hace falta. Esto refuerza la idea de que consumir no solo satisface necesidades o deseos, sino que también nos transforma y hace felices. Sin embargo, esta promesa de autocreación tiene límite: nunca estamos ni estaremos completamente satisfechos, y realmente no somos tan libres para elegir lo que nos transforma si, por ejemplo, tenemos en cuenta el efecto de la publicidad en nuestras mentes.
Pero la idea errada de que podemos cambiarnos y moldearnos a nuestro gusto no la inventaron los publicistas de Coca-Cola o de Apple. En realidad, proviene de pensadores como Friedrich Nietzsche, Karl Marx y Charles Darwin. Estos tres hombres se destacaron en áreas como la filosofía, la economía, la política y la biología, pero ¿qué tienen que ver con el consumismo y la búsqueda de la felicidad? ¿Qué tanto incidieron ellos en la forma en la que pensamos hoy? Y, ¿qué tan positivo o negativo ha sido su legado? En este artículo, voy a dar respuesta a esas preguntas a través de las ideas expuestas por Carl R. Trueman en su libro El origen y el triunfo del ego moderno, específicamente el capítulo 5, titulado “La aparición de personas plásticas”.

Felicidad y libertad: una falsa ilusión
Con respecto a la estrategia publicitaria de Coca-Cola, la pregunta es: ¿cómo es que tomarme una bebida de estas me va a hacer más feliz? En realidad no lo sabemos, pero la campaña ha sido tan exitosa, que en nuestra mente ya damos por sentada esa asociación. No obstante, la idea de que un producto nos da felicidad no es cuestión de una marca específica. Los comerciales que vemos en YouTube o Instagram, los banners que vemos en la web, las vallas en la carretera y el resto del sistema publicitario nos dicen que, al adquirir ciertas cosas, podemos cambiar, mejorar o ser más felices.
Nuestras sociedades nos han orientado –en exceso– a asociar el consumo con la felicidad: creemos que podemos ser quienes queramos si compramos los productos correctos o si tenemos determinadas experiencias. Aunque pareciera que “podemos ser lo que queramos ser” (como lo dice otra marca), esa “libertad” siempre está condicionada por la realidad. Nuestras decisiones son influenciadas por nuestro ambiente, nuestra posición económica y hasta por nuestro cuerpo.

Tanto Nietzsche, como Marx y Darwin cuestionaron la creencia de que existe algo fijo e inmutable en la naturaleza humana. Según sus ideas, no hay una esencia real y objetiva que determine quiénes somos, lo que abrió paso a pensar que cada persona puede definirse como quiera. Sin embargo, esto no dejó de venir con problemas. Al ser moldeados por el pensamiento de estos hombres, nuestra identidad social se ha vuelto incierta, cambiante y depende mucho de lo que nosotros y la sociedad decidimos en cada momento. Así, la modernidad promueve el ideal de crear nuestra propia identidad, aunque esto es más una ilusión que una verdadera libertad.

Friedrich Nietzsche: desatando la tierra del sol
Quizá la frase más icónica de Friedrich Nietzsche fue “Dios está muerto”. El filósofo alemán no emitió esta frase como resultado de haber visto el “cadáver” de Dios, o porque creyera en la no existencia del Ser Todopoderoso o la hubiera comprobado, sino porque notó que la gente de su época había dejado de ver a Dios como el centro de sus vidas.
En una de las historias de Nietzsche narrada en su libro La gaya ciencia (The Gay Science en inglés), un hombre loco grita que “hemos matado a Dios”, mostrando cómo al dejar atrás las creencias religiosas, los seres humanos se quedaron sin respuestas para saber qué es correcto o verdadero. Pero así como Nietzsche no quería guiar a sus lectores hacia un ateísmo que se limita a rechazar a Dios, tampoco quería mantener las reglas morales que venían de la religión. Para él, si Dios ya no estaba presente en la cultura y en la mente de la sociedad, era obligatorio buscar nuevas formas de comprender lo bueno y lo malo.

En su idea de construir una nueva estructura moral y ética sin religión, Nietzsche afirmó que principios como la moralidad, la lógica y el conocimiento eran construcciones humanas, útiles para la supervivencia, pero carentes de un fundamento absoluto. Y empezó con la moral, a la que identificó como un “instinto de rebaño” que no reflejaba una verdad objetiva. Al eliminar a Dios, la humanidad tendría que asumir una responsabilidad aterradora: convertirse en el creador de su propio conocimiento y ética.
La crítica de Nietzsche fue mucho más allá del ateísmo superficial de las figuras de su tiempo. Por ejemplo, rechazó la idea de que la ciencia pudiera fundamentar la moralidad, ya que estas suposiciones dependen de un orden metafísico que la Ilustración ya había destruido. Entonces, Nietzsche invitó a sus lectores a enfrentar el vacío que se había creado, asumiendo las consecuencias radicales de un mundo sin Dios.
Las implicaciones antimetafísicas del ateísmo llevaron a Nietzsche a criticar a toda la estructura del cristianismo. En su obra El Anticristo, Nietzsche ataca el “instinto teólogo”, que consiste en dar un estatus trascendente a opiniones personales disfrazándolas de lenguaje divino. Los cristianos, según Nietzsche, construyen “verdades” no para describir la realidad, sino para adaptar el mundo a sus intereses, exaltando la debilidad como virtud.

Este cuestionamiento también está presente en su obra La genealogía de la moral. Nietzsche describe un cambio histórico fundamental: el tránsito de una ética basada en la distinción entre lo bueno (fuerza espontánea) y lo malo (debilidad servil), a una moralidad que invierte esos valores. Esto convertía la moral en una herramienta de los débiles para someter a los fuertes. Para Nietzsche, lo crucial no es si algo es bueno o malo, sino quién se beneficia de esas definiciones y qué las motiva.
Esta perspectiva buscaba transformar la moralidad en un objeto de crítica psicológica, más que en un sistema de verdades objetivas. Nietzsche concluyó que el cristianismo era la representación del odio hacia la vida misma, pues promovía valores que desvalorizaban lo fuerte y lo vital. A diferencia de David Hume, quien consideraba al cristianismo epistemológicamente insostenible, Nietzsche lo vió como moralmente corrupto.
Nietzsche y el concepto de naturaleza humana
Las embestidas de Nietzsche al cristianismo, a la moral y al sentido de trascendencia fueron, en última instancia, centrales en su interpretación del concepto de “naturaleza humana”. El filósofo reconoció la naturaleza humana como biológica, pero rechazó la idea de un plan o fin trascendente compartido por todos. Para Nietzsche, el fallo central de la humanidad era atribuirse una esencia invariable, porque eso la esclavizaba a códigos morales forzosos y a un propósito final ajeno. En cambio, las personas individuales debían crearse a sí mismas, libres de esencialismos y de los límites impuestos por un creador o moralidad universal.
En La gaya ciencia, Nietzsche introduce la idea del “eterno retorno”, no como una realidad literal, sino como un reto existencial: vivir cada momento como si poseyera un significado eterno. Aunque niega un propósito trascendente, no considera la vida carente de valor; en consecuencia, la satisfacción personal debe surgir de enfrentar desafíos y moldear la propia existencia.

Para Nietzsche, el ser humano es un artista que da forma a su naturaleza. También en La gaya ciencia, propuso el concepto “arte del carácter”, que consiste en que cada persona transforma sus fortalezas y debilidades naturales en una obra única. Este proceso intencional y creativo reflejaba su visión de la vida como un esfuerzo estético hacia la satisfacción personal, sin sujetarse a leyes impuestas ni a ideales universales. Pero Nietzsche no insiste en un hedonismo fácil, sino en una autocreación rigurosa que dé sentido a la vida según el diseño de cada individuo.
Karl Marx: poniendo a Hegel de cabeza
Karl Marx reinterpretó el pensamiento de su compatriota Georg Wilhelm Friedrich Hegel al trasladar el centro de la dialéctica de las ideas a las condiciones materiales. Hegel concebía el progreso histórico como una lucha intelectual entre ideas que conforman la autoconciencia, pero Marx invirtió esa lógica al afirmar que son las relaciones económicas y materiales las que moldean las ideas y las estructuras sociales. Según este filósofo y economista alemán, el pensamiento de Hegel estaba “de cabeza” y debía ser “girado hacia la derecha” para revelar su núcleo racional.
En el contexto de la Revolución Industrial, Marx observó cómo el capitalismo transformaba profundamente a la sociedad al despojar a las relaciones humanas de tradiciones y valores trascendentes, reemplazándolos por intereses materiales y transacciones económicas. En el Manifiesto del Partido Comunista, describió cómo la burguesía había disuelto antiguas jerarquías sociales, pues había sustituido vínculos patriarcales y religiosos por el cálculo egoísta y la búsqueda del lucro. Para Marx, estas dinámicas económicas no sólo alteraban la estructura social, sino que también redefinían la naturaleza humana, haciéndola plástica y dependiente de las relaciones materiales.

En ese contexto, la religión para Marx era una expresión del desequilibrio humano, no solo en términos de darle sentido a la existencia, sino como un reflejo del sufrimiento causado por las desigualdades económicas. Aunque les proporcionaba consuelo a los oprimidos, perpetuaba su estado al encubrir las verdaderas causas de su sufrimiento. Por eso dijo su célebre frase: “la religión es el opio del pueblo”; consideraba que su abolición era esencial para liberar a la humanidad de esta ilusión y dar un paso a la construcción de un sistema económico que devolviera a los trabajadores el fruto de su labor.
Marx no abordaba la religión como un mero intento de dar sentido al ser humano, sino como un fenómeno profundamente político. Para él, entenderla permitía analizar las estructuras económicas que la sustentaban y desafiar su capacidad de enmascarar la desigualdad y perpetuar la opresión.

Marx y el concepto de naturaleza humana
El pensamiento de Karl Marx sobre la naturaleza humana combina elementos esencialistas y materialistas. Aunque reconocía ciertas necesidades humanas básicas (como alimento y descanso), para Marx la naturaleza humana está profundamente condicionada por el contexto histórico y las relaciones con los medios de producción. Es decir, la identidad humana no puede separarse de las condiciones materiales de la sociedad en que vive. Por ejemplo, el deseo de acumular dinero es propio de una economía donde el dinero existe; antes de su desarrollo, tal deseo no formaba parte de la experiencia humana.
Marx observó cómo el capitalismo industrial transformaba la sociedad y, con ella, la identidades humanas. La tecnología, en particular, jugó un papel central en esta dinámica. En el Manifiesto del Partido Comunista, Marx destacó cómo la industria moderna eliminaba las distinciones sociales basadas en el sexo o la edad al reducir a las personas a “instrumentos de trabajo”. Esta observación ha demostrado ser profética, no solo en términos económicos, sino también culturales, ya que los avances tecnológicos y médicos han permitido la separación del género y el sexo, redefiniendo los conceptos de identidad personal.

Además, para Marx, tanto la religión como la moralidad estaban vinculadas a la estructura material de la sociedad, justificando y perpetuando el status quo. Esta visión critica los códigos éticos y las creencias metafísicas, considerándolos herramientas de dominación ideológica al servicio de las clases dominantes. Al igual que Nietzsche, Marx veía la moralidad como un constructo histórico, resultado de las condiciones económicas.
La propuesta marxista no fue simplemente económica, sino filosófica y política: cuestionar la moral y la religión era esencial para transformar las estructuras materiales que definían a la humanidad. En este sentido, Marx ofrece una genealogía económica de la moral similar a la crítica genealógica de Nietzsche, pero arraigada en el materialismo dialéctico.
Darwin y el fin de la teleología
Aunque Charles Darwin no fue un filósofo o economista, alteró la percepción de la humanidad con su teoría de la evolución. Tanto Nietzsche como Marx se dieron cuenta de su impacto, pues sus planteamientos cuestionaron las bases metafísicas y religiosas tradicionales, poniéndose en línea con sus propias críticas a la búsqueda de propósito en lo trascendente.
Antes de Darwin, las teorías evolutivas incorporaban alguna noción de un proyecto divino o progreso inherente. Darwin le dio la vuelta a esta idea al explicar la complejidad y diversidad de los seres vivos a través de la selección natural. Según su teoría, las variaciones que resultan favorables permiten a ciertas especies, incluído el hombre, sobrevivir y reproducirse, mientras que las desfavorables caen inevitablemente en un estado de extinción. Así, la vida evoluciona a lo largo de anchos períodos de tiempo sin necesidad de un Creador o de un objetivo más allá de la vida.

Esta perspectiva tuvo hondas implicaciones. Al arrebatarle a la humanidad su destino divino, Darwin objetó el estatus especial de los seres humanos, eliminando normas éticas trascendentes y leyes morales supuestamente universales. Al igual que Nietzsche, que desafió la moralidad cristiana, y Marx, que redefinió la historia en términos materiales, Darwin propinó un golpe decisivo al sentido de propósito, replanteando la naturaleza humana como producto de transformaciones guiadas por un ser divino.
A pesar de que la ciencia posterior ha redefinido y complejizado la selección natural, su simplicidad inicial popularizó este postulado como una idea revolucionaria. Darwin no solo le dio la vuelta a la biología, sino también a la manera en que la humanidad se concibe a sí misma. Esto lo posicionó como una figura clave junto a Nietzsche y Marx en la redefinición de la naturaleza humana.
Un legado inquietante
Aunque pocos conocen a detalle los escritos y teorías de Nietzsche, Marx y Darwin, sus ideas han dado forma al imaginario social actual. Sus propuestas han penetrado nuestro entendimiento del mundo y desafiado conceptos tradicionales, remodelando las bases culturales y éticas de nuestras sociedades.
Darwin ha sido quizás el más reconocido. Con todo y su simplicidad, su teoría de la evolución ha debilitado la comprensión general de la narrativa bíblica, en especial de la creación, y ha desalojado a la humanidad de su lugar trascendente. Al argumentar que los seres humanos son el producto de un proceso desprovisto de propósito y no de un diseño divino, el naturalista inglés hizo relativa la posición humana en la creación y le quitó el sentido de propósito a la vida.

Este planteamiento ha llevado a una perspectiva del mundo en la que la naturaleza humana está privada de un plan inherente, lo que golpea profundamente la percepción de la vida y la moralidad.
Nietzsche, por su parte, atacó el sentido de trascendencia tradicional y el principio de una naturaleza humana esencial. Su Genealogía de la moral inculcó un escepticismo hacia las autoridades tradicionales y los preceptos éticos absolutos. La cultura de hoy, con su inconformidad hacia instituciones y valores históricos, es un reflejo de esta influencia. De la misma manera, su énfasis en la autocreación y en el presente como fin último hace eco en la obsesión moderna por la satisfacción y el placer.
Marx agregó otra dimensión al criticar las estructuras económicas y políticas como impulsores de la moralidad y la religión. Su perspectiva de la historia como una lucha de clases ha contribuido a la politización de todos los aspectos de la vida moderna. Para él, las instituciones culturales defienden sistemas de opresión, una idea que sigue moldeando los análisis sociales y políticos hasta hoy.
Juntos, Darwin, Nietzsche y Marx, desmantelaron el sentido de propósito del hombre y de la creación, relativizaron la moral y redefinieron lo que significa ser una persona. Su legado invita a la humanidad a buscar sentido y propósito en sí misma.

La respuesta de la fe
El legado de estos tres hombres, aunque poderoso, ha dado forma a una sociedad que inevitablemente termina buscando su sentido y propósito en causas y objetos temporales, lo cual exacerba el consumismo. La idea de que tenemos la capacidad de moldear nuestras identidades a través de lo que adquirimos y las experiencias que vivimos refleja la influencia de su pensamiento: la humanidad, a la que se le ha arrebatado cualquier guía trascendente, se aferra a la ilusión de que puede definirse a sí misma y alcanzar satisfacción en el aquí y ahora. Sin embargo, esta búsqueda está condenada al fracaso, ya que el mercado que ofrece felicidad, placer y evasión del sufrimiento no tiene la capacidad de dar plenitud al alma humana.
El cristianismo enseña que la humanidad no es el resultado de un proceso sin propósito, sino la obra intencional de un Creador, que diseñó al hombre y a la mujer a Su imagen, con una profunda dignidad y un propósito eterno. Frente a los puntos de vista escépticos de Nietzsche, Marx y Darwin, el cristianismo bíblico sostiene que el significado y la moralidad no son constructos humanos, sino realidades otorgadas por Dios que le dan forma, sentido y propósito a la existencia.
En un mundo que ha abrazado el individualismo y la adicción al placer y al consumo, el evangelio ofrece una alternativa radical: en Cristo encontramos nuestra verdadera identidad. No la hallamos como consumidores de placeres temporales, sino como hijos del Creador, redimidos para vivir con un propósito y una esperanza más allá de las ilusiones pasajeras y superficiales de felicidad, que definitivamente no vienen embotelladas como un refresco.
Referencias y bibliografía
El origen y el triunfo del ego moderno por Carl R. Trueman. Editorial B&H.
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